El sol de las tres de la tarde pega de lleno en la facha de las casas
del boulevard. La luz se apropia minuciosamente de casi todos los espacios. Un
anticipo del desierto. Apenas la sombra delgada de un poste del alumbrado
municipal. Guarecida en ella un anciano sentado sobre un banco de plástico.
Sobrevuelan su cabeza la ropa que su hija habrá colgado. El tendedero en plena
vía pública: los uniformes de los niños, las camisas del esposo, los pantalones
del padre. Asiste a cómo los transeúntes levantan la vista maravillados ante
los pájaros de tela, ante el calzón de la señora que aprendió en la pobreza a
no tener vergüenza. Los calcetines inmaculados de seguro se están ahumando con
el paso vehicular. El hombre siembra intriga con su mirada cansada, porque no
entiendo sus motivos. Qué hace ahí sentado, qué suceso aguarda ante su
expectativa, a quién espera reconocer a lo lejos, dibujándose paso a paso.
Acaso alguien que prometió volver: un hijo migrante, una mujer que se esfumó.
Nunca tendré el descaro de preguntarle sus propósitos; quizá ahí cuestione su
vida misma, su expresión íntima. Hacerlo sería una injusticia. Prefiero
especular que se entretiene observando el transcurrir de los carros, el barullo
de las motocicletas, los chiflidos que acompañan a las camionetas, el tipo que
lleva el saco de cemento acuestas, el otro que arrastra un hierro hacia la
ferretería, la madre que le agarra las manos a sus hijos para cruzar el boulevard,
la mujer que anuda una bolsa de pan mientras la sombra del poste comienza a
moverse obligándolo a correr la silla. Es la vida que pasa, parece no tomarlo
en cuenta porque está casi estático, limitándose a seguir una proyección. Sabe,
sé, que cuando se desentienda por fin de la sombra, encarando por fin al sol,
será para atravesar este mismo boulevard, y tendrán que poner a alguien más a
cuidar la ropa.
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