El 6 de mayo de 1732,
en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala, el
sacerdote Juan Oviedo tuvo una visión atroz mientras levantaba la eucaristía
ante los feligreses. No pudo continuar con la ceremonia. Perdió el estado de
plenitud que precisaba para tocar al cuerpo de Cristo. Una furia proporcional a
la sucesión de sismos que él no viviría y que dejaría a la iglesia de Santa
Clara en ruinas, lo hizo aferrarse al altar. Temblaba de indignación, porque
durante el golpe de clarividencia le habían sido reveladas escenas de parejas
bailando sensualmente sobre el presbiterio; una bocina estremeciendo con ritmos
de una época promiscua la superficie erosionada
de los retablos; decenas de comensales devorando con gula un banquete sobre la
nave central; personas abominables fumando y emborrachándose sobre los
vestigios de un jardín que él había cuidado con tanta devoción. Bastó un
anticipo del infierno para que el cuerpo del cura cediera a una trombosis
fulminante, desmoronándose ante el grito ahogado de más de algún ancestro de la
concurrencia que celebraba una boda casi tres siglos después.
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