Ese olor nuevamente.
Lo venía sintiendo desde el día de su cumpleaños. Bueno, un par de semanas
después pero esa era la referencia temporal más inmediata que tenía. Había
empezado como un hálito inquietante que aparecía en las horas de sol pero ahora
es una vaharada omnipresente e insoportable. Nadie ni nada podía quitarle la
impresión de que el olor salía de ella. Lo sentía ascender, apropiarse
centímetro a centímetro de su cuerpo. Intentó bañarse tres veces al día,
visitar a un ginecólogo, hacerse revisar por un otorrinolaringólogo porque
quizá su problema fuese olfativo, pero parecía no haber conjuro. Casi no
abandonaba su habitación, se rociaba perfume a cada instante, accionaba el
aromatizador en cada rincón de la casa. Su madre la llamaba, le pedía que fuera
sensata, que no perdiera el empleo. No le abría la puerta a su novio, lo
atendía desde el intercomunicador, lo convenció que ni ella misma podía
aguantarse el hedor. Poco a poco se acomodaba a su cuarentena, le hacía bien
sentirse tan inaccesible, tan repelente. Los vecinos empezaron a quejarse del
olor, los zopilotes hacían rondas sobre el techo. Llamaron al departamento de
sanidad porque se corrió el rumor de que había muerto, que su cadáver se
maceraba en el sopor de la bañera. Los delegados se pusieron trajes espaciales,
prepararon sus estómagos para encontrar algo perturbador, forzaron la cerradura
y entraron sin sigilo, un poco aterrados. Hallaron a la mujer mirando la
televisión, un canal de caricaturas. No opuso resistencia cuando la acostaron
en una camilla portátil y la confinaron en un ambiente sellado. La pestilencia
persistía, la fuente aún estaba en la casa. Se sentía la expectativa afuera,
los medios de comunicación se agolpaban ante la cinta amarilla de peligro
bioquímico. Decidieron sacrificar un perro, entrarlo a la casa y que siguiera
el rastro hasta el punto de origen. El perro casi desfallecido indicó algo
sobre el sofá, el bolso de mano de la mujer. Volvieron a temer, habían visto
demasiadas películas de terror, imaginaron dedos coleccionados, lenguas
cortadas, variedad de vísceras. Como en toda cadena de mando, enviaron al más
joven a que abriera la bolsa, a que hurgara en ella. Pudo escucharse una
liberación de gases al correr el cierre. Relajó el rostro, no había nada
escalofriante, incluso nada de lo cual pudiera emanar la pestilencia a primera
vista. Tomó la cartera e hizo que cediera el mecanismo. Un líquido pareció
removerse, empezó a gotear cuando la sacudió sobre el piso. Era una gaza
pútrida, un material viscoso que los hizo encoger la nariz y cerrar los
párpados pese al casco. De uno de los compartimientos brotó un rectángulo que
hizo un chasquido al caer. Esterilizaron el sitio, incineraron la fuente, le
aplicaron un baño especial a la mujer. En el informe diría: licencia de
conducir caduca con alto grado de descomposición.
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