La conexión vía
Panamá, esa escala necesaria donde debo atravesar el aeropuerto de punta a
punta. Al umbral del sanitario, un bebedor dividiendo a las personas por género: caballeros aquí, damas allá. El agua bebible gratis desentona con los precios exorbitantes en dólares, y miro con desconfianza la cartelera, sintiéndome ridículo por multiplicar todo por ocho, transformándolo a quetzales que no saben si volar despavoridos o encogerse en mi bolsillo ante las cifras absurdas. Bebo y me siento mejor,
más acompañado, porque es imposible no asociarlo con el bebedero de mi antiguo
colegio, la fila tras él luego de recreo, todos sedientos después del fútbol
con pelota de plástico, de las correderas por los patios donde tropezábamos con
niños mayores que nos ofrecían caramelos para que no llorásemos, la añoranza
insinuándome que esa época fue mejor, menos complicada, más alegre, porque nada
nos repugnaba, ni siquiera que el de adelante sorbiera poniendo sus labios directamente en el grifo,
y al parecer en el aeropuerto sólo yo bebo ahí, los turistas han de temerle al
cólera del trópico, y así se curan en salud comprando agua embotellada. Luego
de saciar mi sed busco mi puerta de abordaje, pero ya no voy solo, me siguen
mis amigos transpirando, contentos por estar nuevamente reunidos, por esa risa
que contagia, donde era y es imposible sentirse miserable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario