jueves, 25 de diciembre de 2014

Caracola

Se me perdió alguien en Belice. Llevo ya dos días sin saber de ella. Dos días rascándome la cabeza en la Isla de Flores. Ahí me he quedado mojándome los pies en calles inundadas, contemplando perplejo los zancudos que merodean mi falta de decisión. No puedo pasar más tiempo esperando a la entrada de la isla, viendo cómo llegan los turistas, cómo oscurece de nuevo. Supuse que la vería llegar en un tuc-tuc, más bronceada que nunca, trayendo en su equipaje una caracola de mar que contuviese el rumor de las olas de una playa que no he visitado, que quizá nunca llegue a ver. Esperaré hasta hoy a mediodía, luego iré a la terminal de buses y pagaré un boleto hasta Melchor de Mencos. Me intimidan las fronteras pero no tengo otra opción, no puedo dejarla en Belice a su suerte. Me servirá el inglés que me enseñó mi profesor beliceño en diversificado. Podré preguntar en las plazas, en las tiendas, sacar a relucir mi acento empolvado: Did you have seen a little woman with a big backpack? He consumido demasiadas series policiales para creer que daré con ella fácilmente. Más de algún testigo he de encontrar en la travesía hacia Chetumal. Acaso alguien me diga que quizá vio a una mujer con la descripción referida. Acaso tenga que refrescarle la memoria con 5 dólares. Se cerciorará que nadie lo observa y entre susurros, bajo la sombra de un voladizo, me dirá que la vio comprando una cámara fotográfica. A partir de ahí podré recrearla, dilucidar posibles motivos de su desaparición. Cuántas veces no la vi enfocando a personas sin pedirles permiso, capturándolos en su cotidianeidad. Una foto invasiva, que no respetaba el transcurrir de sus vidas. Si encontrara la memoria de su cámara podría ver una secuencia de personajes: ancianos jugando dominó, una mujer apoyada sobre el marco de su ventana, un pescador encendiendo el motor de su lancha, la maldición de un taxista, hombres y mujeres aguardando fuera de una farmacia. Y sabré que es un despropósito, porque el peligro y la furia habrán venido de alguien que no fue enfocado, que no cupo en la foto, que vio una oportunidad en la ingenuidad de la turista.

martes, 16 de diciembre de 2014

Pato

Si viajo a Buenos Aires lo hago con el único propósito de encontrarlo. Le escribo a usted, Roberto Abbondanzieri. No soy un hincha enardecido de Boca Juniors, ni un fan particular suyo. Sin embargo, estoy decidido a buscarlo a toda costa. No lo hago por mí, sino por la memoria de un amigo. Creo que no me he puesto a pensar si usted se encuentra realmente en ella. Asimismo no sé bien cómo armaré mis palabras cuando lo tenga enfrente, qué alcanzaré a decirle durante el tiempo que usted me conceda. Lo imagino en una academia deportiva, entrenando niños que aspiran llegar a dónde usted llegó. Y quizá eso me dé una pauta para saber cómo hablarle, para contarle que mi amigo en realidad quiso ser como usted, literalmente. Nunca se lo pregunté pero estoy seguro que él decidió la posición de arquero por usted, por la gloria que sintió propia al verlo atajar cualquier penal de su carrera, cualquier penal trascendental. Desconozco si llega a enternecerse cuando casualmente mira a un niño portando su camisola, usando su número y apellido sobre la espalda. Mi amigo quería que lo reconocieran por su apodo, que lo demás le dijeran ‘Pato’ con naturalidad, que lo asociaran inmediatamente con usted. En palabras sencillas, usted era su ídolo, y continuaría siéndolo si él aún estuviera con vida. La violencia en Guatemala no se limita a las noticias de actualidad, termina alojándose en el horizonte, en nuestras aspiraciones. ¿A dónde habrá ido ese anhelo de ser portero profesional? ¿Qué habrá sido de él al momento de la ráfaga, de la vida echándose abruptamente hacia atrás? Quizá usted se habría sentido orgulloso si hubiese tenido la oportunidad de verlo bajo el marco. De seguro usted se habría conmovido al ver la réplica de la camisola que usó en Boca Juniors cubriendo el ataúd, envolviendo el reservorio de un sueño en fuga.  

viernes, 12 de diciembre de 2014

Pullman

Empiezo por el escalofrío, la escalera de tu espina dorsal. Busco a tientas, con los labios, tus lunares en la oscuridad. Yo ya estuve en ese lunar, un susurro arremangado, vuelto hacia adentro. Huellas dactilares que dejo y se borran al instante, un reconocimiento, un mapeo nuevo de tu silueta. Me toma un momento, un respiro, asumir la realidad, la blancura de tu espalda, la penumbra de tu cabello. Continúo bajando, siempre con los labios. Tus nalgas y el delirio. Tus muslos trémulos, las rodillas y tu cicatriz. Te quito los calcetines porque en algún lugar leí que es mala suerte desnudarse por completo. Un plagio, una enajenación porque ya no pienso nada más. Poso un beso sobre el empeine de tu pie izquierdo. Luego el ascenso, demorado, tramo por tramo, encontrando otras constelaciones, otros puntos de mi deseo. El erotismo de descubrirte esperándome sin restricción, con la ternura y el principio del placer. El arco de tu cuerpo extraviando la bombacha. Cada vez más agradecido, menos racional. Tus piernas me amarran desde el principio, sin perspectiva, encegueciéndome. Murmullo algo que luego no recordaré, que no artículo bien, que hace eco en tus orejas que escuchan casi nada. Y desfallezco en un estertor que quiere buscar al tuyo del otro lado, entrecortado. Transpiro mientras aún me aferro a tu espalda, extenuado, devastado, todavía sin creer que te marcharás dentro de unas horas, sentada en una pullman, viajando hacia la frontera mientras pasan una película de Disney.  

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Lluvia poblana

Por fin entiendo la furia de mi madre cuando caminaba descalzo por la casa, ensuciando los calcetines. La perdono por esos contundentes tirones de pelo que me dejaban con jaqueca, por la chancleta voladora que casi siempre erraba. No creo que lo hiciera a propósito, era sólo mala puntería. Por fin comprendo los anuncios de detergentes, la ama de casa que prefiere usar el producto menos irritante, porque el jabón fue inclemente cuando lavé la ropa a mano en Puebla. Tenía que pagar un precio por la independencia, por vivir alejado de la comodidad limitante de mi hogar. Se me resecaron las manos, fueron cubiertas por un polvo blanco, la caricia áspera, la ternura haciendo turno en cualquier sitio. Por fin hice mío el pánico que noté en mi madre, en mi abuela, siempre que había ropa tendida en la terraza y comenzaba a llover. Antes me hacía gracia el grito al cielo: ¡la ropa!, como si sus fibras vegetales comenzaran a vibrar hasta consumirse en combustión espontánea. Suspendían cualquier cosa que estuvieran haciendo, incluso el sorbo de café. En ninguna otra ocasión sentía a mi madre tan ágil y capaz como cuando subía las gradas hacia la terraza y regresaba con toda la ropa acuestas, con el alivio proporcional de haber salvado las prendas del fuego, de cualquier evento que las hiciera irrecuperables. Ahora entiendo. La lluvia poblana hizo que ahora me sienta empático con mi madre, que cuando llueva sea yo el primero en subir a zancadas las escaleras. Me mira conmovida, pero no sabe que allá padecía chaparrones que no me daban tiempo a rescatar las prendas, que a veces me sorprendía lejos y sabía que era inútil correr. ‘Ya fue, me tocará lavarla de nuevo’. Pero no era tan sencillo, porque mientras me resignaba alcancé a preguntarme varias veces: ¿qué putas estoy haciendo aquí?, ¿qué mierdas hago tan lejos de casa?

jueves, 4 de diciembre de 2014

6 Cigarrillos

Estoy constituido esencialmente por contradicciones. Porque aún miro con odio retroactivo a las personas que contaminan mi aire con el humo de su cigarrillo. Esa mala costumbre de la gente a fumar mientras caminan por la calle, mientras esperan en la fila del pan. Sé que es un despropósito acudir a la ley de ambientes libres de tabaco, a la empatía de los fumadores. En el fondo nos conviene a todos convencernos que vivimos en una cápsula individual. Me molesta el humo, en mi hipocondría siento cómo las partículas entran en mi nariz, instalándose en los alvéolos, contaminándome la sangre, el presagio de un cáncer ajeno, que tantos malnacidos trabajaron en mí. Sin embargo, no me importó que ella fumara un promedio de tres cigarrillos diarios. Al menos eso fue lo que me dijo. No podría calcularlo por el aroma a tabaco que sentía cuando la besaba, cuando me aproximaba a su cuerpo. La cadencia de mi deseo recorriéndole cada tramo de piel, haciendo énfasis en sus lunares. Ahí está mi incongruencia, porque llegado a un punto el olor cesaba de agredirme, de causarme rechazo. Lo escribo de ingenuo porque en el fondo sospecho que me robó el aire, que en sus besos estuvo el humo que no me permitió correr a todo pulmón tras el taxi que la llevó hacia la terminal de buses. El taxista no pudo ver mi carrera en el retrovisor central, mi aspaviento que le pedía que se detuviese, no tuvo razón para preguntarle ‘¿me detengo?’, orillándose para que yo le implorara que se quedase un par de días de más, 6 cigarrillos más, que tuviese la oportunidad de escucharme recuperando el aliento.