«Bajo cualquier luz
resulta desconsiderado afirmar que la Ciudad de Guatemala se le escapó de las
manos al Ingeniero Raúl Aguilar Batres. La vida, o como se le nombre a esa
multitud de variables sin ecuación acaeciendo en un espacio-tiempo específico,
excedió al planteamiento urbanístico, a la visión que poseyó hasta su muerte de
la capital en el futuro. De qué forma la ciencia que ejerció pudo haber
previsto el terremoto de 1976, la lógica de las masas humanas ante el desastre:
migrando del campo a la ciudad derruida, asentándose en el filo de los
despeñaderos, fundando su pobreza en terrenos aún más precarios, la miseria
haciéndose vulnerable por todos los flancos. El ordenamiento territorial fue
rebasado por la necesidad de hábitat, creciendo la metrópoli de forma vital,
errática, como un tumor maligno o un hongo atómico. Pese al esfuerzo municipal,
el caos de la explosión demográfica atentó contra la coherencia misma, la
continuidad y la numeración de las zonas fue fragmentada, dejando dispersión y
baches en los mapas de la capital. De modo cómico o místico la ciudad salta en
su nomenclatura de la zona 19 a la zona 21, de la zona 21 a la zona 24. La
omisión numérica no implica una ausencia física, ya que no existe un descampado,
una región vetada, tierras de nadie. Parece que estos territorios entran en la
jurisdicción de otro municipio. Al menos eso dice la versión oficial.»
La anarquía en las
vías vehiculares de ‘La Florida’ siempre me recuerda el gesto de mi abuela
buscándome de espaldas la mano para cruzar seguro la calle. Es decir, miro su
mano aleteando de forma autónoma ante el desconcierto expresado en la cara del
niño que fui. Las calles de ‘La Florida’ tan elementales, tan áridas. Dentro de
las casas presiento un hacinamiento, una mala distribución de los espacios,
como si no hubiese sitio para ningún jardín mínimo. A lo largo de los años me
he convencido que es un barrio al cual siempre volveré. Las razones van más allá
de que aún tenga familia allí, de que tenga primos y tíos habitando una casa
constantemente en remodelación. Acaso mi pretexto sea el encuentro deliberado
con retazos de la infancia de mi padre, en esquinas, banquetas, superficies
donde intuyo que ocurrieron vivencias constituyentes, que de algún modo
sinérgico también me definen. O quizá se deba a que cuando conduzco por sus
avenidas de vías confusas, y llego a los confines de la colonia, presiento que
algo está a punto de ceder, como un avistamiento o una perspectiva. ‘La Florida’
ocupa la zona 19; desde el punto de vista jurisdiccional es un reducto, una
isla, ya que se encuentra sitiada por Mixco, otro municipio. Entonces, cuando
estoy a punto de desembocar a la Calzada ‘San Juan’, a la frontera que divide
dos municipios, pero que debería marcar el fin de la zona 19 y el comienzo de
la 20, sucede una especie de vibración en los vidrios del auto, el motor parece
entrar a otra atmósfera (con otro suministro de oxígeno), prevalece una
interferencia electrostática en las emisoras radiales. Es como si la realidad
no lograra encajar del todo, como si estuviera a punto de abrirse un portal, de
recuperarse algo que el sentido común no pudo asir. Y desde hace meses he
empezado a creer que basta un viraje fortuito, un bache en la carretera, para
hallar el punto de acceso a la zona 20. La otra dimensión, allí donde me
encontraré de golpe manejando sobre mi nostalgia: una autopista en Veracruz, el
ocaso, la impresión de que un mar cada vez más oscuro de cañaverales está a
punto de cerrarse sobre el auto; la carretera nocturna de Xela hacia San
Marcos, los vidrios empañándose desde adentro, el trino lúgubre de los
tecolotes; el tramo de descenso de El Alto hacia La Paz, una ciudad telúrica
abriéndose paso desde el caos; el Caribe mexicano explotando en una carretera
hacia Campeche, un puente memorable tendido sobre el mar celeste; la
efervescencia del charango en la autopista de Jujuy hacia Villazón, un choque
de cactáceas y montañas oxidadas en color; algún trecho vital del Tahuantinsuyo,
atravesando un valle que alimentó a un pueblo en la opulencia y la desgracia;
la carretera inolvidable de San Marcos a San Rafael donde aprendí a frenar con
motor, el cambio brusco de clima, el altiplano separado del trópico por menos
de una hora; la autopista desértica y desolada de Catamarca a Córdoba Capital,
la aldea humana emergiendo de la nada; la carretera escarpada y sinuosa hacia
Chichicastenango, un olor a bosque de pinabete exterminado; los inicios de
mundo preservándose del tiempo a los costados de la carretera hacia Antofalla.
La zona 20 no fue omitida
por error o por la invasión de otro municipio. La zona 20 es un símbolo, es el
territorio de la añoranza del migrante, son los caminos seccionando los
paisajes que el viajero abandonó por circunstancias que sobrepasaron a su
voluntad.