Un tipo entra
apresuradamente a una farmacia. Es otra atmósfera, otro mundo con aire acondicionado
y aroma a desinfectante. El joven dependiente está familiarizado con la prisa,
la compadece. Por la expresión del tipo intuye que no tiene una emergencia
médica. Se aproxima al despacho y sin tartamudear le pide una caja de
preservativos acanalados. Lo pide cortésmente pero eso no evita que lo odie
menos. Mientras la máquina lee la barra de códigos, lo mira de reojo. Analiza
su postura, sus gestos, la forma en que saca los quetzales con los que paga.
Quiere saber qué hay de dislocado en él, qué no termina de encajar. Se pregunta
en qué reside la diferencia entre ellos. ¿Cuál rasgo, cuál gesto los hace
esencialmente distintos para que él invierta su noche en un trabajo mal pagado
y el cliente en una mujer que lo espera apoyada en una de las ventanas del
motel de la esquina? Puede que no sea mucho. Puede que el abismo entre ambas
veladas sea sólo cuestión de suerte. Y aún convenciéndose de ello sabe que la
soledad será más contundente luego que el tipo abandone la farmacia, cuando atraviese
la noche imaginando tantas cosas que ocurren en otros sitios.
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