Se me perdió alguien
en Belice. Llevo ya dos días sin saber de ella. Dos días rascándome la cabeza en
la Isla de Flores. Ahí me he quedado mojándome los pies en calles inundadas,
contemplando perplejo los zancudos que merodean mi falta de decisión. No puedo
pasar más tiempo esperando a la entrada de la isla, viendo cómo llegan los
turistas, cómo oscurece de nuevo. Supuse que la vería llegar en un tuc-tuc, más
bronceada que nunca, trayendo en su equipaje una caracola de mar que contuviese
el rumor de las olas de una playa que no he visitado, que quizá nunca llegue a
ver. Esperaré hasta hoy a mediodía, luego iré a la terminal de buses y pagaré
un boleto hasta Melchor de Mencos. Me intimidan las fronteras pero no tengo
otra opción, no puedo dejarla en Belice a su suerte. Me servirá el inglés que
me enseñó mi profesor beliceño en diversificado. Podré preguntar en las plazas,
en las tiendas, sacar a relucir mi acento empolvado: Did you have seen a little woman with a big backpack? He consumido
demasiadas series policiales para creer que daré con ella fácilmente. Más de
algún testigo he de encontrar en la travesía hacia Chetumal. Acaso alguien me
diga que quizá vio a una mujer con la descripción referida. Acaso tenga que
refrescarle la memoria con 5 dólares. Se cerciorará que nadie lo observa y
entre susurros, bajo la sombra de un voladizo, me dirá que la vio comprando una
cámara fotográfica. A partir de ahí podré recrearla, dilucidar posibles motivos
de su desaparición. Cuántas veces no la vi enfocando a personas sin pedirles
permiso, capturándolos en su cotidianeidad. Una foto invasiva, que no respetaba
el transcurrir de sus vidas. Si encontrara la memoria de su cámara podría ver una
secuencia de personajes: ancianos jugando dominó, una mujer apoyada sobre el
marco de su ventana, un pescador encendiendo el motor de su lancha, la
maldición de un taxista, hombres y mujeres aguardando fuera de una farmacia. Y
sabré que es un despropósito, porque el peligro y la furia habrán venido de
alguien que no fue enfocado, que no cupo en la foto, que vio una oportunidad en
la ingenuidad de la turista.
jueves, 25 de diciembre de 2014
martes, 16 de diciembre de 2014
Pato
Si viajo a Buenos Aires lo hago con el único propósito de encontrarlo. Le
escribo a usted, Roberto Abbondanzieri. No soy un hincha enardecido de Boca
Juniors, ni un fan particular suyo. Sin embargo, estoy decidido a buscarlo a
toda costa. No lo hago por mí, sino por la memoria de un amigo. Creo que no me
he puesto a pensar si usted se encuentra realmente en ella. Asimismo no sé bien
cómo armaré mis palabras cuando lo tenga enfrente, qué alcanzaré a decirle
durante el tiempo que usted me conceda. Lo imagino en una academia deportiva,
entrenando niños que aspiran llegar a dónde usted llegó. Y quizá eso me dé una
pauta para saber cómo hablarle, para contarle que mi amigo en realidad quiso
ser como usted, literalmente. Nunca se lo pregunté pero estoy seguro que él
decidió la posición de arquero por usted, por la gloria que sintió propia al
verlo atajar cualquier penal de su carrera, cualquier penal trascendental.
Desconozco si llega a enternecerse cuando casualmente mira a un niño portando
su camisola, usando su número y apellido sobre la espalda. Mi amigo quería que
lo reconocieran por su apodo, que lo demás le dijeran ‘Pato’ con naturalidad,
que lo asociaran inmediatamente con usted. En palabras sencillas, usted era su
ídolo, y continuaría siéndolo si él aún estuviera con vida. La violencia en
Guatemala no se limita a las noticias de actualidad, termina alojándose en el
horizonte, en nuestras aspiraciones. ¿A dónde habrá ido ese anhelo de ser
portero profesional? ¿Qué habrá sido de él al momento de la ráfaga, de la vida
echándose abruptamente hacia atrás? Quizá usted se habría sentido orgulloso si hubiese
tenido la oportunidad de verlo bajo el marco. De seguro usted se habría
conmovido al ver la réplica de la camisola que usó en Boca Juniors cubriendo el
ataúd, envolviendo el reservorio de un sueño en fuga.
viernes, 12 de diciembre de 2014
Pullman
Empiezo por el
escalofrío, la escalera de tu espina dorsal. Busco a tientas, con los labios,
tus lunares en la oscuridad. Yo ya estuve en ese lunar, un susurro arremangado,
vuelto hacia adentro. Huellas dactilares que dejo y se borran al instante, un
reconocimiento, un mapeo nuevo de tu silueta. Me toma un momento, un respiro, asumir
la realidad, la blancura de tu espalda, la penumbra de tu cabello. Continúo
bajando, siempre con los labios. Tus nalgas y el delirio. Tus muslos trémulos,
las rodillas y tu cicatriz. Te quito los calcetines porque en algún lugar leí
que es mala suerte desnudarse por completo. Un plagio, una enajenación porque
ya no pienso nada más. Poso un beso sobre el empeine de tu pie izquierdo. Luego
el ascenso, demorado, tramo por tramo, encontrando otras constelaciones, otros
puntos de mi deseo. El erotismo de descubrirte esperándome sin restricción, con
la ternura y el principio del placer. El arco de tu cuerpo extraviando la
bombacha. Cada vez más agradecido, menos racional. Tus piernas me amarran desde
el principio, sin perspectiva, encegueciéndome. Murmullo algo que luego no
recordaré, que no artículo bien, que hace eco en tus orejas que escuchan casi
nada. Y desfallezco en un estertor que quiere buscar al tuyo del otro lado,
entrecortado. Transpiro mientras aún me aferro a tu espalda, extenuado,
devastado, todavía sin creer que te marcharás dentro de unas horas, sentada en una
pullman, viajando hacia la frontera mientras pasan una película de Disney.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Lluvia poblana
Por fin entiendo la
furia de mi madre cuando caminaba descalzo por la casa, ensuciando los
calcetines. La perdono por esos contundentes tirones de pelo que me dejaban con
jaqueca, por la chancleta voladora que casi siempre erraba. No creo que lo
hiciera a propósito, era sólo mala puntería. Por fin comprendo los anuncios de
detergentes, la ama de casa que prefiere usar el producto menos irritante,
porque el jabón fue inclemente cuando lavé la ropa a mano en Puebla. Tenía que
pagar un precio por la independencia, por vivir alejado de la comodidad
limitante de mi hogar. Se me resecaron las manos, fueron cubiertas por un polvo
blanco, la caricia áspera, la ternura haciendo turno en cualquier sitio. Por
fin hice mío el pánico que noté en mi madre, en mi abuela, siempre que había
ropa tendida en la terraza y comenzaba a llover. Antes me hacía gracia el grito
al cielo: ¡la ropa!, como si sus fibras vegetales comenzaran a vibrar hasta
consumirse en combustión espontánea. Suspendían cualquier cosa que estuvieran
haciendo, incluso el sorbo de café. En ninguna otra ocasión sentía a mi madre
tan ágil y capaz como cuando subía las gradas hacia la terraza y regresaba con
toda la ropa acuestas, con el alivio proporcional de haber salvado las prendas
del fuego, de cualquier evento que las hiciera irrecuperables. Ahora entiendo.
La lluvia poblana hizo que ahora me sienta empático con mi madre, que cuando
llueva sea yo el primero en subir a zancadas las escaleras. Me mira conmovida,
pero no sabe que allá padecía chaparrones que no me daban tiempo a rescatar las
prendas, que a veces me sorprendía lejos y sabía que era inútil correr. ‘Ya
fue, me tocará lavarla de nuevo’. Pero no era tan sencillo, porque mientras me
resignaba alcancé a preguntarme varias veces: ¿qué putas estoy haciendo aquí?,
¿qué mierdas hago tan lejos de casa?
jueves, 4 de diciembre de 2014
6 Cigarrillos
Estoy constituido esencialmente
por contradicciones. Porque aún miro con odio retroactivo a las personas que
contaminan mi aire con el humo de su cigarrillo. Esa mala costumbre de la gente
a fumar mientras caminan por la calle, mientras esperan en la fila del pan. Sé
que es un despropósito acudir a la ley de ambientes libres de tabaco, a la
empatía de los fumadores. En el fondo nos conviene a todos convencernos que vivimos
en una cápsula individual. Me molesta el humo, en mi hipocondría siento cómo
las partículas entran en mi nariz, instalándose en los alvéolos, contaminándome
la sangre, el presagio de un cáncer ajeno, que tantos malnacidos trabajaron en
mí. Sin embargo, no me importó que ella fumara un promedio de tres cigarrillos
diarios. Al menos eso fue lo que me dijo. No podría calcularlo por el aroma a
tabaco que sentía cuando la besaba, cuando me aproximaba a su cuerpo. La
cadencia de mi deseo recorriéndole cada tramo de piel, haciendo énfasis en sus
lunares. Ahí está mi incongruencia, porque llegado a un punto el olor cesaba de
agredirme, de causarme rechazo. Lo escribo de ingenuo porque en el fondo
sospecho que me robó el aire, que en sus besos estuvo el humo que no me
permitió correr a todo pulmón tras el taxi que la llevó hacia la terminal de
buses. El taxista no pudo ver mi carrera en el retrovisor central, mi
aspaviento que le pedía que se detuviese, no tuvo razón para preguntarle ‘¿me
detengo?’, orillándose para que yo le implorara que se quedase un par de días
de más, 6 cigarrillos más, que tuviese la oportunidad de escucharme recuperando
el aliento.
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