Un hombre se aproxima
y me pregunta ‘¿Víctor?’, durante un momento pienso decirle que sí, cómo cuesta
encontrar personas en el aeropuerto, que me dé el itinerario de Víctor, las
llaves de un auto que yo no renté, dirigirme bajo la lluvia hacia una casa
donde no me esperan, hacia la habitación de hotel que yo no reservé, hacia una
mujer que quizá me halle un aire familiar, pero ella jamás ‘¿Víctor?’, y en ese
titubeo el hombre percibe mi desamparo, el desorden de mi equipaje, y se
convence que no soy Víctor.
Luego de la aduana
pago un boleto de ómnibus que me llevará a Aeroparque, y cuando salgo a la zona
de espera busco mi nombre en los carteles que levanta la gente hacinada, sé que
no es posible que alguien aguarde por mí, pero aún así busco con convicción,
quizá un milagro, un delegado, un enviado especial, aunque sea un ‘¿Víctor?’
que me dé permanencia, la impresión de ser bienvenido.
Salgo del aeropuerto
y me dirijo a un grupo de taxistas que fuman recostados en la pared, se
incorporan suponiendo que rentaré un taxi pero pregunto por el portal B, de ahí
saldrá el ómnibus que ya pagué. Se me cruzan tanto las palabras, la desolación
revolviéndome las ideas, el desencanto casi quebrándome ante ellos, y se me
ocurre que quizá estén acostumbrados a gente desesperanzada, porque el de
aretes en ambas orejas se incorpora aún más y me palmea en la espalda, ‘todo
bien, el fondo a la izquierda’, y en su ternura dosificada supo reconstituirme,
otorgarme la fuerza para afrontar lo que vendría en Aeroparque, lo que todavía
no acaba.
Me fastidian las 10
horas que faltan para mi próximo abordaje. Diez horas que no pueden ser
consumidas caminando por el aeropuerto, observando a la gente que regresa, la
que se va por primera vez, un desfile que no podría entretener a alguien con
tantas maletas. 5 meses de ropa contenidas, arrastradas hasta una fila de
sillas desocupadas, donde pienso acomodarme, amarrar el equipaje entre sí para
que cualquier arrancamiento me despierte, del sueño que pretendo conseguir y en
el fondo sé que no llegara, porque el rumor desquiciante de las ruedas de los
maletines, las pisadas desorientadas de gente conmovida, golpeada por el cambio
de horario, y las tres horas que en ese momento no significan nada para mí, que
seguramente me repercutirán en los próximos días. Y de pronto ese insomnio
acompañado por los relatos de ‘Stereo Offset’ se sorprende ante la llegada de
dos mujeres, un hombre y una niña que ocupan los asientos restantes de la fila.
Se ubican, acoplan sus cuerpos y logran dormir. Los envidio por un momento, lo
que dura un cabeceo que me imagina devuelto a casa, entre la oscuridad de mi
cuarto, las luces que apenas se filtran a través de las persianas, lo que
parece un sueño y más bien es un zancudo que no zumba, que son miradas
perturbadoras, duermevela vigilada y no se posan en mí directamente, sino en la
escena dramática de una familia varada en un aeropuerto, la nena aferrada a los
brazos de su madre, la tía casi en cuclillas en un extremo, el padre con el
cuello contorsionado para atrás, y lo que podría ser el tío entreabriendo los
párpados, asegurándose que nadie perturbe el sueño de los suyos, de la familia
que logró ser por casualidades de itinerario y mala suerte, esa familia que lo
acoge, que no se extraña con su presencia, aunque alguien se desperece y lo
encuentre al lado volviendo a leer a Pablo Bromo, levantándose a estirar las
piernas, a darle un descanso a las nalgas tullidas de tanto asiento ergonómico,
apurando vanamente al reloj de su celular, exigiéndole al reloj digital del
aeropuerto que pase rápido o que le permita dormir nuevamente, esta vez en el
suelo, un poco ajeno a la lástima que sienten otros pasajeros que procuran
hacer más silenciosos su tránsito ante la imagen conmovedora, ante su propia
conmiseración sin propuesta, sin alternativa, simplemente una anécdota o ni
siquiera eso, apenas alguien recordará que la niña despertó sollozando, le
habrá dolido la espalda, habrá presentido que su tío ya habrá encontrado su
destino en la cartelera de vuelos, marchándose sin cruzar una palabra, sin
prometer volver a verla, sin darle un beso en la frente para tranquilizarla.
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