No toleraré que se le pierda fe a la
capacidad de épica que posee nuestra especie. Afuera hay individuos jugándose
la vida, la condición humana, no por una realidad concreta, sino por una
probabilidad. Afuera está Tito sintiendo sobre los riñones el frío metálico de
lo que podría ser el cañón de una pistola. Sin voltear, visualiza el rostro
esquivo del delincuente, sus cejas depiladas, el exceso de gelatina en el
cabello. La voz, en una proximidad que lo perturba, le exige billetera y
celular. Las palabras no son transportadas por un hálito rancio como supondría
cualquiera; parece que hace 5 minutos se lavó los dientes. Acaso por eso, Tito
se sienta en la libertad de aseverar que el ladrón acaba de salir de su casa,
que cruzarse con él en la parada solitaria fue una situación no premeditada,
ajena a cualquier modus operandi. Está tan acostumbrado al miedo que las
circunstancias de hoy no lo sumen en un lapsus de histeria, en una
descontextualización que le enturbie la voluntad. Del estupor primero emerge
con la mente clara: no entregará su celular. Y no se opone a la desposesión del
dispositivo en sí, sino a la pérdida de un número guardado en su lista de
contactos. Tito intuye que el asaltante no entenderá este pormenor, que será
incapaz de imaginar a su víctima un poco extraviado dentro de un bar, aferrado
a una cerveza para mimetizarse, iniciando una conversación con una desconocida
a partir de un comentario interior e irónico accidentalmente dicho en voz alta,
hablando de sí mismos como si fueran seres excepcionales, ella marchándose y él
pidiéndole el número a la carrera, casi desconociendo su propio arrojo, ella
perpleja, ante un desenlace que no previó, dentro del cual no tuvo oportunidad
de asumir una postura definida, dictándole el número para no ofender los ojos
suplicantes de Tito. Aún no ha llamado, ni siquiera ha enviado un mensaje. No
sabe si le dio un número correcto, o si ella tendrá la disposición o el valor
de contestarle. Todo es una incógnita, pero sus camanances al sonreír, las
pecas apenas visibles en la penumbra del bar, lo anegan de un convencimiento
incontrovertible, de una capacidad ingente para asumir riesgos. La situación es
insostenible; el delincuente exige de nuevo, aprieta con más fuerza el
artefacto sobre la parte baja de su espalda. Tito actuará en un instante, fiel
a sí mismo, a la imagen de una desconocida que pasa como una ráfaga.
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