El ingeniero siempre ha
sentido fascinación por el fuego. Ante cualquier crepitación, ante el ascua del
cigarrillo de cualquier adicto, percibe un pálpito íntimo, un principio de
piromanía que lo abstrae, remitiéndolo a días que no vivió pero que intuye en
la historia de sus huesos: la biblia inhumana de un inquisidor; un navío ardiendo
sobre las aguas del Mar del Norte durante las exequias suntuosas de un rey
vikingo; el rescoldo casi extinto, imponiéndose a la oscuridad de la tundra,
dorando la carcasa de la última cacería de invierno.
Adora su empleo más
allá de la compensación económica que éste representa. Desde que ingresó al
Ingenio Azucarero no ha hecho otra cosa que entregarse a sus atribuciones,
inclusive dando un poco más de sí. Sus jefes, con la cotidianeidad instalada en
Miami, lo tienen en consideración. Rápidamente ascendió en la pirámide jerárquica.
Con su pickup doble tracción atraviesa el mar verde, las extensiones de caña
que aún no logra dimensionar y que en el fondo reconoce que no deberían
pertenecerle a tan pocos individuos. Es un hombre trabajador y con sentido de
justicia; un hombre íntegro en suma. Y esa misma integridad, disfrazada de
empatía, propicia que lleve a su hija menor al trabajo, en el principio de la
zafra. Su ilusión de padre reside en compartir el espectáculo que lo ha
arrobado por más de 10 años. Sus sentidos se colman de éxtasis cuando presencia
las llamas esparciéndose por los cañaverales, no devorando un tejido vivo, sino
transformándolo en otro tipo de energía, liberándola. Sabe y le pesa que no es
una práctica agrícola sostenible. Pasa un momento con su hija dentro del
pickup, pensaba explicarle el propósito de prenderle fuego a la plantación,
pero ambos quedan anegados por un silencio antiguo, alimentando una fogata
interna que restalla en sus pupilas. El timbre del celular fragmenta el
suspenso, tiene entonación urgente. El ingeniero contesta, y habla de forma
enérgica, se altera y desciende del vehículo, caminando hacia el frente,
dirigiéndose hacia un grupo de peones. Pudo haber sido un incidente sin
importancia, acaso un mozo deshidratado, una manguera rota. Lo cierto, y esto
lo atormentará por siempre, es que dejó a su hija sola dentro del pickup.
Cualquier niña de su edad habría sacado el celular para entretenerse, para
transportarse a cualquier sitio que no fuera el tedio del campo. No obstante,
ella, como su padre, está fascinada por las llamas, por el aroma dulzón de la
savia siendo caramelizada. Siente una invitación, un llamado para completar uno
de sus muchos destinos. Quita el cerrojo, y desciende dando un salto. No luce
sonámbula o hipnotizada, sus pasos son lúcidos. Entra al cañaveral, al calor,
acordándose de otras hogueras, de otro tipo de gritos antecediendo al suyo,
acaso de jolgorio o imprecación.
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