viernes, 5 de junio de 2015

Milagro Urbano

El taxista ha tenido poco trabajo hoy. Su jornada empieza de madrugada. A esa hora recoge a los primeros pasajeros, sonámbulos prácticamente. Por mucho frío que haya, baja la ventana para no dormirse manejando. Sintoniza una emisora evangélica. Nota que a varios clientes les molesta las prédicas, pero él se siente pleno escuchando ‘la palabra’. Entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde el trabajo es una nulidad. Pero hoy tiene una corazonada, se convence que por fe habrá un pasajero aguardando desesperado por él al otro extremo de su jurisdicción autorizada. Antes de lanzarse a lo que podría ser un gasto innecesario de combustible, invoca (grita) uno de los nombres prohibidos de su dios. Maneja despacio, antecedido por un auto rojo. De la ventana trasera, ve asomarse una niña. Impreca la irresponsabilidad de los padres; si el auto frenase de forma brusca, ella se iría peligrosamente de espaldas. El vehículo no frena, pero el taxista continúa indignado, expectante a la desgracia. Aunque no lo reconozca, le daría gusto que sucediera el percance y decir para sus adentros: ‘se los advertí señores’. Acaso sea un pecado de pensamiento u omisión, pero él no se percata de ello. Lo que sí vislumbra es el saludo gracioso que lanza la niña. No es para él; sus ojos, sonrisa y ángulo de la mano, no lo apuntan. La escasa velocidad le permite voltear a ver al depositario del saludo. Es un vagabundo sorprendido, asoleándose sobre la banqueta, padeciendo una resaca de años. Éste no sabe cómo reaccionar, no contesta, quizá no sepa nada de cortesía, tal vez no se recuerda a sí mismo saludando. La niña reconoció la humanidad del mendigo. Ojalá el taxista intuya que su dios lo puso ante una enseñanza, ante un milagro urbano. 

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