El cheque palpitando
en mi billetera, todavía con problemas
de endoso, aquí el nombre de la cuenta, aquí la firma tan parecida a la de mis
padres, a la de mi abuela, ¿y dónde está mi originalidad?, lo que debería ser
mi huella irrepetible en el mundo financiero y de autentificación de
documentos. Y aunque continúe palpitando me da flojera irlo a depositar, a
cambiar el papel por una nueva cifra en mi cuenta de ahorro, me anticipo a la
cola inmensa, al abismo que hay entre la persona que me sucede y antecede en la
fila, pese al paso que nos separa, con qué cara aguardo, cuántos minutos
despilfarro, ojalá lleguen momentos luminosos que repongan tanto tiempo perdido
en colas de banco y en embotellamientos diarios. Y si con esperar no bastara,
de pronto oigo mi nombre pronunciado en gritos, a mi madre que me dice que no
me aleje demasiado, el centro comercial Montserrat dibujándose de pronto, ya
con adornos navideños, un noviembre para volar barrilete, y el grito continúa,
me hace voltearme, buscar la puerta de salida y encarar el antiguo Colegio ‘Los
Andes’, ver los pinos que ahora ya no existen, la puerta abierta del portón
desde donde me saludan tres niños como yo, que agitan sus brazos mientras me
nombran, entrecierro los ojos y reconozco a Pablito, Kevin Pereira y Javier,
los tres son mis amigos, y me conmueve la alegría sincera con que me saludan,
con que quisieran salir del colegio para acompañarme en la cola inmensa que mi
mamá hace desde hace media hora. Pido permiso para cruzar la avenida, ¿será
avenida?, y mi mamá negándomelo, convencida que aún soy demasiado pequeño para
atravesarla sin alguien que mire por mí ambos lados, sin que alguien que
sostenga mi mano. Y sólo me queda devolverles el saludo con la misma alegría,
persuadido que es más divertido el curso de vacaciones a estar en casa viendo
televisión, jugando con mis dinosaurios, haciendo cola en el banco.
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