martes, 22 de marzo de 2016

Savia Caramelizada

El ingeniero siempre ha sentido fascinación por el fuego. Ante cualquier crepitación, ante el ascua del cigarrillo de cualquier adicto, percibe un pálpito íntimo, un principio de piromanía que lo abstrae, remitiéndolo a días que no vivió pero que intuye en la historia de sus huesos: la biblia inhumana de un inquisidor; un navío ardiendo sobre las aguas del Mar del Norte durante las exequias suntuosas de un rey vikingo; el rescoldo casi extinto, imponiéndose a la oscuridad de la tundra, dorando la carcasa de la última cacería de invierno.

Adora su empleo más allá de la compensación económica que éste representa. Desde que ingresó al Ingenio Azucarero no ha hecho otra cosa que entregarse a sus atribuciones, inclusive dando un poco más de sí. Sus jefes, con la cotidianeidad instalada en Miami, lo tienen en consideración. Rápidamente ascendió en la pirámide jerárquica. Con su pickup doble tracción atraviesa el mar verde, las extensiones de caña que aún no logra dimensionar y que en el fondo reconoce que no deberían pertenecerle a tan pocos individuos. Es un hombre trabajador y con sentido de justicia; un hombre íntegro en suma. Y esa misma integridad, disfrazada de empatía, propicia que lleve a su hija menor al trabajo, en el principio de la zafra. Su ilusión de padre reside en compartir el espectáculo que lo ha arrobado por más de 10 años. Sus sentidos se colman de éxtasis cuando presencia las llamas esparciéndose por los cañaverales, no devorando un tejido vivo, sino transformándolo en otro tipo de energía, liberándola. Sabe y le pesa que no es una práctica agrícola sostenible. Pasa un momento con su hija dentro del pickup, pensaba explicarle el propósito de prenderle fuego a la plantación, pero ambos quedan anegados por un silencio antiguo, alimentando una fogata interna que restalla en sus pupilas. El timbre del celular fragmenta el suspenso, tiene entonación urgente. El ingeniero contesta, y habla de forma enérgica, se altera y desciende del vehículo, caminando hacia el frente, dirigiéndose hacia un grupo de peones. Pudo haber sido un incidente sin importancia, acaso un mozo deshidratado, una manguera rota. Lo cierto, y esto lo atormentará por siempre, es que dejó a su hija sola dentro del pickup. Cualquier niña de su edad habría sacado el celular para entretenerse, para transportarse a cualquier sitio que no fuera el tedio del campo. No obstante, ella, como su padre, está fascinada por las llamas, por el aroma dulzón de la savia siendo caramelizada. Siente una invitación, un llamado para completar uno de sus muchos destinos. Quita el cerrojo, y desciende dando un salto. No luce sonámbula o hipnotizada, sus pasos son lúcidos. Entra al cañaveral, al calor, acordándose de otras hogueras, de otro tipo de gritos antecediendo al suyo, acaso de jolgorio o imprecación.  

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