La madera del techo
cruje, le masculla a mi pavor, encontrándome debajo de las sábanas. El viento
de Catamarca se cuela por cualquier rendija, sopla en mi oído, en mi gripe resintiéndose,
amaneciendo cada día peor. Siempre la impresión de escuchar pisadas merodeando
mi sueño, a eso que no es más que mi intranquilidad despertándose
constantemente, incorporándose en la penumbra y vislumbrando la puerta, el
picaporte que puede ceder en cualquier momento. Unos pasos ensombreciendo la
claridad eléctrica que se proyecta bajo la puerta, a través de la cerradura. Y
quizá desde ahí un ojo inspeccionando la habitación, enfocando mejor al
percibir un cuerpo tapándose, acomodándose contra el frío. Las ventanas oponen
resistencia, son arremetidas, el viento hace que se golpeen entre sí. Parece
que alguien desea forzarlas desde fuera, una persona intrépida, una oscuridad
aferrándose a los voladizos y la imagino con gorra, cayendo de espaldas porque
de pronto deja de sonar, se resigna, cae cuatro pisos, una oscuridad apelmazada
en el patio del vecino. El viento de
Catamarca levanta polvo, dobla árboles, deshojándolos, desvelándome con ese
rumor que no es completamente extraño. Prevalece un silbido cuando las tablas
cesan de quejarse, me ubica en noviembre, los vientos de temporada en la ciudad
de Guatemala despeinándome sobre la terraza, la imagen de mi hermano y su amigo
volando barrilete, ‘dale hilo, Paco’, el cometa cada vez más remoto, indistinguible,
la tensión cortando el hilo, y el silencio expectante, contemplando cómo
precipita, cómo cae en un barrio lejano, volviéndose irrecuperable. Y ya no me
dejo impresionar por la tempestad afuera, sé que mi hermano construye una
farola que la soporte. Mi pieza de pronto tapizada de papel de china y varas de
bambú. Cuando amanezca saldrá a probarlo, a darle hilo, sirviéndose del
vendaval que recién ayer me aterrorizó. Mientras tanto dejamos que el viento sople, que
la madera cruja, que los pasos circulen por el pasillo, su barrilete nos
protege, es un amuleto, una promesa de que mañana el miedo será aprovechado.
domingo, 14 de septiembre de 2014
miércoles, 3 de septiembre de 2014
Amigos de recreo
La conexión vía
Panamá, esa escala necesaria donde debo atravesar el aeropuerto de punta a
punta. Al umbral del sanitario, un bebedor dividiendo a las personas por género: caballeros aquí, damas allá. El agua bebible gratis desentona con los precios exorbitantes en dólares, y miro con desconfianza la cartelera, sintiéndome ridículo por multiplicar todo por ocho, transformándolo a quetzales que no saben si volar despavoridos o encogerse en mi bolsillo ante las cifras absurdas. Bebo y me siento mejor,
más acompañado, porque es imposible no asociarlo con el bebedero de mi antiguo
colegio, la fila tras él luego de recreo, todos sedientos después del fútbol
con pelota de plástico, de las correderas por los patios donde tropezábamos con
niños mayores que nos ofrecían caramelos para que no llorásemos, la añoranza
insinuándome que esa época fue mejor, menos complicada, más alegre, porque nada
nos repugnaba, ni siquiera que el de adelante sorbiera poniendo sus labios directamente en el grifo,
y al parecer en el aeropuerto sólo yo bebo ahí, los turistas han de temerle al
cólera del trópico, y así se curan en salud comprando agua embotellada. Luego
de saciar mi sed busco mi puerta de abordaje, pero ya no voy solo, me siguen
mis amigos transpirando, contentos por estar nuevamente reunidos, por esa risa
que contagia, donde era y es imposible sentirse miserable.
martes, 2 de septiembre de 2014
¿Víctor?
Un hombre se aproxima
y me pregunta ‘¿Víctor?’, durante un momento pienso decirle que sí, cómo cuesta
encontrar personas en el aeropuerto, que me dé el itinerario de Víctor, las
llaves de un auto que yo no renté, dirigirme bajo la lluvia hacia una casa
donde no me esperan, hacia la habitación de hotel que yo no reservé, hacia una
mujer que quizá me halle un aire familiar, pero ella jamás ‘¿Víctor?’, y en ese
titubeo el hombre percibe mi desamparo, el desorden de mi equipaje, y se
convence que no soy Víctor.
Luego de la aduana
pago un boleto de ómnibus que me llevará a Aeroparque, y cuando salgo a la zona
de espera busco mi nombre en los carteles que levanta la gente hacinada, sé que
no es posible que alguien aguarde por mí, pero aún así busco con convicción,
quizá un milagro, un delegado, un enviado especial, aunque sea un ‘¿Víctor?’
que me dé permanencia, la impresión de ser bienvenido.
Salgo del aeropuerto
y me dirijo a un grupo de taxistas que fuman recostados en la pared, se
incorporan suponiendo que rentaré un taxi pero pregunto por el portal B, de ahí
saldrá el ómnibus que ya pagué. Se me cruzan tanto las palabras, la desolación
revolviéndome las ideas, el desencanto casi quebrándome ante ellos, y se me
ocurre que quizá estén acostumbrados a gente desesperanzada, porque el de
aretes en ambas orejas se incorpora aún más y me palmea en la espalda, ‘todo
bien, el fondo a la izquierda’, y en su ternura dosificada supo reconstituirme,
otorgarme la fuerza para afrontar lo que vendría en Aeroparque, lo que todavía
no acaba.
Me fastidian las 10
horas que faltan para mi próximo abordaje. Diez horas que no pueden ser
consumidas caminando por el aeropuerto, observando a la gente que regresa, la
que se va por primera vez, un desfile que no podría entretener a alguien con
tantas maletas. 5 meses de ropa contenidas, arrastradas hasta una fila de
sillas desocupadas, donde pienso acomodarme, amarrar el equipaje entre sí para
que cualquier arrancamiento me despierte, del sueño que pretendo conseguir y en
el fondo sé que no llegara, porque el rumor desquiciante de las ruedas de los
maletines, las pisadas desorientadas de gente conmovida, golpeada por el cambio
de horario, y las tres horas que en ese momento no significan nada para mí, que
seguramente me repercutirán en los próximos días. Y de pronto ese insomnio
acompañado por los relatos de ‘Stereo Offset’ se sorprende ante la llegada de
dos mujeres, un hombre y una niña que ocupan los asientos restantes de la fila.
Se ubican, acoplan sus cuerpos y logran dormir. Los envidio por un momento, lo
que dura un cabeceo que me imagina devuelto a casa, entre la oscuridad de mi
cuarto, las luces que apenas se filtran a través de las persianas, lo que
parece un sueño y más bien es un zancudo que no zumba, que son miradas
perturbadoras, duermevela vigilada y no se posan en mí directamente, sino en la
escena dramática de una familia varada en un aeropuerto, la nena aferrada a los
brazos de su madre, la tía casi en cuclillas en un extremo, el padre con el
cuello contorsionado para atrás, y lo que podría ser el tío entreabriendo los
párpados, asegurándose que nadie perturbe el sueño de los suyos, de la familia
que logró ser por casualidades de itinerario y mala suerte, esa familia que lo
acoge, que no se extraña con su presencia, aunque alguien se desperece y lo
encuentre al lado volviendo a leer a Pablo Bromo, levantándose a estirar las
piernas, a darle un descanso a las nalgas tullidas de tanto asiento ergonómico,
apurando vanamente al reloj de su celular, exigiéndole al reloj digital del
aeropuerto que pase rápido o que le permita dormir nuevamente, esta vez en el
suelo, un poco ajeno a la lástima que sienten otros pasajeros que procuran
hacer más silenciosos su tránsito ante la imagen conmovedora, ante su propia
conmiseración sin propuesta, sin alternativa, simplemente una anécdota o ni
siquiera eso, apenas alguien recordará que la niña despertó sollozando, le
habrá dolido la espalda, habrá presentido que su tío ya habrá encontrado su
destino en la cartelera de vuelos, marchándose sin cruzar una palabra, sin
prometer volver a verla, sin darle un beso en la frente para tranquilizarla.
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