Los ojos girando abruptos durante el sueño, despertándome. Mi
habitación de siempre a oscuras, las sombras tenaces de las cortinas. Un malestar
vago hormigueándome sobre el abdomen. Vanamente hago todo lo posible para
volver a dormir. Cierro con fuerza los párpados, me empeño en bostezar, pero
nada me devuelve la somnolencia. Quiero descansar, mañana será un día ocupado.
Las sábanas y la almohada me incomodan. Cambio de posición, y ahí me convenzo
que tendré insomnio, uno sin motivos reales o de los cuales tenga yo
consciencia. El malestar empieza a madurar, mi cuerpo lo reconoce y exige ir al
baño. Acaso ahí esté el alivio, acaso el intestino no me deje dormir. Cuando
abro la puerta, y veo el inodoro, no sé muy bien qué hacer; es un cruce de
necesidades. Una vaharada viniendo de cualquier sitio, de la memoria de los
camarones que tuve por almuerzo. Apenas me da tiempo de levantar la tapa. Es
súbito, el vómito se sucede a sí mismo, cada vez menos espeso. Un momento de
tregua, donde me quedo sola con el espasmo horrible, la contracción dolorosa
que ya no tiene nada qué expulsar. Ahí me percato que fui estridente, que de
madrugada y con la casa silenciosa, a más de alguien debí haber despertado. Otra
arcada, y presiento a alguien abriendo la puerta del baño, contemplándome desde
el umbral. Es mi madre, pero trae un semblante que no encaja con mi situación.
No parece estar a punto de consolarme, de preguntarme si me siento bien, o si
prepara un té, una sopa, o cualquiera de sus remedios caseros. Parece no
importarle que casi expulso el estómago por la boca, la posibilidad de que esté
intoxicada. Trae otra preocupación. Otras palabras bulléndole en la lengua.
- ¡Ojalá no estés
embarazada, Ericka Raquel!
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