miércoles, 10 de julio de 2013

Amor de centro comercial

El protagonista no puede ser testigo, del sueño no surgirá su voz para contarnos, su hija de 15 años lo ha dejado solo, roncando, qué vergüenza, que no me miren, que no sepan que es mi papá. El sofá de masajes, en el pasillo del segundo nivel del centro comercial, lo ha relajado, es capaz de dormir en las bancas sin respaldo de la iglesia, ante la mirada reprobatoria de su esposa, cómo no va a dormirse casi recostado, con vibraciones en su región lumbar. Qué barato le salió comprar un remanso en medio del caos del consumo, un pedazo de cielo en las lotificaciones de la mercadotecnia, del capitalismo que construye ídolos para entretenernos. Se burlan de él, cómo negarlo, lo supo la hija desde el principio, por qué no reírse si la imagen es un contraste, un disparate, yo sé que es tu palabra favorita. La miopía cree reconocer siempre el ridículo. Lo lamentable de su sueño es que él no pudo verlos, no a la gente que le tomó fotografías, carcajeándose, sino a la pareja que pasó tomada de la mano; es una pena que él no se incorpore para explicar las imágenes, para barajarlas desde su letargo.
El rebaño no les abre paso, no tiene por qué hacerlo; se acoplan al ritmo, a los pasos de la multitud, la que camina en soledad, acaso sólo hombro a hombro, sin un asidero, sin la ratificación de tanta poesía no leída, no sentida, sobre todo ésta. Quién puede interesarse en la escena, si se detienen ante una tienda, la vitrina que exhibe una forma de vida, el maniquí vistiéndose de un precio que su billetera no puede costear, los modelos del afiche posan la realidad que ellos quisieran merecer, acaso la que él le gustaría garantizarle, dame tiempo, dame fe, dame tu mano porque te estoy haciendo una promesa, agrégala a la lista. No cobran por entrar, le recuerda, y evaden a la vendedora, sólo estamos viendo. Sabe que no comprarán nada, lo reconoce en sus ojos, lee la desposesión en ambos, la ausencia de débito que los tiene naufragando en una imposibilidad, la camisa de cuadros que él ya viste, el vestido de seda que ella ya se ha puesto, no quieren ver la etiqueta, para qué exponerse a ese desfallecimiento, a lo inasible que resulta una prenda que les talla tan bien, podrían ser felices en ella, nadie puede contradecirlos, porque lo son mientras se reconocen a sí mismos ante el espejo, mientras se encuentran la sonrisa, sorprendiéndose de las maravillas que hace la alta costura italiana.  No pueden perder este momento, no pueden dejarlo a la arbitrariedad de la memoria, una fotografía que los capture abrazados, siendo las estatuas de lo gratuito que resulta soñar, no les importa que el detector de robos salga en la toma, que ojos ajenos a ellos identifiquen ahí un fraude, una terrible ausencia de gusto; tendrán el descaro de publicarla en Facebook, de mostrarles a sus contactos lo que les aguarda mañana, la ilusión vana, pero muy suya, que tienen como novios, pero hoy quieren demostrar lo bien que lucen juntos, con esos atuendos que no son suyos pero que a nadie le quedarán mejor. Saldrán, y será su amor de ‘pruebe sin compromiso’, su amor maniquí, su amor de vitrina.
No quiero ser ave de mal agüero, pero sé que no encontrarán mesa en los comedores, no se necesita mucha intuición para darlo como un hecho, es domingo, fin de mes y hora de almuerzo. Un punto de encuentro, un sitio atestado, comer codeándose con desconocidos, la mesa hasta ayer sagrada ha sido profanada por una multitud que no quiere verse, que se harta con los combos del día, dejando tras cada bocado un envoltorio, la ingente cantidad de basura que habrá de juzgar a sus hijos. Esperar tomados de la mano a que una familia, una pareja parecida a ellos, se levante, también es parte de la cita, vislumbrar cómo cada deglución demora, la ética del prójimo para comer: no hable con la boca llena, los codos fuera de la mesa. La desocupan pero la dejan sucia, no importa, usarán la bandeja como superficie, ahí podrán sus alimentos, pero no han pedido aún, qué desean comer, una variedad de restaurantes de comida rápida los tiene sitiados, qué se les antoja a los comensales, es una pregunta peligrosa, acaso hasta ofensiva, porque  no pueden darse el lujo de ordenar una parrillada para dos personas, de pedir sopa mein mixta, el presupuesto no les da para tanto. Se adecúan a lo que tienen, no a lo que hay, un Mcmenú para ambos, que se parta el pan, la hamburguesa, que se dividan las papas, la gaseosa sin hielo por favor, roba volumen, dos pajillas, ese detalle sí fue romántico. La multiplicación de los panes, de los pescados, las truchas fritas, no será el milagro de hoy, lo sabe él quien le comparte el último envoltorio de kétchup, lo acepta ella que le otorga parte de su ración de hamburguesa, le miente, la torta de carne no le da indigestión. Si les alcanzara para un sundae quizá se hubieran satisfecho, le han dado apenas una mordida al hambre, al que no le importa que estén juntos, que hayan consagrado esta mesa al prodigio de un almuerzo compartido, ambos cediendo, la última papa para ti, cielo.  Su amor de foodcourt no se colma, pero sí es apresurado, una anciana espera con su nieto a que desocupen la mesa.
La linterna del acomodador no es la única luz dentro de la sala; a nadie le sorprende que el de enfrente entre al cine a enviar y recibir correspondencia, no hay que perder el contacto, el celular ha encogido al mundo, pregúntenle a la pareja que teniéndose a la par se comunican con mensajes, hablando con caritas, y carcajadas textuales, mandándose besos, :*, un anticipo de la película de terror. Este duelo que padezco por todos los besos enviados por mensaje de texto. La antesala, las farolas aún tenues, los comerciales, la coca cola que efervesce felicidad, agítenla para que al destaparla sacie la sed de todos, que el dióxido de carbono nos contagie una sonrisa en la oscuridad, nos exhorte a comprar, lo vuelva una necesidad, porque el público se ha jodido, les han sembrado una idea, felicidad-bebida, ningún aforismo que lo refute (llamen a los motivadores, a los escritores de best sellers), que obstaculice al menos esa noción. Por suerte ellos no abandonan la escena, acaso porque no tienen dinero para levantarse a comprar sodas, se quedan ahí, entre una oscuridad que no permite que los veamos, ni siquiera el señor que aún duerme habría podido contar algo. Habrá que usar otros recursos: la linterna del acomodador, la intuición de los ciegos, la imaginación de los novelistas eróticos. Todo depende de la película a la que entraron, no conocemos el gusto de la pareja, acaso una dramática, ya la hemos visto en los vestidores, en la mesa, pero eso no es definitivo, no partimos de cero, contamos con una tendencia, una de suspenso les caería bien, y cualquiera sabe que éste no se mantiene durante todo el filme, que hay un punto donde las imágenes y el sonido se estiran, capturan a la audiencia, mientras tanto que aprovechen la ceguera de todos, que se busquen las manos, que levanten el apoya vasos, los dos asientos siendo uno solo, que se acurruquen, que se besen sin ruido, que la mano de él baje un poco más, un impulso austral, la palma buscando otros paraísos, que ella se alarme, se la suba, sin reprochárselo con la mirada que de cualquier modo no distingue nada, llegará el día, lo sabe ella, lo espera él. No podrán dar una crítica de la película si alguien les pregunta, pero ha quedado ahí su amor de butaca de cine, código 8 y 9 F.

Despierte, despierte, señor ya vamos a cerrar. El guardia de seguridad, sonríe al verlo desperezarse. La narcolepsia no es contagiosa.