Colocando el balón
sobre el círculo de cal, siente cómo todo el ruido de los graderíos se
precipita sobre él. Sus oídos distinguen una masa acústica sin coherencia; en
ella adivina rechiflas, insultos, oraciones, la estridencia espectacular de los
fanáticos enardecidos. En sus pies está el gol del campeonato, el final
eufórico de un partido llevado al límite de la condición física. Imagina a su
madre viéndolo a través de la televisión, a sus amigos de infancia posponiendo
sus redes de pescar para aplaudirle sus piques sobre las bandas del Mateo
Flores. Acaso todo Livingstone se encuentre paralizado; los turistas puede que
no se sientan bienvenidos. El arquero del equipo rival se aproxima al balón,
masculla algo ininteligible. En cámara lenta ve cómo se escupe el guante y
restriega la saliva sobre el esférico. El árbitro amonesta al guardameta, pero
el daño ya está hecho. Las fosas nasales se le obstruyen de terror y asco; lo
que todos tomaron como el más vulgar de los malos presagios, para él fue una
invocación, un eco oscuro dentro de su subconsciente. Súbitamente le pesa la
sangre, la persecución y destierro de sus ancestros, el África indómita
disminuyéndose en el horizonte. Las piernas se le engarrotan, sabe que no es el
cansancio. Cuando suena el silbato, se percibe aterido, maniatado por la
superstición. Sin explicárselo a sí mismo, intuye al dios de los esclavistas
coexistiendo con las deidades yorubas, el sincretismo religioso rebelándose,
implacable, susurrándole en el oído. La historia de su pueblo lo encuentra,
para su desgracia, justamente en la final de la liga profesional de fútbol
guatemalteco. Levanta la vista, alza el rostro desfigurado por el pánico. El
arco le parece diminuto, el portero inmenso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario