martes, 7 de julio de 2015

Zona 20

«Bajo cualquier luz resulta desconsiderado afirmar que la Ciudad de Guatemala se le escapó de las manos al Ingeniero Raúl Aguilar Batres. La vida, o como se le nombre a esa multitud de variables sin ecuación acaeciendo en un espacio-tiempo específico, excedió al planteamiento urbanístico, a la visión que poseyó hasta su muerte de la capital en el futuro. De qué forma la ciencia que ejerció pudo haber previsto el terremoto de 1976, la lógica de las masas humanas ante el desastre: migrando del campo a la ciudad derruida, asentándose en el filo de los despeñaderos, fundando su pobreza en terrenos aún más precarios, la miseria haciéndose vulnerable por todos los flancos. El ordenamiento territorial fue rebasado por la necesidad de hábitat, creciendo la metrópoli de forma vital, errática, como un tumor maligno o un hongo atómico. Pese al esfuerzo municipal, el caos de la explosión demográfica atentó contra la coherencia misma, la continuidad y la numeración de las zonas fue fragmentada, dejando dispersión y baches en los mapas de la capital. De modo cómico o místico la ciudad salta en su nomenclatura de la zona 19 a la zona 21, de la zona 21 a la zona 24. La omisión numérica no implica una ausencia física, ya que no existe un descampado, una región vetada, tierras de nadie. Parece que estos territorios entran en la jurisdicción de otro municipio. Al menos eso dice la versión oficial.»

La anarquía en las vías vehiculares de ‘La Florida’ siempre me recuerda el gesto de mi abuela buscándome de espaldas la mano para cruzar seguro la calle. Es decir, miro su mano aleteando de forma autónoma ante el desconcierto expresado en la cara del niño que fui. Las calles de ‘La Florida’ tan elementales, tan áridas. Dentro de las casas presiento un hacinamiento, una mala distribución de los espacios, como si no hubiese sitio para ningún jardín mínimo. A lo largo de los años me he convencido que es un barrio al cual siempre volveré. Las razones van más allá de que aún tenga familia allí, de que tenga primos y tíos habitando una casa constantemente en remodelación. Acaso mi pretexto sea el encuentro deliberado con retazos de la infancia de mi padre, en esquinas, banquetas, superficies donde intuyo que ocurrieron vivencias constituyentes, que de algún modo sinérgico también me definen. O quizá se deba a que cuando conduzco por sus avenidas de vías confusas, y llego a los confines de la colonia, presiento que algo está a punto de ceder, como un avistamiento o una perspectiva. ‘La Florida’ ocupa la zona 19; desde el punto de vista jurisdiccional es un reducto, una isla, ya que se encuentra sitiada por Mixco, otro municipio. Entonces, cuando estoy a punto de desembocar a la Calzada ‘San Juan’, a la frontera que divide dos municipios, pero que debería marcar el fin de la zona 19 y el comienzo de la 20, sucede una especie de vibración en los vidrios del auto, el motor parece entrar a otra atmósfera (con otro suministro de oxígeno), prevalece una interferencia electrostática en las emisoras radiales. Es como si la realidad no lograra encajar del todo, como si estuviera a punto de abrirse un portal, de recuperarse algo que el sentido común no pudo asir. Y desde hace meses he empezado a creer que basta un viraje fortuito, un bache en la carretera, para hallar el punto de acceso a la zona 20. La otra dimensión, allí donde me encontraré de golpe manejando sobre mi nostalgia: una autopista en Veracruz, el ocaso, la impresión de que un mar cada vez más oscuro de cañaverales está a punto de cerrarse sobre el auto; la carretera nocturna de Xela hacia San Marcos, los vidrios empañándose desde adentro, el trino lúgubre de los tecolotes; el tramo de descenso de El Alto hacia La Paz, una ciudad telúrica abriéndose paso desde el caos; el Caribe mexicano explotando en una carretera hacia Campeche, un puente memorable tendido sobre el mar celeste; la efervescencia del charango en la autopista de Jujuy hacia Villazón, un choque de cactáceas y montañas oxidadas en color; algún trecho vital del Tahuantinsuyo, atravesando un valle que alimentó a un pueblo en la opulencia y la desgracia; la carretera inolvidable de San Marcos a San Rafael donde aprendí a frenar con motor, el cambio brusco de clima, el altiplano separado del trópico por menos de una hora; la autopista desértica y desolada de Catamarca a Córdoba Capital, la aldea humana emergiendo de la nada; la carretera escarpada y sinuosa hacia Chichicastenango, un olor a bosque de pinabete exterminado; los inicios de mundo preservándose del tiempo a los costados de la carretera hacia Antofalla.

La zona 20 no fue omitida por error o por la invasión de otro municipio. La zona 20 es un símbolo, es el territorio de la añoranza del migrante, son los caminos seccionando los paisajes que el viajero abandonó por circunstancias que sobrepasaron a su voluntad.