lunes, 28 de julio de 2014

Boulevar 5 de mayo

A los publicistas les encanta que leamos en el cine, en una valla, en un envase de agua gaseosa, cualquier cosa que se pueda vender, que viene resultando ser todo, metáforas sobre la vida: la vida son los días de verano (bloqueador solar), la vida es un parpadeo (cámara fotográfica), la vida son los reencuentros (aerolínea). Incluso comete el descaro de desentenderse de la metáfora, porque se olvida del “como”, de la imagen que insinúa una semejanza, más bien define, porque la vida es eso que pasa mientras se brinda con la mejor cerveza del país, nuestra cerveza, el producto otorga identidad, un nacionalismo que es borrachera y cebada, con himnos y bandera, cuánta oscuridad en una cerveza clara.
Cómo huirle a los lugares comunes, si estos son una contradicción, porque ninguno es habitable, todos habitan, se instalan en la mirada que no divisa más allá del horizonte, en lo que llaman arte y no tiene nada de búsqueda, en los dedos que no encuentran otra ruta para la caricia, en la palabra que se restringe a nombrar una sola cosa, en los libros que son proyección y no insinúan un camino, ni siquiera una puerta a través de la cual salir. El lugar común es cómodo, mejor dicho, se acomoda a mí, a lo que escribo y apenas siento, lo que surgió como una idea y no un sentimiento, Bukowski habrá de juzgarme, pero doy mi excusa para quien quiera leer, porque uno no puede sentir demasiado en el transporte público, a lo bien fastidio y rutina, asentándose en el semblante, en la mirada que se extravía en el instante después de haber abordado, para no reconocer a nadie, y éste no nos pueda reconocer, las pupilas clavadas en un espacio indefinido entre el pasillo y la ventanilla del chofer.
¿Se pueden elegir a los protagonistas de nuestra vida, de nuestras historias? Una pregunta que me hace bajar la guardia, el gancho izquierdo en el mentón, la lona está fría, y la multitud ruge, y aparecen de nuevo los libros de motivación personal, el discurso cursi que corroe, que me hace temerle a las palabras: somos seres pensantes que sentimos qué es correcto y quién no, podemos elegir quienes se quedan en nuestras vidas, y quienes salen por la puerta de atrás o por la entrada principal (imaginemos eso: una entrada por la cual se sale). Cómo sacudirse esa sensación ilusoria de suciedad, la mierda embadurnándonos las manos, entre las uñas, la felicidad de escaparate, de anuncio de coca cola no nos limpia, ni siquiera es el consuelo, la corriente de viento que mitigue el hedor, que haga casi soportable la impresión. En realidad, mi realidad, la gente irrumpe en mí, sin preguntar, los protagonistas aparecen, asaltan, a veces ni miran a los ojos y exigen todo, la permanencia, hacerse inolvidables, dejar una huella donde más duela, en el sitio más evidente, en mi prosa para que pueda releerlos. Hay personas que por tener muchas caras no tienen ninguna, es la ventaja del anonimato, ningún registro personal, el estado no puede hacerme parte de sus estadísticas, ningún diario puede escribir que formo parte del 50% de la población que no pasa hambre, instalándome en la clase media, donde mi única preocupación es resistirme a no tirar todo a la chingada, aguantando despertar 5 días a la semana a las cuatro de la mañana, levantar a los niños, llevarlos a la escuela, entrar al trabajo con la somnolencia en los párpados, sin expectativas reales de superación, sobreviviendo en función de la quincena, el cheque que  no ilusiona, ya todo está invertido.
Desvarío, ya hablé del chofer, no de él, fue referencia posicional para una mirada abstracta, es decir, fue más anónimo que nunca, pero ahora ya aparece su silueta, no diré nada de sus rasgos, de su barba de tres días, el cabello negro peinado hacia atrás, su negación a usar las gafas que su esposa le compró el mes pasado, su camisa de vestir blanca, manga larga, bien planchada, sus zapatos mal lustrados, y el cigarrillo que enciende cuando el tráfico de Puebla le posterga el día, alargándole la ruta de siempre. Y aquí puedo caer en la tentación de la metáfora, destapar una cerveza en el lugar común, que la ridiculez me subsidie la mecanografía, decir y arrepentirme al instante: la vida es como el servicio de transporte público, mi asiento es ante el volante, soy el conductor del autobús. Entonces, me peino hacia atrás, plancho la camisa blanca que no tengo, aprendo a fumar, a darle el golpe al cigarrillo, personifico para no quedarme afuera, para no ser deshonesto narrando en tercera persona, lavándome las manos, mandando a otra persona al matadero, a la ru(t)ina. Dejo que las preguntas surjan cuando me niego a pasar un momento más sentado, cenando de pie, escuchando el regaño de mi esposa por no usar las gafas, me quedaré sin trabajo, arriesgo la vida de los tripulantes, quiénes, desde cuándo me importan, soy un servidor público por mucho que me insulten el resto de conductores en el Boulevard 5 de mayo, les abro la puerta de adelante y abordan mi ruta, tocan el timbre y bajan, sin aspavientos, sin despedidas, acaso un ‘muchas gracias’,  un improbable ‘pase buen turno’. Pagan por el servicio, no completamente, está subsidiado por la municipalidad, pero tengo que estar yo, con gafas o sin ellas, para que puedan cumplir con sus compromisos diarios, pero qué significo para ellos,  quién soy para todo el que aborda o los que se quedan con la mano estirada en el camino y no recojo por no aguardar en una parada autorizada, en qué me transformo cuando me pagan el pasaje y esperan equilibrándose a que les dé el vuelto mientras arranco de nuevo; no tengo respuestas pese a ser  yo también un usuario del transporte público, calzo los otros zapatos y no me es posible pensar en mí como un salvador, un milagro navideño que aparece en el camino para darme el aventón que necesito para llegar a mi trabajo, a recoger a mi hijo a la guardería, a comprar las medicinas de mi madre, anudo destinos, reúno y alejo gente, todo tan trascendental, pero nadie está agradecido sinceramente, si no soy yo será otro, alguien tiene que ocupar el puesto, el sueldo será poco pero la miseria no regatea, soy fácilmente sustituible, como todos, en todo.  


Lo que me desvela es sentir desde el manubrio, mientras dejo que suene ‘El listón de tu pelo’, los Ángeles Azules acortándome el camino, dándome la expectativa de la noche con mi esposa, la cumbia conmoviéndome el alma, el erotismo que puede inhibirse ahí, entre tanto bocinazo, no sólo a mí, más de algún pasajero la sabe, un salvavidas para el hacinamiento, la tararea, la canta para olvidarse de la ciudad que reclama más en la calle, y así, oyendo cómo alguien más canta, me acuerdo de los tripulantes, cómo suben sin pudor, es su casa y yo les abro, acaso me saludan, tampoco les correspondo con un ‘bienvenido, bienvenida’, demasiado drama, basta una venia, una sutil inclinación con la cabeza para reconocerles la gentileza, autorizándolos a utilizar la unidad, buscar un asiento y acomodarse, pero quién verdaderamente impacta en mí, qué usuario es capaz de calar, quién deja un rastro, quién es memorable para que yo lo recuerde cada vez que paso por su parada. Acaso el tipo que viene de un centro de rehabilitación y vende rosarios para mantener a sus hermanos que quieren salir del vicio, quizá el niño payaso que cuenta los mismos chistes provocando las mismas risas, la señora que apenas puede subir por los tanates que lleva en las manos y la cabeza, el joven de lentes oscuros que parece no reconocer a nadie, la muchacha que sube en un llanto silencioso que no encuentra consuelo en la ventana, el vendedor de paletas que sube arrastrándose para que el escáner del bus no lo contabilice, el trovador que le pide permiso a los pasajeros para entonar una versión acústica de “El ruido de tus zapatos”, o una de su propia autoría, el anciano que sube con su carnet de la tercera edad, aguardando el descuento, los dos pesos que son la mitad de otro pasaje que lo llevará a otro sitio, el muchacho que se queda en la parada mientras su novia aborda la unidad, y se queda ahí hasta que el bus se pierde en una esquina, esperando en vano una mirada, un vaivén con las manos que le mitigue un poco el dolor de la despedida. Entonces, mi metáfora de vida, la que vine anticipando, esos pasajeros, su abordaje son los chistes de la nostalgia que repiten risa, la que entonamos en solitario, el desentendimiento de estar casi ciegos, la persona que reza por nosotros, que se faja por nuestro pan diario, la dulzura que nunca es gratis y siempre viene en un envoltorio que sugiere un paraíso, la forma en que nos aprovechamos de nuestra condición cuando nos conviene, regateándole a la sociedad, al sistema que nos jactamos de detestar, el desconsuelo que nos sorprende cuando nos observamos en el espejo, las canciones que son un salvavidas, contándonos nuestro dolor e historia en una melodía, versión acústica, las despedidas en las paradas de bus, es mejor no buscar la mirada mientras se aleja, voltear, darle la espalda a la parte nuestra que se fuga, y caminar, paso a paso, con la prisa de una alarma atrasada.

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