viernes, 20 de septiembre de 2013

La paz, en tiempos de los celulares con contraseña

La escopeta del policía que cuida agotado la entrada de la joyería, el alambre de púas de la casa vecina, el pastor alemán mal alimentado que merodea el patio del taller, el blindaje de los automóviles, la contraseña para acceder a nuestros celulares o laptops, el alarma de los carros, el candado de los baúles, la inversión en armamento, el detector de metales en el aeropuerto, los guardias de las discotecas palpando a cada cliente, las cámaras de vigilancia apostadas a cada esquina, las rejas de los balcones, el polarizado de las ventanillas, el doble cerrojo de nuestras puertas, la privacidad de nuestros perfiles en las redes sociales, el arma que guarda nuestro padre en la gaveta de su mesa de noche; cuánto símbolo del miedo, cuánta violencia pasiva siendo el “por si acaso” de cada día, cuánta paranoia reclamándonos, poseyendo cada uno de nuestros sentidos, en cada ocasión, el rabillo del ojo verificando que nadie nos siga, la mano escondiendo el dinero dentro del sostén, en los calcetines. Pese a tanto desamparo, pese a la guerra fría que se ha declarado, donde pocos atacan, donde todos se resguardan, la paz surge en la intimidad, en una mesa compartida, en un brindis por la primera de muchas, habiendo tanto precedente, en un abrazo insospechado, quedarse un rato más para escuchar el final de la historia del tipo que se rehabilitó de las drogas, la bendición que nos dan nuestros padres, hijos, pareja antes de salir de casa. La paz es la contradicción, el nudo de nuestra cotidianeidad, lo que nos alienta a soportar el bus atestado, la voz insulsa del profesor que habla sobre la responsabilidad de antes, la prepotencia de nuestro jefe, la desazón del desempleo, el bullicio de los niños al regresar de la escuela. La paz es lo que encuentro en mi hermano, en mis padres, cuando me abren la puerta de la casa, en mis amigos cuando hablamos, cuando me destapan una gaseosa o una cerveza, en usted que lee y me imagina escribiendo, en el policía que contesta “el buenos días” mientras sostiene su rifle. La paz es el antónimo del miedo, lo que sucede cuando somos valientes y nos oponemos a desentendernos del prójimo, repitiendo las palabras de Martí: mi patria es la humanidad, encontrando un hermano en cada persona, en la persona que hace fila delante de nosotros en el banco.   

domingo, 15 de septiembre de 2013

Mucho patriotismo, mucha palabra.

Guatemala obviamente es una nación hermosa, habitado obviamente por personas maravillosas y trabajadoras, obviamente el país de la eterna primavera. Tanta obviedad, tanta palabra de panfleto que no conduce a ningún lugar, que saluda a una bandera, un azul y blanco que hoy ondea en las ventanas de los autos que hacen el embotellamiento en el Periférico, en los comerciales de la Gallo, en la casa presidencial, dándole sombra a un soldado que todavía no ha almorzado. Porque hoy todos nos sentimos chapines, de soundtrack “Mi país” de Ricardo Arjona o el himno nacional, guatemaltecos hasta la muerte, insisten en ello, que Dios me dio un privilegio por haber nacido aquí, que no puede haber un sitio mejor; el patriotismo como forma de enajenación colectiva, que el quetzal volará más alto, en sus alas levantará un nombre inmortal. No me malentiendan, me alegra que celebremos la libertad, una independencia tan relativa, pero simultáneamente las malas noticias continúan apareciendo, terminan asomándose en los diarios, la televisión, pero son más de lo mismo, una repetición a medias: misma tragedia, distintos actores. ¿Y qué se puede hacer con ellas?, tragarse los reportajes, exclamando: ojalá la violencia no me toque a mí, a ningún familiar, a ningún conocido. Todo es una evasión, incluso hoy con su algarabía de identidad e integración nacional. Ahora les cuento las ocasiones en que yo celebro a Guatemala: cuando alguien devuelve el vuelto de más que le dieron en la tienda, cuando deposito la basura en su lugar, cuando orillo el carro para que pase la ambulancia, cuando comparto mi tortrix con alguien que apenas conozco, cuando brindamos sin motivo, cuando estando atestada la 203 le cedo mi asiento a la señora con bastón, cuando después de escuchar tiros por la noche, le digo a mi esposa: sí hay gente matando y muriendo afuera, pero también hay parejas amándose en las paradas de bus, en las esquinas más inesperadas. Sí celebro Guatemala todos los días, es la esperanza que nace en el epicentro del pesar, la frase de Facundo Cabral: “Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye, existen millones de caricias que construyen la vida”.