lunes, 20 de octubre de 2014

La cola del banco

El cheque palpitando en mi billetera,  todavía con problemas de endoso, aquí el nombre de la cuenta, aquí la firma tan parecida a la de mis padres, a la de mi abuela, ¿y dónde está mi originalidad?, lo que debería ser mi huella irrepetible en el mundo financiero y de autentificación de documentos. Y aunque continúe palpitando me da flojera irlo a depositar, a cambiar el papel por una nueva cifra en mi cuenta de ahorro, me anticipo a la cola inmensa, al abismo que hay entre la persona que me sucede y antecede en la fila, pese al paso que nos separa, con qué cara aguardo, cuántos minutos despilfarro, ojalá lleguen momentos luminosos que repongan tanto tiempo perdido en colas de banco y en embotellamientos diarios. Y si con esperar no bastara, de pronto oigo mi nombre pronunciado en gritos, a mi madre que me dice que no me aleje demasiado, el centro comercial Montserrat dibujándose de pronto, ya con adornos navideños, un noviembre para volar barrilete, y el grito continúa, me hace voltearme, buscar la puerta de salida y encarar el antiguo Colegio ‘Los Andes’, ver los pinos que ahora ya no existen, la puerta abierta del portón desde donde me saludan tres niños como yo, que agitan sus brazos mientras me nombran, entrecierro los ojos y reconozco a Pablito, Kevin Pereira y Javier, los tres son mis amigos, y me conmueve la alegría sincera con que me saludan, con que quisieran salir del colegio para acompañarme en la cola inmensa que mi mamá hace desde hace media hora. Pido permiso para cruzar la avenida, ¿será avenida?, y mi mamá negándomelo, convencida que aún soy demasiado pequeño para atravesarla sin alguien que mire por mí ambos lados, sin que alguien que sostenga mi mano. Y sólo me queda devolverles el saludo con la misma alegría, persuadido que es más divertido el curso de vacaciones a estar en casa viendo televisión, jugando con mis dinosaurios, haciendo cola en el banco. 

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