El taxista ha tenido
poco trabajo hoy. Su jornada empieza de madrugada. A esa hora recoge a los
primeros pasajeros, sonámbulos prácticamente. Por mucho frío que haya, baja la
ventana para no dormirse manejando. Sintoniza una emisora evangélica. Nota que
a varios clientes les molesta las prédicas, pero él se siente pleno escuchando ‘la
palabra’. Entre las ocho de la mañana y las tres de la tarde el trabajo es una
nulidad. Pero hoy tiene una corazonada, se convence que por fe habrá un
pasajero aguardando desesperado por él al otro extremo de su jurisdicción
autorizada. Antes de lanzarse a lo que podría ser un gasto innecesario de
combustible, invoca (grita) uno de los nombres prohibidos de su dios. Maneja
despacio, antecedido por un auto rojo. De la ventana trasera, ve asomarse una
niña. Impreca la irresponsabilidad de los padres; si el auto frenase de forma
brusca, ella se iría peligrosamente de espaldas. El vehículo no frena, pero el
taxista continúa indignado, expectante a la desgracia. Aunque no lo reconozca,
le daría gusto que sucediera el percance y decir para sus adentros: ‘se los
advertí señores’. Acaso sea un pecado de pensamiento u omisión, pero él no se
percata de ello. Lo que sí vislumbra es el saludo gracioso que lanza la niña.
No es para él; sus ojos, sonrisa y ángulo de la mano, no lo apuntan. La escasa
velocidad le permite voltear a ver al depositario del saludo. Es un vagabundo
sorprendido, asoleándose sobre la banqueta, padeciendo una resaca de años. Éste
no sabe cómo reaccionar, no contesta, quizá no sepa nada de cortesía, tal vez
no se recuerda a sí mismo saludando. La niña reconoció la humanidad del
mendigo. Ojalá el taxista intuya que su dios lo puso ante una enseñanza, ante
un milagro urbano.
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