Estoy constituido esencialmente
por contradicciones. Porque aún miro con odio retroactivo a las personas que
contaminan mi aire con el humo de su cigarrillo. Esa mala costumbre de la gente
a fumar mientras caminan por la calle, mientras esperan en la fila del pan. Sé
que es un despropósito acudir a la ley de ambientes libres de tabaco, a la
empatía de los fumadores. En el fondo nos conviene a todos convencernos que vivimos
en una cápsula individual. Me molesta el humo, en mi hipocondría siento cómo
las partículas entran en mi nariz, instalándose en los alvéolos, contaminándome
la sangre, el presagio de un cáncer ajeno, que tantos malnacidos trabajaron en
mí. Sin embargo, no me importó que ella fumara un promedio de tres cigarrillos
diarios. Al menos eso fue lo que me dijo. No podría calcularlo por el aroma a
tabaco que sentía cuando la besaba, cuando me aproximaba a su cuerpo. La
cadencia de mi deseo recorriéndole cada tramo de piel, haciendo énfasis en sus
lunares. Ahí está mi incongruencia, porque llegado a un punto el olor cesaba de
agredirme, de causarme rechazo. Lo escribo de ingenuo porque en el fondo
sospecho que me robó el aire, que en sus besos estuvo el humo que no me
permitió correr a todo pulmón tras el taxi que la llevó hacia la terminal de
buses. El taxista no pudo ver mi carrera en el retrovisor central, mi
aspaviento que le pedía que se detuviese, no tuvo razón para preguntarle ‘¿me
detengo?’, orillándose para que yo le implorara que se quedase un par de días
de más, 6 cigarrillos más, que tuviese la oportunidad de escucharme recuperando
el aliento.
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