Un tipo entra
apresuradamente a una farmacia. Es otra atmósfera, otro mundo con aire acondicionado
y aroma a desinfectante. El joven dependiente está familiarizado con la prisa,
la compadece. Por la expresión del tipo intuye que no tiene una emergencia
médica. Se aproxima al despacho y sin tartamudear le pide una caja de
preservativos acanalados. Lo pide cortésmente pero eso no evita que lo odie
menos. Mientras la máquina lee la barra de códigos, lo mira de reojo. Analiza
su postura, sus gestos, la forma en que saca los quetzales con los que paga.
Quiere saber qué hay de dislocado en él, qué no termina de encajar. Se pregunta
en qué reside la diferencia entre ellos. ¿Cuál rasgo, cuál gesto los hace
esencialmente distintos para que él invierta su noche en un trabajo mal pagado
y el cliente en una mujer que lo espera apoyada en una de las ventanas del
motel de la esquina? Puede que no sea mucho. Puede que el abismo entre ambas
veladas sea sólo cuestión de suerte. Y aún convenciéndose de ello sabe que la
soledad será más contundente luego que el tipo abandone la farmacia, cuando atraviese
la noche imaginando tantas cosas que ocurren en otros sitios.
lunes, 17 de noviembre de 2014
jueves, 6 de noviembre de 2014
Final MLS
En la habitación
existe un debate sobre qué jugador es mejor. Los colombianos enardecidos por el
desempeño de su selección nacional en el mundial no dan más de sí con James
Rodríguez. Vagamente rescatan a Radamel Falcao. El peruano se limita a Pizarro.
Emplea una táctica extra-futbolística, alude a un premio donde lo catalogan el
jugador extranjero más apuesto en la Bundesliga. Ríe, pero en el fondo cree que
sus argumentos conseguirán un peldaño en el podio para su compatriota. Yo me
escudo con el ‘Pescadito’ Ruiz, me acuerdo de una chilena en el Mateo Flores
contra Costa Rica. Nunca había gritado un gol con tanto fervor, nunca había
sentido la sintonía de una multitud como esa noche en la General Norte. Sé que
mi nostalgia no es válida, no le da ventaja, no lo hace mejor jugador. Se ríen
de mí, del ‘Pescadito’, siguen con su debate sin considerarme. Mencionan
equipos en Europa, titularidad, minutos. Prefiero marcharme, refugiarme en el
computador. Me siento traidor por no defender lo mío, pero no tengo argumentos.
Busco el video de esa chilena, porque quizá pueda convencer a alguien con esa
acrobacia, con ese desparpajo de talento. Me topo con otro video. Una final de
la MLS, el ‘Pescadito’ echando el gol del triunfo. Un gol trascendental. No
cualquier jugador saca la calidad en esos momentos. Estoy a punto de cerrar la
viñeta para buscar una anotación más espectacular, sin embargo, una corazonada.
Total, es un video de 3 minutos descontados a la vida. Aguardo y luego del
pitido final un reportero entrevista a Ruiz en español. Le pregunta a quién le
dedica el gol del campeonato. “Para el pueblo de Guatemala que sufre hambre y
violencia”. Una calidez navideña se aloja en mi pecho. Hormiguea el tacto de un
balón bajo mi pie derecho. No tengo que demostrarle nada a nadie.
lunes, 3 de noviembre de 2014
El FBI
Se preparaba para
tomar una ducha. El celular lo llevaba en la mano para bañarse oyendo música.
Una canción de la “Gran Calabaza” que lo despertase, que le sacudiera el sueño
que aún arrastraba desde la cama. Antes de abrir el grifo la música del celular
fue interrumpida por una llamada. Estuvo a punto de decidir no tomarla, la
devolvería cuando terminara de bañarse. Sin embargo, algo lo apremió, un
presentimiento, algo logró hurgar en su curiosidad, en ese descampado que era
su casa un domingo por la mañana. En la pantalla del celular apareció: Número
privado; pensó en un arranque de estupidez: ‘Mierda, el FBI’. Demasiados
documentales, demasiadas series de policías asesinando el tiempo. Contestó
intrigado. Un aló a secas. Del otro lado le respondieron con una tonadita que
conocía, que lo remitió a un par de meses atrás, ‘¿Sabés quién te habla?’.
Perdió la compostura, el manejo del espacio. Empezó a caminar medio desnudo por
las habitaciones, escuchando esa voz cavernosa de llamada de larga distancia.
Entendía quién hablaba, incluso la imaginaba hablando desde una cabina
telefónica, pero no podía asimilar la desbandada de palabras, lo que le
contaba. Se despedía de México, en cuestión de horas regresaría a Argentina,
todavía visitó Guanajuato y San Luis Potosí. Escuchó su risa a cientos de
kilómetros, su tonada cordobesa que empezó a arrepentirse por haberlo llamado,
por haber buscado el código de Guatemala en la guía telefónica. Calló y supo
que aguardaba por sus palabras. En un ataque de pánico le preguntó si había
visto mucho oro en Guanajuato, si había visto momias. Una transición hacia el
estupor: le contó sobre su rutina en la facultad porque no tenía otra cosa qué
contarle. Ella lo interrumpió, le advirtió que ya sólo le quedaban 7 segundos
de aire. La imaginó despeinada, con sus pertenencias desparramadas a sus pies,
ocupando la cabina con total propiedad como todos los sitios, limitándose a
respirar, contando el tiempo exacto para decirle un ‘te quiero’ que coincidiera
con el tono de llamada cortada. Vio extrañado la pantalla del celular, sintió
una fuga, un desconcierto.
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