Por cierta sonrisa
fuera de lugar, intuyó que su compañero le cobraría caro ese turno que le
cubrió un domingo por la mañana. Lo más común era que le pidiera devuelta el
favor un sábado en la noche o un día festivo que cayera viernes. No obstante,
el muy malparido se guardó la ocasión hasta la noche de año viejo. Era el peor
día para ir a trabajar. Las fiestas acentuaban aún más el ambiente depresivo
dentro y alrededor de los cubículos; todos los operadores pensaban en la
familia celebrando en casa pese a su ausencia, en la cena especial que tendrían
que recalentar miserablemente en microondas cuando regresaran. Cristina está
resignada, necesita el dinero. Llega al turno sin ganas, como casi siempre. No
es novedad en ella sentir que malgasta su vitalidad, que ese trabajo es una
amnesia del cual apenas podrá salvar un par de memorias. Se postra ante el
monitor asignado, instala los audífonos sobre sus orejas y cambia su estatus a
‘online’. Le amarga la posibilidad de que hoy llamen tipos ineptos, personas
cuyo inglés resulta indescifrable. Aguarda pero la primera llamada no entra. Es
inusual, levanta la vista por encima del cubículo y encuentra a sus compañeros
también a la expectativa, intrigados. El coordinador tampoco tiene una
explicación. Por la fecha debería ser previsible recibir miles de llamadas,
miles de interlocutores solicitando servicio técnico, intentando
desesperadamente comunicarse con gente en otros estados, a cientos de
kilómetros. De cualquier modo, todos saben que es indistinto que no haya
conexión, ellos están contratados por horario. Pide permiso para ir al
sanitario. Usará cuatro de los diez minutos que les conceden para esparcimiento
o necesidad. Orina, lava sus manos y de paso se echa agua en la cara. Nunca ha
incurrido en el dramatismo de preguntarse: ¿será que podré aguantar un día más
así? Se ha percatado que es sencillo resistir cuando se tienen
responsabilidades, incluso cuando el panorama es desalentador. Regresa a su
puesto, e inmediatamente después de declararse ‘online’ entra una llamada. Nota
que los demás operadores están ociosos, cree que es una mala jugada del
coordinador. Saluda cortésmente en un idioma que no es el suyo, pero que le ha
ayudado a sobrevivir. Escucha un acento sureño, una voz elegante y antigua. La
anciana no se decanta a describirle su problema telefónico, sino se interesa
por el acento de Cristina. Quiere saber de dónde le hablan. Cristina le
responde que desde Guatemala; la anciana calla un momento, titubea y pregunta
si hay un desierto o una selva alrededor. En su mejor tono a modo, le explica
que el país es tropical, pero que ella le habla desde una ciudad, ‘Guatemala
city’ hace énfasis. La anciana parece renuente a creerle, e inquiere si hay
electricidad y agua, si ve automóviles en la calle o carretas de caballo. ‘Esta
vieja pisada ha de pensar que somos cavernícolas’, lo piensa pero no lo dice,
acaso sí se atrevería borracha. Se acuerda que monitorean las llamadas, que la
pueden reprender si se distrae en una charla casual, si no proporciona el
servicio. Le solicita a la señora que describa su problema; si es con el
aparato o con el plan contratado. Escucha una murmuración, una reconsideración
de las cosas; imagina a la anciana midiendo sus palabras, acomodándose las
gafas, tragando saliva. La estática se impone, resbala en el pabellón de sus
orejas; el monitor reporta que se ha perdido la comunicación con el cliente. Fue
una llamada extraña, que excedía sus obligaciones laborales; porque la anciana
había buscado en ella una interacción, un contacto humano, un subterfugio
contra la soledad. Cristina ve el reloj de su celular, y calcula que en algún huso
horario de Estados Unidos recién se cumplieron las doce de la noche del primero
de enero.
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