Un grupo de niños
lanzan piedras al único árbol que sigue en pie dentro de la colonia. No es un
acto destructivo, porque no se retroalimenta en el sadismo. Más bien es una
competencia antigua, de iniciación a la cacería. Ríen y se divierten, pero en
el fondo ponderan puntería y fuerza, ven al otro como un adversario. El árbol
proyecta su sombra a la retaguardia de un inmueble, ineludiblemente las
pedradas mal dirigidas impactan en sus muros. El brazo de los niños parece no
agotarse; hay algo lapidario en sus rostros. Un grito grave irrumpe en su
dinámica, los obliga a levantar la mirada. A través de las ramas, al borde de
la pared gris, sobresale el cuerpo de un hombre que impreca con toda la
violencia de su sangre. Desde la altura de su propiedad, desde la adultez que
le otorga de facto la razón, los
amenaza, ilustra perversamente lo que será de ellos si los encuentra. Aún con
piedra en mano, los niños huyen, apenas se percatan que el hombre tiene barba,
escabulléndose hacia sus casas, hacia la protección de sus padres. Acaso en la
fuga, en el privilegio de desentenderse de cualquier consecuencia, resida el
encanto de su infancia.
El muchacho hace un
último intento por resistirse. La realidad se alza ante él, ante su consciencia
que paulatinamente se convence. El celular, su llave de acceso a la
globalización, su intercomunicador hacia y desde el mundo, no tiene ningún
mensaje, ninguna notificación para él. Nadie lo ha contactado en todo el día,
ni siquiera los de la empresa telefónica que siempre chingan. La soledad lo
sitia de manera rotunda. Disminuyen simultáneamente las dimensiones de su
habitación y los niveles de oxígeno. La asfixia inducida, el impulso visceral
por salir de casa, no le arrebatan la capacidad para aceptar que su vida hasta
ese punto ha sido un despropósito. Más allá de cubrir sus necesidades básicas,
labora con la ilusión trimestral de renovar su plan telefónico y adquirir el
celular más moderno del mercado. No sabe quién le implantó esa idea, de cuál
trinchera publicitaria lo habrán coaccionado con esa noción de estatus e
identidad. De nada le sirve el celular, mantener los datos conectados todo el
tiempo, si nadie le escribe o llama, si nadie lo contacta de algún modo. Casi
palpando ausencias que él mismo ha invocado, sale de su casa y contempla por
primera vez con detenimiento el árbol que siempre ha estado ahí, en el sitio
baldío de enfrente. Tiene pocas hojas, y lo supone moribundo o padeciendo un
otoño individual. Con aire reflexivo cruza las piernas y se sienta sobre la
acera; no le importan el polvo, que el viento le hiele las orejas. Retrocede en
su postura, en la revelación que le ha sido dada, y lo atormenta el pensamiento
de que algo acontece en su celular, que debe regresar a él para saber
responder. Antes de que pueda incorporarse del todo, cediendo a sus ansias,
escucha el ruido de una motocicleta aproximándose. Es conducida por un hombre
de gafas oscuras y barba gris. Algo en la cadencia del vehículo le hace creer
que se dirige hasta él. Espera, y efectivamente, el hombre detiene la
motocicleta enfrente de su casa, apaga el motor, y apeándose lo comienza a
insultar. Entre los improperios alude a unas piedras, a una rendición de
cuentas. El muchacho ríe, divertido genuinamente por recibir insultos de la
nada, casi aleatorios. Un puñetazo sobre la mandíbula lo lanza de espaldas a la
acera, casi al interior de su casa. Cuando asimila lo que recién aconteció, la
moto ya va por la esquina. Sabe que puede enojarse, sentirse víctima de una
injusticia, pero el gancho del desconocido ha terminado por desencajar algo en
él.
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