jueves, 1 de octubre de 2015

Modus Operandi

No toleraré que se le pierda fe a la capacidad de épica que posee nuestra especie. Afuera hay individuos jugándose la vida, la condición humana, no por una realidad concreta, sino por una probabilidad. Afuera está Tito sintiendo sobre los riñones el frío metálico de lo que podría ser el cañón de una pistola. Sin voltear, visualiza el rostro esquivo del delincuente, sus cejas depiladas, el exceso de gelatina en el cabello. La voz, en una proximidad que lo perturba, le exige billetera y celular. Las palabras no son transportadas por un hálito rancio como supondría cualquiera; parece que hace 5 minutos se lavó los dientes. Acaso por eso, Tito se sienta en la libertad de aseverar que el ladrón acaba de salir de su casa, que cruzarse con él en la parada solitaria fue una situación no premeditada, ajena a cualquier modus operandi. Está tan acostumbrado al miedo que las circunstancias de hoy no lo sumen en un lapsus de histeria, en una descontextualización que le enturbie la voluntad. Del estupor primero emerge con la mente clara: no entregará su celular. Y no se opone a la desposesión del dispositivo en sí, sino a la pérdida de un número guardado en su lista de contactos. Tito intuye que el asaltante no entenderá este pormenor, que será incapaz de imaginar a su víctima un poco extraviado dentro de un bar, aferrado a una cerveza para mimetizarse, iniciando una conversación con una desconocida a partir de un comentario interior e irónico accidentalmente dicho en voz alta, hablando de sí mismos como si fueran seres excepcionales, ella marchándose y él pidiéndole el número a la carrera, casi desconociendo su propio arrojo, ella perpleja, ante un desenlace que no previó, dentro del cual no tuvo oportunidad de asumir una postura definida, dictándole el número para no ofender los ojos suplicantes de Tito. Aún no ha llamado, ni siquiera ha enviado un mensaje. No sabe si le dio un número correcto, o si ella tendrá la disposición o el valor de contestarle. Todo es una incógnita, pero sus camanances al sonreír, las pecas apenas visibles en la penumbra del bar, lo anegan de un convencimiento incontrovertible, de una capacidad ingente para asumir riesgos. La situación es insostenible; el delincuente exige de nuevo, aprieta con más fuerza el artefacto sobre la parte baja de su espalda. Tito actuará en un instante, fiel a sí mismo, a la imagen de una desconocida que pasa como una ráfaga.

martes, 7 de julio de 2015

Zona 20

«Bajo cualquier luz resulta desconsiderado afirmar que la Ciudad de Guatemala se le escapó de las manos al Ingeniero Raúl Aguilar Batres. La vida, o como se le nombre a esa multitud de variables sin ecuación acaeciendo en un espacio-tiempo específico, excedió al planteamiento urbanístico, a la visión que poseyó hasta su muerte de la capital en el futuro. De qué forma la ciencia que ejerció pudo haber previsto el terremoto de 1976, la lógica de las masas humanas ante el desastre: migrando del campo a la ciudad derruida, asentándose en el filo de los despeñaderos, fundando su pobreza en terrenos aún más precarios, la miseria haciéndose vulnerable por todos los flancos. El ordenamiento territorial fue rebasado por la necesidad de hábitat, creciendo la metrópoli de forma vital, errática, como un tumor maligno o un hongo atómico. Pese al esfuerzo municipal, el caos de la explosión demográfica atentó contra la coherencia misma, la continuidad y la numeración de las zonas fue fragmentada, dejando dispersión y baches en los mapas de la capital. De modo cómico o místico la ciudad salta en su nomenclatura de la zona 19 a la zona 21, de la zona 21 a la zona 24. La omisión numérica no implica una ausencia física, ya que no existe un descampado, una región vetada, tierras de nadie. Parece que estos territorios entran en la jurisdicción de otro municipio. Al menos eso dice la versión oficial.»

La anarquía en las vías vehiculares de ‘La Florida’ siempre me recuerda el gesto de mi abuela buscándome de espaldas la mano para cruzar seguro la calle. Es decir, miro su mano aleteando de forma autónoma ante el desconcierto expresado en la cara del niño que fui. Las calles de ‘La Florida’ tan elementales, tan áridas. Dentro de las casas presiento un hacinamiento, una mala distribución de los espacios, como si no hubiese sitio para ningún jardín mínimo. A lo largo de los años me he convencido que es un barrio al cual siempre volveré. Las razones van más allá de que aún tenga familia allí, de que tenga primos y tíos habitando una casa constantemente en remodelación. Acaso mi pretexto sea el encuentro deliberado con retazos de la infancia de mi padre, en esquinas, banquetas, superficies donde intuyo que ocurrieron vivencias constituyentes, que de algún modo sinérgico también me definen. O quizá se deba a que cuando conduzco por sus avenidas de vías confusas, y llego a los confines de la colonia, presiento que algo está a punto de ceder, como un avistamiento o una perspectiva. ‘La Florida’ ocupa la zona 19; desde el punto de vista jurisdiccional es un reducto, una isla, ya que se encuentra sitiada por Mixco, otro municipio. Entonces, cuando estoy a punto de desembocar a la Calzada ‘San Juan’, a la frontera que divide dos municipios, pero que debería marcar el fin de la zona 19 y el comienzo de la 20, sucede una especie de vibración en los vidrios del auto, el motor parece entrar a otra atmósfera (con otro suministro de oxígeno), prevalece una interferencia electrostática en las emisoras radiales. Es como si la realidad no lograra encajar del todo, como si estuviera a punto de abrirse un portal, de recuperarse algo que el sentido común no pudo asir. Y desde hace meses he empezado a creer que basta un viraje fortuito, un bache en la carretera, para hallar el punto de acceso a la zona 20. La otra dimensión, allí donde me encontraré de golpe manejando sobre mi nostalgia: una autopista en Veracruz, el ocaso, la impresión de que un mar cada vez más oscuro de cañaverales está a punto de cerrarse sobre el auto; la carretera nocturna de Xela hacia San Marcos, los vidrios empañándose desde adentro, el trino lúgubre de los tecolotes; el tramo de descenso de El Alto hacia La Paz, una ciudad telúrica abriéndose paso desde el caos; el Caribe mexicano explotando en una carretera hacia Campeche, un puente memorable tendido sobre el mar celeste; la efervescencia del charango en la autopista de Jujuy hacia Villazón, un choque de cactáceas y montañas oxidadas en color; algún trecho vital del Tahuantinsuyo, atravesando un valle que alimentó a un pueblo en la opulencia y la desgracia; la carretera inolvidable de San Marcos a San Rafael donde aprendí a frenar con motor, el cambio brusco de clima, el altiplano separado del trópico por menos de una hora; la autopista desértica y desolada de Catamarca a Córdoba Capital, la aldea humana emergiendo de la nada; la carretera escarpada y sinuosa hacia Chichicastenango, un olor a bosque de pinabete exterminado; los inicios de mundo preservándose del tiempo a los costados de la carretera hacia Antofalla.

La zona 20 no fue omitida por error o por la invasión de otro municipio. La zona 20 es un símbolo, es el territorio de la añoranza del migrante, son los caminos seccionando los paisajes que el viajero abandonó por circunstancias que sobrepasaron a su voluntad.  

lunes, 15 de junio de 2015

Rojo y negro

Nadie, a ciencia cierta, nace siendo hincha de un club. No es una cuestión genética como se jactan los infieles. Las circunstancias, el contexto en sí, van construyendo al fanático. Acaso prevalezca una herencia, la vecindad o la época de un equipo. Puede que a una persona le tome si mucho un minuto contar cómo asumió el color de una camisola. A mí quizá me tome un par de páginas narrar cómo me volví hincha del Club Atlas de Guadalajara.
«El día de su cumpleaños, desde que tengo memoria, mi padre recibe dos llamadas de larga distancia. La primera, por diferencia de horario, es de un amigo suyo que reside ilegalmente en Nueva York. Empiezan festivos, recuerdan bromas y anécdotas de juventud, luego una transición lúgubre, termina mi padre con palabras de consuelo, quizá sin imaginar la desolación, el frío, dentro y fuera del apartamento de su amigo. Cuelga aturdido, aún procesando la desgracia de alguien que en su momento fue cercano a él. Días y penas se interponen de forma escandalosa. Acaso ceda a la autocompasión, y se declare incapaz de soportar el sufrimiento que padece su amigo. Admira su coraje a la distancia; el gesto, en términos prácticos, es inservible. Se sacude la tristeza, porque hoy sopla otra vela, hoy tiene motivos quizá no para ser feliz, pero sí para sentirse en paz, acompañado. Vuelve a sonar el teléfono, y antes de levantar el auricular intuye la borrachera espectacular que tiene su interlocutor al otro lado de la frontera. Su hermano lo saluda, entre balbuceos lo felicita por su cumpleaños. Mi padre aprecia el detalle; no tiene la sinceridad para recriminarle que nunca llame para otra ocasión, en sobriedad. Desconoce si es alcohólico, quiere pensar que sólo toma porque lo extraña, porque en él encuentra un territorio, una vitalidad, que dejó mucho tiempo atrás. Percibe en él un malogrado acento mexicano; quizá sea la borrachera o porque cuando llama a Guatemala recupera parcialmente vocabulario y una forma de decir las cosas. Mi padre manda saludos, cuelga e interioriza a su pesar el sonido de llamada interrumpida.
Así se acumulan los años para mi padre, así moviliza sus afectos dentro de la vida. Es hermético, casi no habla directamente de sí mismo, al menos no de su pasado. Sin embargo, a manera de desahogo, cuenta pormenores, ofrece retazos de personas y eventos que lo marcaron. De mi tío por muchos años sólo supe su nombre; mi papá decía ‘Osmar’ casi dejándolo caer, como si no pudiera evitar tenerlo presente. Cuando mi hermano y yo tuvimos edad suficiente para jugar en la liga amateur del campo de Montserrat, sentí que me aproximaba vertiginosamente a un tío que ni siquiera conocía en fotografías. Estoy seguro que mi padre se veía en mi hermano, no sólo porque ambos fueran zurdos, sino por el estilo de juego, la forma agresiva de atacar, el disparo potente y bien orientado a la portería. Mi caso era distinto, yo no había heredado la fuerza, ni la velocidad. Conociendo mis limitaciones, me dediqué a trabajar mi técnica, la postura con la que defendía la posesión. Procuré en la medida de mi capacidad convertirme en el jugador que sabe qué hacer con el balón. En un principio mi padre temía que me lastimaran, acudía con genuina preocupación a los partidos, luego conforme me afiancé en el campo, él observaba con curiosidad mis movimientos, a la expectativa de cada pelota que tocara. No sé si fue la forma en que usaba las medias, algún regate aprendido en la calle o mi lógica de juego, lo cierto es que mi padre se maravilló por la genética del fútbol, hallando en mí rasgos del talento que tuvo Osmar. Acaso fuera un reproche el decirme que sólo me faltaba la intuición de lanzar caños a los rivales para ser idéntico a él. Ahora creo que fue un elogio.
Osmar, a pesar de la conexión que mi padre sugería conmigo, continuaba siendo un completo extraño. Sólo estaba enterado de nuestro grado de parentesco y su residencia en México. Cedí a la curiosidad, no por un deseo malsano de acumular información, sino como una medida de vincularme a mi familia, incluso con aquellos que quizá ni estén enterados de mi existencia. Uno siente remotas físicamente a las personas, mas no en la sangre. Para conocer quién era mi tío, tuve que entender una época, la vocación de viajeros que tienen todos los migrantes guatemaltecos. Lo que nunca me dirá mi padre es si hubo un motivo puntual para que Osmar abandonara el país en busca del sueño americano; y si éste está involucrado en el distanciamiento afectivo que presiento entre ellos. A través de preguntas dosificadas (por meses) mientras mi papá miraba la televisión, me enteré que Osmar nunca llegó a Estados Unidos, nunca se vio forzado a sobrevivir el desierto, el cruce de un río que lo bautizaría no con un nombre, sino con una condición de indeseado. Llegó al estado de Jalisco sin imaginar que terminaría viviendo ahí. Una reivindicación de un sueño que no pudo cumplir en Guatemala se interpuso casi a mitad de su itinerario. Tampoco sabré las circunstancias que le otorgaron esa oportunidad de convertirse en futbolista profesional. Visto con perspectiva parece descabellada la escena de un migrante sometiéndose a las pruebas de reclutamiento de un club. Sin embargo, estos disparates, estas excepciones en el orden del infortunio, erigen la esperanza no como un monumento, sino como moneda de uso común. Imagino a Osmar con zapatos prestados el día de la prueba, matando un balón de pecho con toda la determinación que tiene alguien que ha dejado todo atrás, asombrando a los directivos quienes no esperaban mucho de ese jugador maltrecho. El Club Atlas de Guadalajara vio en él un descubridor de espacios, un marcador de pautas, un jugador que sabría vestir siempre la camisola porque en cada minuto sobre el césped intuía que había sido salvado de una ciudad helada, de empleos inclementes a la intemperie. Pero la desgracia siempre termina encontrando a sus hijos, y le llevó a Osmar una lesión de ligamentos cruzados durante un entrenamiento. Ésta fue tan grave que casi pierde la movilidad de la rodilla. Comprometida la articulación tuvo que abdicar a su talento, a su vocación de futbolista. Sin nada que ofrecer habrá temido que la institución se desentendiera de él, emprendiendo un penoso regreso a Guatemala, arrastrando una pierna, vencido por la vida. No obstante, el club lo absorbió, dentro del aparato administrativo o en las divisiones inferiores como entrenador. En dos ocasiones el Atlas creyó en él, en ambas le dieron un sentido de pertenencia, una dignidad a través del deporte. Se asentó en Zapopán, formó una familia, poco a poco se fue haciendo a las maneras tapatías. Adquirió la nacionalidad mexicana, la identidad. El fútbol le otorgó otro hogar distinto a la cancha.

Hace pocos días acepté la solicitud de amistad de mi padre en Facebook. Me pareció extraño, incluso temí por mi privacidad, pero él sólo quería incluirme en su lista de amigos, ser parte de mi vida virtual. Ayer, mientras revisaba mi muro, me topé con una fotografía en la que lo habían etiquetado. Era el típico retrato que les toman a los equipos de fútbol antes de un partido. En él aparece joven, con el pelo largo, llevaba puesto el uniforme de la selección de su barrio. Me detuve un momento revisando los nombres; encontré a varios personajes de sus anécdotas, e inesperadamente también figuraba Osmar con sus dos apellidos. Desconocía que tuviera perfil. Cuando ingresé a él, me topé con un hombre de mediana edad, usando las gafas que corrigen la miopía familiar, cargando a una niña pequeña sobre su regazo. Sus rasgos y semblante apacible me recordaron vagamente a mi abuelo. Y como gesto inequívoco viste la camisola del Atlas. Sin lugar a dudas, sus motivos van más allá del agradecimiento o la deuda que pueda sentir hacia la institución. Es una exhibición de su fe, como una cruz o una estrella. Dentro del escudo ha de intuir un redentor, lo que habría sido de él en Guatemala o Estados Unidos, su versión más atroz. Rojo y negro, una pasión. Rojo y negro, sus colores; no hay necesidad de explicar por qué son también los míos.»

viernes, 5 de junio de 2015

Milagro Urbano

El taxista ha tenido poco trabajo hoy. Su jornada empieza de madrugada. A esa hora recoge a los primeros pasajeros, sonámbulos prácticamente. Por mucho frío que haya, baja la ventana para no dormirse manejando. Sintoniza una emisora evangélica. Nota que a varios clientes les molesta las prédicas, pero él se siente pleno escuchando ‘la palabra’. Entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde el trabajo es una nulidad. Pero hoy tiene una corazonada, se convence que por fe habrá un pasajero aguardando desesperado por él al otro extremo de su jurisdicción autorizada. Antes de lanzarse a lo que podría ser un gasto innecesario de combustible, invoca (grita) uno de los nombres prohibidos de su dios. Maneja despacio, antecedido por un auto rojo. De la ventana trasera, ve asomarse una niña. Impreca la irresponsabilidad de los padres; si el auto frenase de forma brusca, ella se iría peligrosamente de espaldas. El vehículo no frena, pero el taxista continúa indignado, expectante a la desgracia. Aunque no lo reconozca, le daría gusto que sucediera el percance y decir para sus adentros: ‘se los advertí señores’. Acaso sea un pecado de pensamiento u omisión, pero él no se percata de ello. Lo que sí vislumbra es el saludo gracioso que lanza la niña. No es para él; sus ojos, sonrisa y ángulo de la mano, no lo apuntan. La escasa velocidad le permite voltear a ver al depositario del saludo. Es un vagabundo sorprendido, asoleándose sobre la banqueta, padeciendo una resaca de años. Éste no sabe cómo reaccionar, no contesta, quizá no sepa nada de cortesía, tal vez no se recuerda a sí mismo saludando. La niña reconoció la humanidad del mendigo. Ojalá el taxista intuya que su dios lo puso ante una enseñanza, ante un milagro urbano. 

lunes, 25 de mayo de 2015

Sincretismo

Colocando el balón sobre el círculo de cal, siente cómo todo el ruido de los graderíos se precipita sobre él. Sus oídos distinguen una masa acústica sin coherencia; en ella adivina rechiflas, insultos, oraciones, la estridencia espectacular de los fanáticos enardecidos. En sus pies está el gol del campeonato, el final eufórico de un partido llevado al límite de la condición física. Imagina a su madre viéndolo a través de la televisión, a sus amigos de infancia posponiendo sus redes de pescar para aplaudirle sus piques sobre las bandas del Mateo Flores. Acaso todo Livingstone se encuentre paralizado; los turistas puede que no se sientan bienvenidos. El arquero del equipo rival se aproxima al balón, masculla algo ininteligible. En cámara lenta ve cómo se escupe el guante y restriega la saliva sobre el esférico. El árbitro amonesta al guardameta, pero el daño ya está hecho. Las fosas nasales se le obstruyen de terror y asco; lo que todos tomaron como el más vulgar de los malos presagios, para él fue una invocación, un eco oscuro dentro de su subconsciente. Súbitamente le pesa la sangre, la persecución y destierro de sus ancestros, el África indómita disminuyéndose en el horizonte. Las piernas se le engarrotan, sabe que no es el cansancio. Cuando suena el silbato, se percibe aterido, maniatado por la superstición. Sin explicárselo a sí mismo, intuye al dios de los esclavistas coexistiendo con las deidades yorubas, el sincretismo religioso rebelándose, implacable, susurrándole en el oído. La historia de su pueblo lo encuentra, para su desgracia, justamente en la final de la liga profesional de fútbol guatemalteco. Levanta la vista, alza el rostro desfigurado por el pánico. El arco le parece diminuto, el portero inmenso. 

viernes, 15 de mayo de 2015

Resbaladero gigante

Al otro lado de la calle se encuentra tu infancia. Acaso no completa, pero sí un episodio definitorio. ¿Cuántos años habrán pasado desde ese día venturoso? ¿Cuánta amargura habrás acumulado? La cajetilla de cigarros que llevás en tu bolsillo parece un indicio; no sabrías precisar de qué. Los años te han pasado por encima, casi arrollándote. ¿Cuánta será la diferencia entre la sonrisa de aquella niña despreocupada y la de la mujer que sos ahora? Recordás con ternura los brazos de tu padre esperándote al final del resbaladero gigante. Con precisión recuperás la textura del costal entre tus dedos, la forma valiente en que lo pusiste entre tu pantalón estampado con caricaturas y la estructura de aluminio embadurnada en grasa. Recreás la fuga mantecosa, el deslizamiento de vértigo, la sensación de salir despedida justo cuando tu padre te captura riendo. A esa misma velocidad creciste, perdiste tu ingenuidad.  Has hecho elecciones y adquiriste responsabilidades por añadidura; buscaste y encontraste tu propia miseria. Ahora estás ahí pagando el ticket de acceso para el Mapa en Relieve; cumpliendo con una tarea de la Universidad. Segundo año de carrera y todavía no estás convencida de ella, aún no te figurás como ingeniera. Desconfiás del futuro prometedor que todos te presagian. Caminás por una vereda y antes de llegar al mapa, te topás con el busto de Francisco Vela. En tu Facultad también le rinden tributo. Su aspecto de militar de finales del siglo XIX, le confiere una solemnidad que quizá en vida no tuvo. Lo imaginás explicando el uso de la plomada en plena selva petenera, divisando a través de su teodolito la primera escarpada de los Cuchumatanes, poniendo su vida en riesgo al cruzar el río Chixoy, maravillándose ante la visión paradisiaca de los cayos de Bélice. Desde el mirador del mapa, su sacrificio y labor obtienen otra magnitud. Es un personaje digno de una novela épica; lo pensás pero nunca asumirás el reto, ni siquiera esbozarás la primera palabra. Ante una nueva frustración, sacás y encendés un cigarrillo. El tabaco te consuela, te abstrae en bocanadas interminables. La realidad es menos hostil a través del humo; todas las cosas tienen vocación de incendio, de materia consumiéndose. Tendrán que pasar varios años para que sintás las secuelas en tu cuerpo. El viento desprende los residuos del cigarrillo; los arrulla un momento y los deposita suavemente al centro del mapa. La ceniza adquiere escala, se vuelve inmensa en las tres dimensiones.
Por la noche lloverá negro sobre la Ciudad de Guatemala. En el noticiero reportarán: “Erupción del volcán de Pacaya; material piroclástico cayendo sobre gran parte de la ciudad y sitios aledaños”. Tendrás la certeza de que es imposible, pero la versión más abstracta de la culpa no te dejará dormir. En tu insomnio presentirás un artificio, un acceso directo para la magia negra.

sábado, 9 de mayo de 2015

Guerra del Pacífico

Casi se nos muere Jorgito. Al menos esa es nuestra justificación para no extrañarnos de nosotros mismos, de nuestra reacción. Sin embargo, no puedo contener la risa cada vez que recupero la imagen de Jorge despertando esa mañana, descubriéndose totalmente desnudo excepto por los calcetines aún empapados, preguntándose con genuino pavor qué había sido de él durante la borrachera de la noche anterior.
Nunca previmos que sucediera eso; no sabemos hasta qué punto estuvo puesta en riesgo la vida de Jorge. Todo había empezado de la mejor forma, incluso en un estado de tristeza, porque quizá fuera la última vez que tomábamos juntos. Él y Nicho, ambos peruanos, pusieron una botella de pisco cada uno; era un generoso gesto de despedida. Se sintieron sumamente contrariados cuando descubrimos en la etiqueta que era pisco chileno. De cualquier modo, no tardaron en sacarle el diablo a la botella como yo les había enseñado. Brindamos por un futuro reencuentro. El pisco anegaba los resquicios de desamparo que habíamos acumulado en esos meses lejos de casa. Resultaba grato estar ahí, beber ahí. No vimos razón para continuar deprimidos; Toño, colombiano, a través de un vallenato en su celular instaló la parranda dentro de la habitación. Las cosas iban encontrando su sitio, y eso nos llenaba de una exaltación que no habíamos previsto. Pronto empezamos a hablar de mujeres, como casi siempre. Entre la gaveta de Toño asomó una cámara de video; se entregó a documentar nuestra borrachera.
La virginidad era un tema recurrente. Ante la grabación, declaré algo que ellos ya sabían, yo la había perdido tardíamente. Información que de algún modo consolaba a Nicho, ya que él aún no había llegado a la edad en que yo tuve mi primera experiencia sexual.
-       Sinceramente, sigo siendo virgen. Las perras no se han dejado culear por este macho peruano. No quieren hijos guapos.- habló Nicho somatándose el pecho (llevaba puestas sus gafas oscuras).
Estallaban las carcajadas y continuábamos bebiendo. El vallenato se volvía más depresivo mientras más borrachos estuviésemos. Empecé a arrastrar las palabras; sabía que llegaba a un punto sin retorno. Ya íbamos por la mitad de la segunda botella. A medias lenguas hablábamos del sentimiento latinoamericano, del fervor porque se disipasen las fronteras. Estúpidamente, reunimos los pasaportes de todos y les tomábamos fotografías. En esas estábamos cuando Jorge se dirigió dando traspiés al baño. Intuíamos que iba a vomitar; mandamos a Toño, quien había sido su amigo más cercano, a que fuera a cerciorarse que todo estaba bien. Regresó riendo; Jorgito estaba cagando. Seguimos con lo que quedaba de pisco. Pese a que tuviera adormecida la lengua y supiera que al otro día tendría un poco de amnesia, me sentía entero, con gran parte de mi equilibrio. Vanamente quisimos definir nuestros países; Guatemala, Colombia y Perú pintados en un mapa que pegamos en una de las paredes. Cuando secamos la botella, acaso media hora después, nos percatamos que Jorge aún no había salido. Preví que se hubiese quedado dormido sobre el inodoro. Sin embargo, su aspecto al encontrarlo logró que disminuyera un poco el estupor del alcohol, infundiéndonos miedo. Jorge estaba sentado, con los pantalones arremangados y vomitado por todos lados. Su rostro se miraba más allá del sueño, a un paso del coma. No reaccionaba a nuestros llamados. Aún no sé de cuál sitio en mí vino esa decisión rotunda que tomé.
-       ¡Hay que bañarlo! – dije con aplomo, empezando a quitarle la camisa.
Nicho y Toño se contagiaron de mi lógica. Entre los dos le quitaron los zapatos, pantalón y calzoncillo; sin asquearse ante el vómito que inevitablemente tocaban. Abrí la llave de paso del agua fría. Buen caudal. Sin dudarlo me quité la camisa, y metí mis brazos debajo de las axilas de Jorge. Estaba preocupado; no reaccionaba ni siquiera ante el movimiento. En ese instante no logré imaginar las consecuencias de que se hubiese ahogado en su propio vómito; tampoco se nos ocurrió cerciorarnos de que estuviese respirando. Toño apareció con traje de baño y me ayudó a mantenerlo en pie. El primer contacto con el agua lo padecí yo; luego, pude acomodarlo para que lo recibiera en la nuca y la espalda. Sus piernas empezaron a reaccionar porque ya no tenía que hacer tanta fuerza para mantenerlo erguido. Durante ese ímpetu quizá exagerado por salvarle la vida, no nos causó morbo que fuéramos tres en la ducha y que uno de nosotros estuviese dormido. Toño cacheteaba a Jorge, mientras le pedía que reaccionara, que no muriera. Por el rabillo del ojo vi que Nicho nos fotografiaba riendo; lo reprendí diciendo que era su amigo y sobre cualquier cosa su compatriota.
-       ¡Por Perú, carajo! – exclamó Nicho, quitándose la camisa y metiéndose a la ducha. A lo lejos me acordé de la Guerra del Pacífico.
Éramos cuatro tipos en la ducha y no nos marcharíamos hasta ver que Jorgito reaccionara. Giré toda la llave; y todo el caudal posible cayó sobre su cabeza. Con una voz que no era la suya gritó: ‘Está fría, está fría’. Nos sentimos satisfechos, dio señales de vida. De golpe, acaso por el esfuerzo, me dio un mareo que casi me bota. Nicho y Toño, secaron y acostaron a Jorge. Yo me quedé un rato más con el agua fría. Hay un último video donde salgo cayéndome mientras me paso una toalla por la espalda. Luego hago una acrobacia para acostarme en la cama.
 Al despertarme, cuando la realidad poco a poco fue esclareciéndose me topé con la imagen de Jorgito comiendo en la mesa, ya con ropa. Me vio a los ojos, y leí su vergüenza, sus dudas por haber amanecido así. No pude contener la risa; obviamente a él no le causaba gracia. En su cabeza acaso había sucedido lo peor. En la de nosotros él pudo haber muerto.

-       ¿Por qué no sólo me echaron agua en la cabeza? - 

miércoles, 6 de mayo de 2015

Santa Clara

El 6 de mayo de 1732, en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala, el sacerdote Juan Oviedo tuvo una visión atroz mientras levantaba la eucaristía ante los feligreses. No pudo continuar con la ceremonia. Perdió el estado de plenitud que precisaba para tocar al cuerpo de Cristo. Una furia proporcional a la sucesión de sismos que él no viviría y que dejaría a la iglesia de Santa Clara en ruinas, lo hizo aferrarse al altar. Temblaba de indignación, porque durante el golpe de clarividencia le habían sido reveladas escenas de parejas bailando sensualmente sobre el presbiterio; una bocina estremeciendo con ritmos de una época promiscua la superficie erosionada de los retablos; decenas de comensales devorando con gula un banquete sobre la nave central; personas abominables fumando y emborrachándose sobre los vestigios de un jardín que él había cuidado con tanta devoción. Bastó un anticipo del infierno para que el cuerpo del cura cediera a una trombosis fulminante, desmoronándose ante el grito ahogado de más de algún ancestro de la concurrencia que celebraba una boda casi tres siglos después. 

jueves, 23 de abril de 2015

Cambio de turno

Por cierta sonrisa fuera de lugar, intuyó que su compañero le cobraría caro ese turno que le cubrió un domingo por la mañana. Lo más común era que le pidiera devuelta el favor un sábado en la noche o un día festivo que cayera viernes. No obstante, el muy malparido se guardó la ocasión hasta la noche de año viejo. Era el peor día para ir a trabajar. Las fiestas acentuaban aún más el ambiente depresivo dentro y alrededor de los cubículos; todos los operadores pensaban en la familia celebrando en casa pese a su ausencia, en la cena especial que tendrían que recalentar miserablemente en microondas cuando regresaran. Cristina está resignada, necesita el dinero. Llega al turno sin ganas, como casi siempre. No es novedad en ella sentir que malgasta su vitalidad, que ese trabajo es una amnesia del cual apenas podrá salvar un par de memorias. Se postra ante el monitor asignado, instala los audífonos sobre sus orejas y cambia su estatus a ‘online’. Le amarga la posibilidad de que hoy llamen tipos ineptos, personas cuyo inglés resulta indescifrable. Aguarda pero la primera llamada no entra. Es inusual, levanta la vista por encima del cubículo y encuentra a sus compañeros también a la expectativa, intrigados. El coordinador tampoco tiene una explicación. Por la fecha debería ser previsible recibir miles de llamadas, miles de interlocutores solicitando servicio técnico, intentando desesperadamente comunicarse con gente en otros estados, a cientos de kilómetros. De cualquier modo, todos saben que es indistinto que no haya conexión, ellos están contratados por horario. Pide permiso para ir al sanitario. Usará cuatro de los diez minutos que les conceden para esparcimiento o necesidad. Orina, lava sus manos y de paso se echa agua en la cara. Nunca ha incurrido en el dramatismo de preguntarse: ¿será que podré aguantar un día más así? Se ha percatado que es sencillo resistir cuando se tienen responsabilidades, incluso cuando el panorama es desalentador. Regresa a su puesto, e inmediatamente después de declararse ‘online’ entra una llamada. Nota que los demás operadores están ociosos, cree que es una mala jugada del coordinador. Saluda cortésmente en un idioma que no es el suyo, pero que le ha ayudado a sobrevivir. Escucha un acento sureño, una voz elegante y antigua. La anciana no se decanta a describirle su problema telefónico, sino se interesa por el acento de Cristina. Quiere saber de dónde le hablan. Cristina le responde que desde Guatemala; la anciana calla un momento, titubea y pregunta si hay un desierto o una selva alrededor. En su mejor tono a modo, le explica que el país es tropical, pero que ella le habla desde una ciudad, ‘Guatemala city’ hace énfasis. La anciana parece renuente a creerle, e inquiere si hay electricidad y agua, si ve automóviles en la calle o carretas de caballo. ‘Esta vieja pisada ha de pensar que somos cavernícolas’, lo piensa pero no lo dice, acaso sí se atrevería borracha. Se acuerda que monitorean las llamadas, que la pueden reprender si se distrae en una charla casual, si no proporciona el servicio. Le solicita a la señora que describa su problema; si es con el aparato o con el plan contratado. Escucha una murmuración, una reconsideración de las cosas; imagina a la anciana midiendo sus palabras, acomodándose las gafas, tragando saliva. La estática se impone, resbala en el pabellón de sus orejas; el monitor reporta que se ha perdido la comunicación con el cliente. Fue una llamada extraña, que excedía sus obligaciones laborales; porque la anciana había buscado en ella una interacción, un contacto humano, un subterfugio contra la soledad. Cristina ve el reloj de su celular, y calcula que en algún huso horario de Estados Unidos recién se cumplieron las doce de la noche del primero de enero. 

martes, 7 de abril de 2015

Palabras bulléndole en la lengua

Los ojos girando abruptos durante el sueño, despertándome. Mi habitación de siempre a oscuras, las sombras tenaces de las cortinas. Un malestar vago hormigueándome sobre el abdomen. Vanamente hago todo lo posible para volver a dormir. Cierro con fuerza los párpados, me empeño en bostezar, pero nada me devuelve la somnolencia. Quiero descansar, mañana será un día ocupado. Las sábanas y la almohada me incomodan. Cambio de posición, y ahí me convenzo que tendré insomnio, uno sin motivos reales o de los cuales tenga yo consciencia. El malestar empieza a madurar, mi cuerpo lo reconoce y exige ir al baño. Acaso ahí esté el alivio, acaso el intestino no me deje dormir. Cuando abro la puerta, y veo el inodoro, no sé muy bien qué hacer; es un cruce de necesidades. Una vaharada viniendo de cualquier sitio, de la memoria de los camarones que tuve por almuerzo. Apenas me da tiempo de levantar la tapa. Es súbito, el vómito se sucede a sí mismo, cada vez menos espeso. Un momento de tregua, donde me quedo sola con el espasmo horrible, la contracción dolorosa que ya no tiene nada qué expulsar. Ahí me percato que fui estridente, que de madrugada y con la casa silenciosa, a más de alguien debí haber despertado. Otra arcada, y presiento a alguien abriendo la puerta del baño, contemplándome desde el umbral. Es mi madre, pero trae un semblante que no encaja con mi situación. No parece estar a punto de consolarme, de preguntarme si me siento bien, o si prepara un té, una sopa, o cualquiera de sus remedios caseros. Parece no importarle que casi expulso el estómago por la boca, la posibilidad de que esté intoxicada. Trae otra preocupación. Otras palabras bulléndole en la lengua.

-       ¡Ojalá no estés embarazada, Ericka Raquel!

martes, 31 de marzo de 2015

Zócalo de Puebla

Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable

Jorge Luis Borges: Deutsches Requiem


El metro comenzó a vaciarse. Mi paranoia advirtió la probabilidad de un asalto, una emboscada en soledad. Todavía sigo siendo iluso, todavía pienso que en multitud soy intocable. No me dio el coraje para llegar a la estación de Tlatelolco. Una asignatura pendiente en mi visita al DF. Continúo recriminándome mi incapacidad de contextualización, porque no todas las ciudades del mundo son tan peligrosas como la ciudad de Guatemala. Tampoco hay intersticio para justificarme diciendo que con mis muertos y desaparecidos es más que suficiente.
La web es inmensa, inagotable. Un sitio siempre termina llevando a otro, aproximándome casi siempre al epicentro del terror o la autocomplacencia. Lo pongo así: accedo a Twitter, reviso las palabras de quienes sigo, encuentro un tuit sobre la BUAP, entro al enlace movido por una curiosidad afectuosa, éste me lleva a los egresados notables, entre ellos figura Gustavo Díaz Ordaz. Un giro imprevisto, que parece revelar un mundo diminuto, irónico, con insinuaciones macabras. ¿De qué naturaleza habrá sido la casualidad que encaminó nuestras circunstancias para que coincidiéramos espacialmente?  Es decir, misma ciudad, misma casa de estudios, pero distinta época. Él el terrible, el asesino, el maldito; y yo el estudiante, como alguna vez él también lo fue.

Díaz Ordaz caminó por las mismas aceras que yo caminé, sus pasos oscuros antecedieron a los míos. Acaso ahí ya llevaba el embrión de la barbarie, su forma execrable de buscar y hacer historia. El tiempo remodela ininterrumpidamente al Zócalo de Puebla, pero geográficamente sigue siendo el mismo. Es un símbolo; un punto de congregación. Ahí fui pleno, ahí quise y fui querido, y me ha dado por adivinar que él también lo fue, que en su momento llegó a conmoverse ante la visión de una banca, de una calle que lo aproximó a la ternura, al estertor humano que todo monstruo en principio tuvo. ¿Cuál es la verdadera diferencia entre él y yo? Él definió su suerte el 2 de octubre de 1968; yo tengo encaminada la mía, pronto se develará mi verdadero rostro. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Plan B

Le encantaría desalojar ese avispero, callar la voz distorsionada que agobia con su monólogo ininterrumpido. Poco a poco, muta, se perfila hacia esa presencia gris que habita en su cabeza, que no le da un minuto de tregua. Ni siquiera es compañía en esa noche nublada, cuando le toca conducir hasta su casa proveniente de cualquier sitio. La voz sabe cuál, por qué viene de allá, si los encuentros e interacción que ocurrieron en ese sitio valieron la pena; parece que tiene todas las respuestas, excepto los motivos del carro de atrás haciéndole luces. Él siente un escalofrío, una necesidad de acelerar. Pero su auto no es rápido; la emboscada es inminente. Se apean dos hombres armados del auto que recién le atravesaron, obligándolo a detenerse. El simple hecho de que estén sentados dentro de un espacio tan íntimo y cotidiano, ya le resulta un ultraje, una razón para gritar. Le ordenan seguir al otro automóvil. Mientras lo amenazan, buscan cosas de valor en la guantera y sobre los asientos. Sólo hallan libros de termodinámica y decenas de tareas de matemática conteniendo problemas que ellos en su vida habrán de resolver. Su mundo está colmado de esos; la voz lo intuye pero no los justifica. Cuando revisan su billetera, ríen ante la foto de su licencia de conducir. Él siempre se ha avergonzado de ella, son pocas las personas que la han visto, pero ríe porque nunca imaginó encontrarse en una situación semejante. La risa diferenciada instaura un momento de tensión que los devuelve al contexto, a la posición que cada uno ocupa. La voz aprovecha, lo adiestra para que no mire las caras, acaso así tenga una oportunidad de sobrevivir; nunca propone  un plan de escape, una maniobra que neutralice las circunstancias. Se detiene frente a un cajero automático, baja sin apagar el auto, uno de los hombres lo sigue disimulando con la chaqueta la pistola. Éste le pasa la tarjeta de débito; la voz le proporciona el número de pin, le anticipa cuánto de sus ahorros perderá en la transacción. Sin embargo, un sabotaje del sistema económico, una condición imprevista para los delincuentes: el cajero se encuentra fuera de servicio. La voz no sabe si habrá un plan B, le garantiza que tiene un pie sobre el callejón sin salida, le habla de la familia que lo espera, del futuro que probablemente claudicará en 20 minutos. No puede más, se abstrae, se desquicia, una avalancha silenciosa lo revuelca, una plenitud idéntica a la oración. 

viernes, 20 de marzo de 2015

Ladrones de wifi

¿Qué está sucediendo?, nos preguntan cínicamente las redes sociales. Si supieran lo que nos toca vivir para leer esa maldita pregunta, el peregrinaje que hacemos para capturar wifi en nuestros celulares y computadoras. Porque, el internet más que distracción o herramienta de estudio, es nuestro vínculo con el mundo que dejamos en Guatemala. Son las videollamadas, fotografías, mensajes, canciones que evocan el baile o el silbido de alguien en particular, aproximándonos a la familia y amigos. Ahí nos convencemos que la vida allá no se detuvo tras nuestra partida. Lo esperábamos, pero nos impacta lo sumamente prescindibles que somos. Parece que sólo nuestras madres nos extrañan.
Somos tres siluetas vagando por Contaduría a las 22:00, dirigiéndonos a la biblioteca central de la BUAP, 24 horas abierta, salvándonos la vida. Los ventanales inmensos; en la oscuridad de la noche aún se siente la presencia del Popocatépetl, la bruma que lo colma. A esas alturas somos capaces de sobreponernos a la ausencia de internet en nuestro apartamento. Y pese a la adversidad, no les decimos nada a nuestras familias. Se preocuparían por nosotros, por nuestra capacidad de sobrevivencia. No les contamos sobre la lluvia triste que nos embosca cuando regresamos de clases, la refrigeradora compartida siempre conteniendo alimentos pudriéndose, la ocasión en que se nos congelaron los tomates, el olor a marihuana desprendiéndose desde la habitación del fondo, el gato que se caga exactamente ante nuestra puerta, la poza de agua que se hace en el pasillo cada vez que llueve.

Y si el frío y un principio de desolación nos quitan las ganas de ir hasta la biblioteca, al menos, salimos a buscar wifi al pasillo. El celular como farola, recibiendo un poco de señal si levantamos el aparato a la altura de la regadera del baño común. Audaces, nos animamos a subir a la terraza, arriesgándonos a que se nos mojen lo pies o se nos embadurnen en la mierda de un perro que nunca ha ladrado. Robándole wifi a los vecinos, a la ciudad de Puebla, tan nocturna, palpitando a 100 km en un carro sobre la avenida. Algún día se verá nuestra alegría cuando encontremos señal dentro del apartamento, acaso aprovechándonos del recurso de un inquilino ingenuo. También sé que nos llenaremos de injusticia, que lo maldeciremos cuando la laptop ya no pueda reconocer la señal, cuando quedemos a la deriva y todos nos olviden.  

jueves, 12 de marzo de 2015

Desprendimiento uterino

Tengo dos memorias concretas sobre las ratas. Lo recuerdo ahora porque en la tarde creí ver una sombra diminuta escurriéndose hacia la sala. De nuevo la parálisis, el no saber qué hacer con el cuerpo ante el mamífero en fuga. La escena se ha repito demasiadas veces. Ha afectado el hecho de que nunca hemos tenido perro ni gato o, que en su momento, nuestra casa haya estado rodeada de terrenos baldíos. Sin embargo, hay eventos que prevalecen, que dejan marca.
La violencia de un grito llevando mi nombre, irrumpiendo en la noche. De inmediato pensé en delincuencia, en un hombre sombrío intentando abrir la puerta de atrás. Bajé las escaleras corriendo, dispuesto a hacerle frente a cualquier sombra, a la inseguridad del país incidiendo en nosotros. Encontré a mi madre desplomada sobre el suelo de la cocina, ambas manos sobre su entrepierna. Una voz abrupta dentro de mi mente: ‘mierda, se le desprendió el útero’. Con verdadera zozobra pregunté: “mamá, ¿se te desprendió el útero?”. Aún ahora no sé de dónde vino esa impresión, ese diagnóstico médico inmediato. Pero mi madre: “no seas bruto, hay una rata en el gabinete”. A partir de ahí el asco, las ganas de protegerme la entrepierna como en el fútbol, porque sabía que me tocaba desalojarla, acaso asesinarla con un escoba como lo hacía mi papá.

La familia convocada en la sala. Mi hermano descubrió que la rata había hecho nido debajo del sillón más grande. Mi padre elaboró un plan de ataque: asignó puestos estratégicos, repartió armas contundentes. Él mismo movió el sillón donde se hallaba el enemigo. Recuerdo a mi madre colocada bajo el umbral, en posición de ataque. El roedor corrió en dirección a mi papá, lo pateó, un zurdazo brillante como cuando era puntero izquierdo en el campo de Montserrat. El cuerpo describió una parábola, aterrizando en las piernas de mi madre; gritó asqueada, acaso otro desprendimiento uterino. La rata cayó aturdida, chillando. Mi papá lo remató con la escoba. Me impresionó su gesticulación mientras le quitaba la vida. Vi un semblante inmisericorde, un hombre que halló ridículas mis lágrimas, mis sollozos: “es sólo un ser vivo, papá”. Lloré por el ratoncito, pero sobre todo por el rostro transfigurado e inolvidable de mi padre.  

lunes, 9 de marzo de 2015

Mateando con seriedad

Acaso estuviese predispuesto desde la infancia, desde el recuerdo nebuloso de un hombre calvo con gafas cebando en la sala de una casa ajena. Pero era un evento inexplicable, alojado en la memoria de un invento o un sueño. Luego vinieron imágenes queridas, conformadas por insinuaciones de libros y fotografías: Borges mateando con seriedad ante un ventanal; Onetti resignándose a tener el paladar siempre amargo; Cortázar bebiendo en el umbral de una puerta, viendo pasar una bicicleta. Durante el viaje aprendió el ritual: curar el mate, cebar la yerba, prolongar el sabor de la misma. Cuando regresó quiso desentenderse del cuestionamiento de su familia y amigos ante el nuevo hábito, pero la duda permeó en él, empezó a apuntarlo a todas horas. Reconoció que tenían razón; el mate no era culturalmente suyo, eran otras sus latitudes. El desengaño definitivo se dio en la biblioteca central de la universidad, cuando el encargado, viendo de reojo la hierba húmeda, le preguntó si estaba consumiendo drogas. Pretendió contestar con naturalidad, le dijo en un titubeo que era la bebida del Papa. Y en esa respuesta sintió que se desmantelaba algo dentro de sus actos, porque no pudo defenderla para sí mismo, tuvo que aludir a un tercero que efectivamente no tenía nada qué ver con él. Ahí surgieron las verdaderas preguntas; la búsqueda del propósito de cada uno de sus movimientos. ¿Qué pretendía cuando cebaba y bebía mate? ¿Qué quería ostentar ante los demás? ¿A quién quería parecerse? ¿Algún arrebato nostálgico? Empezó a enumerar, a despojarse de cualquier respuesta prefabricada. Así, sin complejos, fácilmente se percató que cebar y beber mate era aproximarse a una época donde fue feliz, y en la cual le hubiese gustado permanecer. Era un símbolo de tantas cosas; era el estado sentimental de eventos y sitios, de pausas que tuvo que dar para que el tiempo no pasara sobre él. Era el pelo ondulado de una mujer en la oscuridad; era su mano diciéndole adiós. 

viernes, 20 de febrero de 2015

Verborrea

Compartieron la penumbra del Salón Barroco de la BUAP. Escucharon cientos de voces hablando simultáneamente; idiomas y acentos construyendo un mapamundi. Sin embargo, algo parecido a un desaliento, un peso en el diafragma, disminuyó las suyas. Quizá hoy lo llamen sentimiento de inferioridad, pero en ese momento se descubrieron sobrepasados por las circunstancias, padeciendo esa sensación de no encajar, de no merecer ocupar ese sitio entre más de doscientos estudiantes de intercambio. Los tres guatemaltecos habrían de identificarse en el desconcierto, viviéndolo cada uno a su manera. Parecía que todos fluían, se relacionaban, hablaban entre sí, retratándose, extendiendo banderas y vestidos, mientras ellos derivaban, buscando una respuesta que no habría de llegar. No comprendían por qué se sentían empequeñecidos a la par de los demás, por qué intimidados ante los colombianos que eran una multitud bailando, ante los argentinos dueños de su espacio, ante los europeos con ese extraño aire de asombro y seguridad que debieron haber traído los conquistadores. La claridad se hallaba tan accesible; bastaba abrir el folleto que el instituto de turismo les había dado para la ocasión, leer en negrilla: Guatemala, país plurilingüe y pluricultural. Se convencieron que es un hecho, mas no se reconocieron en él. Porque algo podrido latía en el papel, un rumor de sirena persiguiéndolos. Y quizá ahí en ese vértice los tres guatemaltecos habrán sentido la verborrea, la náusea de miles de imágenes heredadas y asumidas a lo largo de 21 años de vida: una mujer tiñéndole el pelo de rubio a su hija; la burla escolar por haber ganado el papel de Tecún Umán; la sirvienta de Uspantan; “este país progresa sólo si desaparecen los indios”; la mujer indígena pidiendo dinero en los semáforos, la contemplación impune debajo de la falda de la criada; el orgullo por los apellidos españoles; el insulto ‘indio’ para todo aquel necio e imprudente; la búsqueda por el ancestro italiano o alemán; el indígena marginado, analfabeto y hambriento; “es un indio blanco”; el indígena siendo subastado en la publicidad de turismo; “los indios no deberían tener derecho a entrar al centro comercial”. Luego tal vez habrán corrido para verse ante un espejo; reconociéndose por fin en sus facciones mestizas, aceptando la vitalidad de cada uno de sus ancestros. Sólo ellos sabrán si cesaron de cometer el acto absurdo de discriminarse a sí mismos, contradiciéndose, anulándose; devorándose a sí mismos como las arañas del desierto. 

lunes, 16 de febrero de 2015

Tendedero

El sol de las tres de la tarde pega de lleno en la facha de las casas del boulevard. La luz se apropia minuciosamente de casi todos los espacios. Un anticipo del desierto. Apenas la sombra delgada de un poste del alumbrado municipal. Guarecida en ella un anciano sentado sobre un banco de plástico. Sobrevuelan su cabeza la ropa que su hija habrá colgado. El tendedero en plena vía pública: los uniformes de los niños, las camisas del esposo, los pantalones del padre. Asiste a cómo los transeúntes levantan la vista maravillados ante los pájaros de tela, ante el calzón de la señora que aprendió en la pobreza a no tener vergüenza. Los calcetines inmaculados de seguro se están ahumando con el paso vehicular. El hombre siembra intriga con su mirada cansada, porque no entiendo sus motivos. Qué hace ahí sentado, qué suceso aguarda ante su expectativa, a quién espera reconocer a lo lejos, dibujándose paso a paso. Acaso alguien que prometió volver: un hijo migrante, una mujer que se esfumó. Nunca tendré el descaro de preguntarle sus propósitos; quizá ahí cuestione su vida misma, su expresión íntima. Hacerlo sería una injusticia. Prefiero especular que se entretiene observando el transcurrir de los carros, el barullo de las motocicletas, los chiflidos que acompañan a las camionetas, el tipo que lleva el saco de cemento acuestas, el otro que arrastra un hierro hacia la ferretería, la madre que le agarra las manos a sus hijos para cruzar el boulevard, la mujer que anuda una bolsa de pan mientras la sombra del poste comienza a moverse obligándolo a correr la silla. Es la vida que pasa, parece no tomarlo en cuenta porque está casi estático, limitándose a seguir una proyección. Sabe, sé, que cuando se desentienda por fin de la sombra, encarando por fin al sol, será para atravesar este mismo boulevard, y tendrán que poner a alguien más a cuidar la ropa. 

domingo, 8 de febrero de 2015

¿Leyendas?

¿En cuál viaje psicotrópico habrá quedado confinado el Xocomil? ¿Cuál turista residente habrá sido el último en fotografiarlo? ¿Qué algarabía de discoteca habrá apagado el llanto ubicuo de la Llorona? ¿La letra repetitiva de cuál canción electrónica habrá aliviado su desamparo matricida? ¿Quién habrá ridiculizado la serenata agua de El Sombrerón? ¿Qué mujer se habrá sentido ridícula, fuera de moda, con su trenza de amor? ¿Qué auto furibundo habrá asustado a su yegua maldita, interrumpido el rumor metálico de sus espuelas de plata? ¿Cuál cadera cadenciosa de mujer extranjera le habrá resultado imposible emular a la Siguanaba? ¿Quién habrá sido el primero en rechazar su seducción? ¿Cuándo fue la última noche que embarrancó a alguien? ¿En cuál cuadro del arco antigüeño habrá retornado la balsa de la Tatuana? ¿Qué desconcierto la habrá invadido al dejar de ser perseguida? ¿A dónde habrán ido los último devotos que le tenían fe a su pócima de amor? ¿Qué fascinación de turista habrá aplaudido la estridencia de la Carroza de la muerte en us carrera sobre las calles empedradas? ¿Cuál gringo conocedor habrá admirado la sangre de los caballos enceguecidos que tiran de ella? ¿Qué empresa habrá vuelto a los Penitentes de la Recolección una atracción turística? ¿Cuántas fotos de perfil en el extranjero tienen como escenario la ceremonia sacrílega? ¿Quién habrá sido el último en padecer un helor de muerte al contemplar el vuelo de la mariposa negra? ¿Qué entomólogo le habrá puesto un nombre científico, desarmándola de cualquier presagio? ¿Cuántos gringos borrachos habrán sido acompañados por el cadejo? ¿Los habrá resguardado de ellos mismos, de sus propias locuras? ¿Les habrá lamido la cara mientras yacían desfallecidos en alguna acera de la ciudad colonial? ¿Será sano no tener miedo, curarse cada uno de los espantos?