domingo, 27 de marzo de 2016

Otoño Individual

Un grupo de niños lanzan piedras al único árbol que sigue en pie dentro de la colonia. No es un acto destructivo, porque no se retroalimenta en el sadismo. Más bien es una competencia antigua, de iniciación a la cacería. Ríen y se divierten, pero en el fondo ponderan puntería y fuerza, ven al otro como un adversario. El árbol proyecta su sombra a la retaguardia de un inmueble, ineludiblemente las pedradas mal dirigidas impactan en sus muros. El brazo de los niños parece no agotarse; hay algo lapidario en sus rostros. Un grito grave irrumpe en su dinámica, los obliga a levantar la mirada. A través de las ramas, al borde de la pared gris, sobresale el cuerpo de un hombre que impreca con toda la violencia de su sangre. Desde la altura de su propiedad, desde la adultez que le otorga de facto la razón, los amenaza, ilustra perversamente lo que será de ellos si los encuentra. Aún con piedra en mano, los niños huyen, apenas se percatan que el hombre tiene barba, escabulléndose hacia sus casas, hacia la protección de sus padres. Acaso en la fuga, en el privilegio de desentenderse de cualquier consecuencia, resida el encanto de su infancia.

El muchacho hace un último intento por resistirse. La realidad se alza ante él, ante su consciencia que paulatinamente se convence. El celular, su llave de acceso a la globalización, su intercomunicador hacia y desde el mundo, no tiene ningún mensaje, ninguna notificación para él. Nadie lo ha contactado en todo el día, ni siquiera los de la empresa telefónica que siempre chingan. La soledad lo sitia de manera rotunda. Disminuyen simultáneamente las dimensiones de su habitación y los niveles de oxígeno. La asfixia inducida, el impulso visceral por salir de casa, no le arrebatan la capacidad para aceptar que su vida hasta ese punto ha sido un despropósito. Más allá de cubrir sus necesidades básicas, labora con la ilusión trimestral de renovar su plan telefónico y adquirir el celular más moderno del mercado. No sabe quién le implantó esa idea, de cuál trinchera publicitaria lo habrán coaccionado con esa noción de estatus e identidad. De nada le sirve el celular, mantener los datos conectados todo el tiempo, si nadie le escribe o llama, si nadie lo contacta de algún modo. Casi palpando ausencias que él mismo ha invocado, sale de su casa y contempla por primera vez con detenimiento el árbol que siempre ha estado ahí, en el sitio baldío de enfrente. Tiene pocas hojas, y lo supone moribundo o padeciendo un otoño individual. Con aire reflexivo cruza las piernas y se sienta sobre la acera; no le importan el polvo, que el viento le hiele las orejas. Retrocede en su postura, en la revelación que le ha sido dada, y lo atormenta el pensamiento de que algo acontece en su celular, que debe regresar a él para saber responder. Antes de que pueda incorporarse del todo, cediendo a sus ansias, escucha el ruido de una motocicleta aproximándose. Es conducida por un hombre de gafas oscuras y barba gris. Algo en la cadencia del vehículo le hace creer que se dirige hasta él. Espera, y efectivamente, el hombre detiene la motocicleta enfrente de su casa, apaga el motor, y apeándose lo comienza a insultar. Entre los improperios alude a unas piedras, a una rendición de cuentas. El muchacho ríe, divertido genuinamente por recibir insultos de la nada, casi aleatorios. Un puñetazo sobre la mandíbula lo lanza de espaldas a la acera, casi al interior de su casa. Cuando asimila lo que recién aconteció, la moto ya va por la esquina. Sabe que puede enojarse, sentirse víctima de una injusticia, pero el gancho del desconocido ha terminado por desencajar algo en él.  

martes, 22 de marzo de 2016

Savia Caramelizada

El ingeniero siempre ha sentido fascinación por el fuego. Ante cualquier crepitación, ante el ascua del cigarrillo de cualquier adicto, percibe un pálpito íntimo, un principio de piromanía que lo abstrae, remitiéndolo a días que no vivió pero que intuye en la historia de sus huesos: la biblia inhumana de un inquisidor; un navío ardiendo sobre las aguas del Mar del Norte durante las exequias suntuosas de un rey vikingo; el rescoldo casi extinto, imponiéndose a la oscuridad de la tundra, dorando la carcasa de la última cacería de invierno.

Adora su empleo más allá de la compensación económica que éste representa. Desde que ingresó al Ingenio Azucarero no ha hecho otra cosa que entregarse a sus atribuciones, inclusive dando un poco más de sí. Sus jefes, con la cotidianeidad instalada en Miami, lo tienen en consideración. Rápidamente ascendió en la pirámide jerárquica. Con su pickup doble tracción atraviesa el mar verde, las extensiones de caña que aún no logra dimensionar y que en el fondo reconoce que no deberían pertenecerle a tan pocos individuos. Es un hombre trabajador y con sentido de justicia; un hombre íntegro en suma. Y esa misma integridad, disfrazada de empatía, propicia que lleve a su hija menor al trabajo, en el principio de la zafra. Su ilusión de padre reside en compartir el espectáculo que lo ha arrobado por más de 10 años. Sus sentidos se colman de éxtasis cuando presencia las llamas esparciéndose por los cañaverales, no devorando un tejido vivo, sino transformándolo en otro tipo de energía, liberándola. Sabe y le pesa que no es una práctica agrícola sostenible. Pasa un momento con su hija dentro del pickup, pensaba explicarle el propósito de prenderle fuego a la plantación, pero ambos quedan anegados por un silencio antiguo, alimentando una fogata interna que restalla en sus pupilas. El timbre del celular fragmenta el suspenso, tiene entonación urgente. El ingeniero contesta, y habla de forma enérgica, se altera y desciende del vehículo, caminando hacia el frente, dirigiéndose hacia un grupo de peones. Pudo haber sido un incidente sin importancia, acaso un mozo deshidratado, una manguera rota. Lo cierto, y esto lo atormentará por siempre, es que dejó a su hija sola dentro del pickup. Cualquier niña de su edad habría sacado el celular para entretenerse, para transportarse a cualquier sitio que no fuera el tedio del campo. No obstante, ella, como su padre, está fascinada por las llamas, por el aroma dulzón de la savia siendo caramelizada. Siente una invitación, un llamado para completar uno de sus muchos destinos. Quita el cerrojo, y desciende dando un salto. No luce sonámbula o hipnotizada, sus pasos son lúcidos. Entra al cañaveral, al calor, acordándose de otras hogueras, de otro tipo de gritos antecediendo al suyo, acaso de jolgorio o imprecación.