domingo, 27 de marzo de 2016

Otoño Individual

Un grupo de niños lanzan piedras al único árbol que sigue en pie dentro de la colonia. No es un acto destructivo, porque no se retroalimenta en el sadismo. Más bien es una competencia antigua, de iniciación a la cacería. Ríen y se divierten, pero en el fondo ponderan puntería y fuerza, ven al otro como un adversario. El árbol proyecta su sombra a la retaguardia de un inmueble, ineludiblemente las pedradas mal dirigidas impactan en sus muros. El brazo de los niños parece no agotarse; hay algo lapidario en sus rostros. Un grito grave irrumpe en su dinámica, los obliga a levantar la mirada. A través de las ramas, al borde de la pared gris, sobresale el cuerpo de un hombre que impreca con toda la violencia de su sangre. Desde la altura de su propiedad, desde la adultez que le otorga de facto la razón, los amenaza, ilustra perversamente lo que será de ellos si los encuentra. Aún con piedra en mano, los niños huyen, apenas se percatan que el hombre tiene barba, escabulléndose hacia sus casas, hacia la protección de sus padres. Acaso en la fuga, en el privilegio de desentenderse de cualquier consecuencia, resida el encanto de su infancia.

El muchacho hace un último intento por resistirse. La realidad se alza ante él, ante su consciencia que paulatinamente se convence. El celular, su llave de acceso a la globalización, su intercomunicador hacia y desde el mundo, no tiene ningún mensaje, ninguna notificación para él. Nadie lo ha contactado en todo el día, ni siquiera los de la empresa telefónica que siempre chingan. La soledad lo sitia de manera rotunda. Disminuyen simultáneamente las dimensiones de su habitación y los niveles de oxígeno. La asfixia inducida, el impulso visceral por salir de casa, no le arrebatan la capacidad para aceptar que su vida hasta ese punto ha sido un despropósito. Más allá de cubrir sus necesidades básicas, labora con la ilusión trimestral de renovar su plan telefónico y adquirir el celular más moderno del mercado. No sabe quién le implantó esa idea, de cuál trinchera publicitaria lo habrán coaccionado con esa noción de estatus e identidad. De nada le sirve el celular, mantener los datos conectados todo el tiempo, si nadie le escribe o llama, si nadie lo contacta de algún modo. Casi palpando ausencias que él mismo ha invocado, sale de su casa y contempla por primera vez con detenimiento el árbol que siempre ha estado ahí, en el sitio baldío de enfrente. Tiene pocas hojas, y lo supone moribundo o padeciendo un otoño individual. Con aire reflexivo cruza las piernas y se sienta sobre la acera; no le importan el polvo, que el viento le hiele las orejas. Retrocede en su postura, en la revelación que le ha sido dada, y lo atormenta el pensamiento de que algo acontece en su celular, que debe regresar a él para saber responder. Antes de que pueda incorporarse del todo, cediendo a sus ansias, escucha el ruido de una motocicleta aproximándose. Es conducida por un hombre de gafas oscuras y barba gris. Algo en la cadencia del vehículo le hace creer que se dirige hasta él. Espera, y efectivamente, el hombre detiene la motocicleta enfrente de su casa, apaga el motor, y apeándose lo comienza a insultar. Entre los improperios alude a unas piedras, a una rendición de cuentas. El muchacho ríe, divertido genuinamente por recibir insultos de la nada, casi aleatorios. Un puñetazo sobre la mandíbula lo lanza de espaldas a la acera, casi al interior de su casa. Cuando asimila lo que recién aconteció, la moto ya va por la esquina. Sabe que puede enojarse, sentirse víctima de una injusticia, pero el gancho del desconocido ha terminado por desencajar algo en él.  

martes, 22 de marzo de 2016

Savia Caramelizada

El ingeniero siempre ha sentido fascinación por el fuego. Ante cualquier crepitación, ante el ascua del cigarrillo de cualquier adicto, percibe un pálpito íntimo, un principio de piromanía que lo abstrae, remitiéndolo a días que no vivió pero que intuye en la historia de sus huesos: la biblia inhumana de un inquisidor; un navío ardiendo sobre las aguas del Mar del Norte durante las exequias suntuosas de un rey vikingo; el rescoldo casi extinto, imponiéndose a la oscuridad de la tundra, dorando la carcasa de la última cacería de invierno.

Adora su empleo más allá de la compensación económica que éste representa. Desde que ingresó al Ingenio Azucarero no ha hecho otra cosa que entregarse a sus atribuciones, inclusive dando un poco más de sí. Sus jefes, con la cotidianeidad instalada en Miami, lo tienen en consideración. Rápidamente ascendió en la pirámide jerárquica. Con su pickup doble tracción atraviesa el mar verde, las extensiones de caña que aún no logra dimensionar y que en el fondo reconoce que no deberían pertenecerle a tan pocos individuos. Es un hombre trabajador y con sentido de justicia; un hombre íntegro en suma. Y esa misma integridad, disfrazada de empatía, propicia que lleve a su hija menor al trabajo, en el principio de la zafra. Su ilusión de padre reside en compartir el espectáculo que lo ha arrobado por más de 10 años. Sus sentidos se colman de éxtasis cuando presencia las llamas esparciéndose por los cañaverales, no devorando un tejido vivo, sino transformándolo en otro tipo de energía, liberándola. Sabe y le pesa que no es una práctica agrícola sostenible. Pasa un momento con su hija dentro del pickup, pensaba explicarle el propósito de prenderle fuego a la plantación, pero ambos quedan anegados por un silencio antiguo, alimentando una fogata interna que restalla en sus pupilas. El timbre del celular fragmenta el suspenso, tiene entonación urgente. El ingeniero contesta, y habla de forma enérgica, se altera y desciende del vehículo, caminando hacia el frente, dirigiéndose hacia un grupo de peones. Pudo haber sido un incidente sin importancia, acaso un mozo deshidratado, una manguera rota. Lo cierto, y esto lo atormentará por siempre, es que dejó a su hija sola dentro del pickup. Cualquier niña de su edad habría sacado el celular para entretenerse, para transportarse a cualquier sitio que no fuera el tedio del campo. No obstante, ella, como su padre, está fascinada por las llamas, por el aroma dulzón de la savia siendo caramelizada. Siente una invitación, un llamado para completar uno de sus muchos destinos. Quita el cerrojo, y desciende dando un salto. No luce sonámbula o hipnotizada, sus pasos son lúcidos. Entra al cañaveral, al calor, acordándose de otras hogueras, de otro tipo de gritos antecediendo al suyo, acaso de jolgorio o imprecación.  

jueves, 1 de octubre de 2015

Modus Operandi

No toleraré que se le pierda fe a la capacidad de épica que posee nuestra especie. Afuera hay individuos jugándose la vida, la condición humana, no por una realidad concreta, sino por una probabilidad. Afuera está Tito sintiendo sobre los riñones el frío metálico de lo que podría ser el cañón de una pistola. Sin voltear, visualiza el rostro esquivo del delincuente, sus cejas depiladas, el exceso de gelatina en el cabello. La voz, en una proximidad que lo perturba, le exige billetera y celular. Las palabras no son transportadas por un hálito rancio como supondría cualquiera; parece que hace 5 minutos se lavó los dientes. Acaso por eso, Tito se sienta en la libertad de aseverar que el ladrón acaba de salir de su casa, que cruzarse con él en la parada solitaria fue una situación no premeditada, ajena a cualquier modus operandi. Está tan acostumbrado al miedo que las circunstancias de hoy no lo sumen en un lapsus de histeria, en una descontextualización que le enturbie la voluntad. Del estupor primero emerge con la mente clara: no entregará su celular. Y no se opone a la desposesión del dispositivo en sí, sino a la pérdida de un número guardado en su lista de contactos. Tito intuye que el asaltante no entenderá este pormenor, que será incapaz de imaginar a su víctima un poco extraviado dentro de un bar, aferrado a una cerveza para mimetizarse, iniciando una conversación con una desconocida a partir de un comentario interior e irónico accidentalmente dicho en voz alta, hablando de sí mismos como si fueran seres excepcionales, ella marchándose y él pidiéndole el número a la carrera, casi desconociendo su propio arrojo, ella perpleja, ante un desenlace que no previó, dentro del cual no tuvo oportunidad de asumir una postura definida, dictándole el número para no ofender los ojos suplicantes de Tito. Aún no ha llamado, ni siquiera ha enviado un mensaje. No sabe si le dio un número correcto, o si ella tendrá la disposición o el valor de contestarle. Todo es una incógnita, pero sus camanances al sonreír, las pecas apenas visibles en la penumbra del bar, lo anegan de un convencimiento incontrovertible, de una capacidad ingente para asumir riesgos. La situación es insostenible; el delincuente exige de nuevo, aprieta con más fuerza el artefacto sobre la parte baja de su espalda. Tito actuará en un instante, fiel a sí mismo, a la imagen de una desconocida que pasa como una ráfaga.

martes, 7 de julio de 2015

Zona 20

«Bajo cualquier luz resulta desconsiderado afirmar que la Ciudad de Guatemala se le escapó de las manos al Ingeniero Raúl Aguilar Batres. La vida, o como se le nombre a esa multitud de variables sin ecuación acaeciendo en un espacio-tiempo específico, excedió al planteamiento urbanístico, a la visión que poseyó hasta su muerte de la capital en el futuro. De qué forma la ciencia que ejerció pudo haber previsto el terremoto de 1976, la lógica de las masas humanas ante el desastre: migrando del campo a la ciudad derruida, asentándose en el filo de los despeñaderos, fundando su pobreza en terrenos aún más precarios, la miseria haciéndose vulnerable por todos los flancos. El ordenamiento territorial fue rebasado por la necesidad de hábitat, creciendo la metrópoli de forma vital, errática, como un tumor maligno o un hongo atómico. Pese al esfuerzo municipal, el caos de la explosión demográfica atentó contra la coherencia misma, la continuidad y la numeración de las zonas fue fragmentada, dejando dispersión y baches en los mapas de la capital. De modo cómico o místico la ciudad salta en su nomenclatura de la zona 19 a la zona 21, de la zona 21 a la zona 24. La omisión numérica no implica una ausencia física, ya que no existe un descampado, una región vetada, tierras de nadie. Parece que estos territorios entran en la jurisdicción de otro municipio. Al menos eso dice la versión oficial.»

La anarquía en las vías vehiculares de ‘La Florida’ siempre me recuerda el gesto de mi abuela buscándome de espaldas la mano para cruzar seguro la calle. Es decir, miro su mano aleteando de forma autónoma ante el desconcierto expresado en la cara del niño que fui. Las calles de ‘La Florida’ tan elementales, tan áridas. Dentro de las casas presiento un hacinamiento, una mala distribución de los espacios, como si no hubiese sitio para ningún jardín mínimo. A lo largo de los años me he convencido que es un barrio al cual siempre volveré. Las razones van más allá de que aún tenga familia allí, de que tenga primos y tíos habitando una casa constantemente en remodelación. Acaso mi pretexto sea el encuentro deliberado con retazos de la infancia de mi padre, en esquinas, banquetas, superficies donde intuyo que ocurrieron vivencias constituyentes, que de algún modo sinérgico también me definen. O quizá se deba a que cuando conduzco por sus avenidas de vías confusas, y llego a los confines de la colonia, presiento que algo está a punto de ceder, como un avistamiento o una perspectiva. ‘La Florida’ ocupa la zona 19; desde el punto de vista jurisdiccional es un reducto, una isla, ya que se encuentra sitiada por Mixco, otro municipio. Entonces, cuando estoy a punto de desembocar a la Calzada ‘San Juan’, a la frontera que divide dos municipios, pero que debería marcar el fin de la zona 19 y el comienzo de la 20, sucede una especie de vibración en los vidrios del auto, el motor parece entrar a otra atmósfera (con otro suministro de oxígeno), prevalece una interferencia electrostática en las emisoras radiales. Es como si la realidad no lograra encajar del todo, como si estuviera a punto de abrirse un portal, de recuperarse algo que el sentido común no pudo asir. Y desde hace meses he empezado a creer que basta un viraje fortuito, un bache en la carretera, para hallar el punto de acceso a la zona 20. La otra dimensión, allí donde me encontraré de golpe manejando sobre mi nostalgia: una autopista en Veracruz, el ocaso, la impresión de que un mar cada vez más oscuro de cañaverales está a punto de cerrarse sobre el auto; la carretera nocturna de Xela hacia San Marcos, los vidrios empañándose desde adentro, el trino lúgubre de los tecolotes; el tramo de descenso de El Alto hacia La Paz, una ciudad telúrica abriéndose paso desde el caos; el Caribe mexicano explotando en una carretera hacia Campeche, un puente memorable tendido sobre el mar celeste; la efervescencia del charango en la autopista de Jujuy hacia Villazón, un choque de cactáceas y montañas oxidadas en color; algún trecho vital del Tahuantinsuyo, atravesando un valle que alimentó a un pueblo en la opulencia y la desgracia; la carretera inolvidable de San Marcos a San Rafael donde aprendí a frenar con motor, el cambio brusco de clima, el altiplano separado del trópico por menos de una hora; la autopista desértica y desolada de Catamarca a Córdoba Capital, la aldea humana emergiendo de la nada; la carretera escarpada y sinuosa hacia Chichicastenango, un olor a bosque de pinabete exterminado; los inicios de mundo preservándose del tiempo a los costados de la carretera hacia Antofalla.

La zona 20 no fue omitida por error o por la invasión de otro municipio. La zona 20 es un símbolo, es el territorio de la añoranza del migrante, son los caminos seccionando los paisajes que el viajero abandonó por circunstancias que sobrepasaron a su voluntad.  

lunes, 15 de junio de 2015

Rojo y negro

Nadie, a ciencia cierta, nace siendo hincha de un club. No es una cuestión genética como se jactan los infieles. Las circunstancias, el contexto en sí, van construyendo al fanático. Acaso prevalezca una herencia, la vecindad o la época de un equipo. Puede que a una persona le tome si mucho un minuto contar cómo asumió el color de una camisola. A mí quizá me tome un par de páginas narrar cómo me volví hincha del Club Atlas de Guadalajara.
«El día de su cumpleaños, desde que tengo memoria, mi padre recibe dos llamadas de larga distancia. La primera, por diferencia de horario, es de un amigo suyo que reside ilegalmente en Nueva York. Empiezan festivos, recuerdan bromas y anécdotas de juventud, luego una transición lúgubre, termina mi padre con palabras de consuelo, quizá sin imaginar la desolación, el frío, dentro y fuera del apartamento de su amigo. Cuelga aturdido, aún procesando la desgracia de alguien que en su momento fue cercano a él. Días y penas se interponen de forma escandalosa. Acaso ceda a la autocompasión, y se declare incapaz de soportar el sufrimiento que padece su amigo. Admira su coraje a la distancia; el gesto, en términos prácticos, es inservible. Se sacude la tristeza, porque hoy sopla otra vela, hoy tiene motivos quizá no para ser feliz, pero sí para sentirse en paz, acompañado. Vuelve a sonar el teléfono, y antes de levantar el auricular intuye la borrachera espectacular que tiene su interlocutor al otro lado de la frontera. Su hermano lo saluda, entre balbuceos lo felicita por su cumpleaños. Mi padre aprecia el detalle; no tiene la sinceridad para recriminarle que nunca llame para otra ocasión, en sobriedad. Desconoce si es alcohólico, quiere pensar que sólo toma porque lo extraña, porque en él encuentra un territorio, una vitalidad, que dejó mucho tiempo atrás. Percibe en él un malogrado acento mexicano; quizá sea la borrachera o porque cuando llama a Guatemala recupera parcialmente vocabulario y una forma de decir las cosas. Mi padre manda saludos, cuelga e interioriza a su pesar el sonido de llamada interrumpida.
Así se acumulan los años para mi padre, así moviliza sus afectos dentro de la vida. Es hermético, casi no habla directamente de sí mismo, al menos no de su pasado. Sin embargo, a manera de desahogo, cuenta pormenores, ofrece retazos de personas y eventos que lo marcaron. De mi tío por muchos años sólo supe su nombre; mi papá decía ‘Osmar’ casi dejándolo caer, como si no pudiera evitar tenerlo presente. Cuando mi hermano y yo tuvimos edad suficiente para jugar en la liga amateur del campo de Montserrat, sentí que me aproximaba vertiginosamente a un tío que ni siquiera conocía en fotografías. Estoy seguro que mi padre se veía en mi hermano, no sólo porque ambos fueran zurdos, sino por el estilo de juego, la forma agresiva de atacar, el disparo potente y bien orientado a la portería. Mi caso era distinto, yo no había heredado la fuerza, ni la velocidad. Conociendo mis limitaciones, me dediqué a trabajar mi técnica, la postura con la que defendía la posesión. Procuré en la medida de mi capacidad convertirme en el jugador que sabe qué hacer con el balón. En un principio mi padre temía que me lastimaran, acudía con genuina preocupación a los partidos, luego conforme me afiancé en el campo, él observaba con curiosidad mis movimientos, a la expectativa de cada pelota que tocara. No sé si fue la forma en que usaba las medias, algún regate aprendido en la calle o mi lógica de juego, lo cierto es que mi padre se maravilló por la genética del fútbol, hallando en mí rasgos del talento que tuvo Osmar. Acaso fuera un reproche el decirme que sólo me faltaba la intuición de lanzar caños a los rivales para ser idéntico a él. Ahora creo que fue un elogio.
Osmar, a pesar de la conexión que mi padre sugería conmigo, continuaba siendo un completo extraño. Sólo estaba enterado de nuestro grado de parentesco y su residencia en México. Cedí a la curiosidad, no por un deseo malsano de acumular información, sino como una medida de vincularme a mi familia, incluso con aquellos que quizá ni estén enterados de mi existencia. Uno siente remotas físicamente a las personas, mas no en la sangre. Para conocer quién era mi tío, tuve que entender una época, la vocación de viajeros que tienen todos los migrantes guatemaltecos. Lo que nunca me dirá mi padre es si hubo un motivo puntual para que Osmar abandonara el país en busca del sueño americano; y si éste está involucrado en el distanciamiento afectivo que presiento entre ellos. A través de preguntas dosificadas (por meses) mientras mi papá miraba la televisión, me enteré que Osmar nunca llegó a Estados Unidos, nunca se vio forzado a sobrevivir el desierto, el cruce de un río que lo bautizaría no con un nombre, sino con una condición de indeseado. Llegó al estado de Jalisco sin imaginar que terminaría viviendo ahí. Una reivindicación de un sueño que no pudo cumplir en Guatemala se interpuso casi a mitad de su itinerario. Tampoco sabré las circunstancias que le otorgaron esa oportunidad de convertirse en futbolista profesional. Visto con perspectiva parece descabellada la escena de un migrante sometiéndose a las pruebas de reclutamiento de un club. Sin embargo, estos disparates, estas excepciones en el orden del infortunio, erigen la esperanza no como un monumento, sino como moneda de uso común. Imagino a Osmar con zapatos prestados el día de la prueba, matando un balón de pecho con toda la determinación que tiene alguien que ha dejado todo atrás, asombrando a los directivos quienes no esperaban mucho de ese jugador maltrecho. El Club Atlas de Guadalajara vio en él un descubridor de espacios, un marcador de pautas, un jugador que sabría vestir siempre la camisola porque en cada minuto sobre el césped intuía que había sido salvado de una ciudad helada, de empleos inclementes a la intemperie. Pero la desgracia siempre termina encontrando a sus hijos, y le llevó a Osmar una lesión de ligamentos cruzados durante un entrenamiento. Ésta fue tan grave que casi pierde la movilidad de la rodilla. Comprometida la articulación tuvo que abdicar a su talento, a su vocación de futbolista. Sin nada que ofrecer habrá temido que la institución se desentendiera de él, emprendiendo un penoso regreso a Guatemala, arrastrando una pierna, vencido por la vida. No obstante, el club lo absorbió, dentro del aparato administrativo o en las divisiones inferiores como entrenador. En dos ocasiones el Atlas creyó en él, en ambas le dieron un sentido de pertenencia, una dignidad a través del deporte. Se asentó en Zapopán, formó una familia, poco a poco se fue haciendo a las maneras tapatías. Adquirió la nacionalidad mexicana, la identidad. El fútbol le otorgó otro hogar distinto a la cancha.

Hace pocos días acepté la solicitud de amistad de mi padre en Facebook. Me pareció extraño, incluso temí por mi privacidad, pero él sólo quería incluirme en su lista de amigos, ser parte de mi vida virtual. Ayer, mientras revisaba mi muro, me topé con una fotografía en la que lo habían etiquetado. Era el típico retrato que les toman a los equipos de fútbol antes de un partido. En él aparece joven, con el pelo largo, llevaba puesto el uniforme de la selección de su barrio. Me detuve un momento revisando los nombres; encontré a varios personajes de sus anécdotas, e inesperadamente también figuraba Osmar con sus dos apellidos. Desconocía que tuviera perfil. Cuando ingresé a él, me topé con un hombre de mediana edad, usando las gafas que corrigen la miopía familiar, cargando a una niña pequeña sobre su regazo. Sus rasgos y semblante apacible me recordaron vagamente a mi abuelo. Y como gesto inequívoco viste la camisola del Atlas. Sin lugar a dudas, sus motivos van más allá del agradecimiento o la deuda que pueda sentir hacia la institución. Es una exhibición de su fe, como una cruz o una estrella. Dentro del escudo ha de intuir un redentor, lo que habría sido de él en Guatemala o Estados Unidos, su versión más atroz. Rojo y negro, una pasión. Rojo y negro, sus colores; no hay necesidad de explicar por qué son también los míos.»

viernes, 5 de junio de 2015

Milagro Urbano

El taxista ha tenido poco trabajo hoy. Su jornada empieza de madrugada. A esa hora recoge a los primeros pasajeros, sonámbulos prácticamente. Por mucho frío que haya, baja la ventana para no dormirse manejando. Sintoniza una emisora evangélica. Nota que a varios clientes les molesta las prédicas, pero él se siente pleno escuchando ‘la palabra’. Entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde el trabajo es una nulidad. Pero hoy tiene una corazonada, se convence que por fe habrá un pasajero aguardando desesperado por él al otro extremo de su jurisdicción autorizada. Antes de lanzarse a lo que podría ser un gasto innecesario de combustible, invoca (grita) uno de los nombres prohibidos de su dios. Maneja despacio, antecedido por un auto rojo. De la ventana trasera, ve asomarse una niña. Impreca la irresponsabilidad de los padres; si el auto frenase de forma brusca, ella se iría peligrosamente de espaldas. El vehículo no frena, pero el taxista continúa indignado, expectante a la desgracia. Aunque no lo reconozca, le daría gusto que sucediera el percance y decir para sus adentros: ‘se los advertí señores’. Acaso sea un pecado de pensamiento u omisión, pero él no se percata de ello. Lo que sí vislumbra es el saludo gracioso que lanza la niña. No es para él; sus ojos, sonrisa y ángulo de la mano, no lo apuntan. La escasa velocidad le permite voltear a ver al depositario del saludo. Es un vagabundo sorprendido, asoleándose sobre la banqueta, padeciendo una resaca de años. Éste no sabe cómo reaccionar, no contesta, quizá no sepa nada de cortesía, tal vez no se recuerda a sí mismo saludando. La niña reconoció la humanidad del mendigo. Ojalá el taxista intuya que su dios lo puso ante una enseñanza, ante un milagro urbano. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Sincretismo

Colocando el balón sobre el círculo de cal, siente cómo todo el ruido de los graderíos se precipita sobre él. Sus oídos distinguen una masa acústica sin coherencia; en ella adivina rechiflas, insultos, oraciones, la estridencia espectacular de los fanáticos enardecidos. En sus pies está el gol del campeonato, el final eufórico de un partido llevado al límite de la condición física. Imagina a su madre viéndolo a través de la televisión, a sus amigos de infancia posponiendo sus redes de pescar para aplaudirle sus piques sobre las bandas del Mateo Flores. Acaso todo Livingstone se encuentre paralizado; los turistas puede que no se sientan bienvenidos. El arquero del equipo rival se aproxima al balón, masculla algo ininteligible. En cámara lenta ve cómo se escupe el guante y restriega la saliva sobre el esférico. El árbitro amonesta al guardameta, pero el daño ya está hecho. Las fosas nasales se le obstruyen de terror y asco; lo que todos tomaron como el más vulgar de los malos presagios, para él fue una invocación, un eco oscuro dentro de su subconsciente. Súbitamente le pesa la sangre, la persecución y destierro de sus ancestros, el África indómita disminuyéndose en el horizonte. Las piernas se le engarrotan, sabe que no es el cansancio. Cuando suena el silbato, se percibe aterido, maniatado por la superstición. Sin explicárselo a sí mismo, intuye al dios de los esclavistas coexistiendo con las deidades yorubas, el sincretismo religioso rebelándose, implacable, susurrándole en el oído. La historia de su pueblo lo encuentra, para su desgracia, justamente en la final de la liga profesional de fútbol guatemalteco. Levanta la vista, alza el rostro desfigurado por el pánico. El arco le parece diminuto, el portero inmenso.