viernes, 3 de octubre de 2014

Peligro bioquímico

Ese olor nuevamente. Lo venía sintiendo desde el día de su cumpleaños. Bueno, un par de semanas después pero esa era la referencia temporal más inmediata que tenía. Había empezado como un hálito inquietante que aparecía en las horas de sol pero ahora es una vaharada omnipresente e insoportable. Nadie ni nada podía quitarle la impresión de que el olor salía de ella. Lo sentía ascender, apropiarse centímetro a centímetro de su cuerpo. Intentó bañarse tres veces al día, visitar a un ginecólogo, hacerse revisar por un otorrinolaringólogo porque quizá su problema fuese olfativo, pero parecía no haber conjuro. Casi no abandonaba su habitación, se rociaba perfume a cada instante, accionaba el aromatizador en cada rincón de la casa. Su madre la llamaba, le pedía que fuera sensata, que no perdiera el empleo. No le abría la puerta a su novio, lo atendía desde el intercomunicador, lo convenció que ni ella misma podía aguantarse el hedor. Poco a poco se acomodaba a su cuarentena, le hacía bien sentirse tan inaccesible, tan repelente. Los vecinos empezaron a quejarse del olor, los zopilotes hacían rondas sobre el techo. Llamaron al departamento de sanidad porque se corrió el rumor de que había muerto, que su cadáver se maceraba en el sopor de la bañera. Los delegados se pusieron trajes espaciales, prepararon sus estómagos para encontrar algo perturbador, forzaron la cerradura y entraron sin sigilo, un poco aterrados. Hallaron a la mujer mirando la televisión, un canal de caricaturas. No opuso resistencia cuando la acostaron en una camilla portátil y la confinaron en un ambiente sellado. La pestilencia persistía, la fuente aún estaba en la casa. Se sentía la expectativa afuera, los medios de comunicación se agolpaban ante la cinta amarilla de peligro bioquímico. Decidieron sacrificar un perro, entrarlo a la casa y que siguiera el rastro hasta el punto de origen. El perro casi desfallecido indicó algo sobre el sofá, el bolso de mano de la mujer. Volvieron a temer, habían visto demasiadas películas de terror, imaginaron dedos coleccionados, lenguas cortadas, variedad de vísceras. Como en toda cadena de mando, enviaron al más joven a que abriera la bolsa, a que hurgara en ella. Pudo escucharse una liberación de gases al correr el cierre. Relajó el rostro, no había nada escalofriante, incluso nada de lo cual pudiera emanar la pestilencia a primera vista. Tomó la cartera e hizo que cediera el mecanismo. Un líquido pareció removerse, empezó a gotear cuando la sacudió sobre el piso. Era una gaza pútrida, un material viscoso que los hizo encoger la nariz y cerrar los párpados pese al casco. De uno de los compartimientos brotó un rectángulo que hizo un chasquido al caer. Esterilizaron el sitio, incineraron la fuente, le aplicaron un baño especial a la mujer. En el informe diría: licencia de conducir caduca con alto grado de descomposición. 

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