Por fin entiendo la
furia de mi madre cuando caminaba descalzo por la casa, ensuciando los
calcetines. La perdono por esos contundentes tirones de pelo que me dejaban con
jaqueca, por la chancleta voladora que casi siempre erraba. No creo que lo
hiciera a propósito, era sólo mala puntería. Por fin comprendo los anuncios de
detergentes, la ama de casa que prefiere usar el producto menos irritante,
porque el jabón fue inclemente cuando lavé la ropa a mano en Puebla. Tenía que
pagar un precio por la independencia, por vivir alejado de la comodidad
limitante de mi hogar. Se me resecaron las manos, fueron cubiertas por un polvo
blanco, la caricia áspera, la ternura haciendo turno en cualquier sitio. Por
fin hice mío el pánico que noté en mi madre, en mi abuela, siempre que había
ropa tendida en la terraza y comenzaba a llover. Antes me hacía gracia el grito
al cielo: ¡la ropa!, como si sus fibras vegetales comenzaran a vibrar hasta
consumirse en combustión espontánea. Suspendían cualquier cosa que estuvieran
haciendo, incluso el sorbo de café. En ninguna otra ocasión sentía a mi madre
tan ágil y capaz como cuando subía las gradas hacia la terraza y regresaba con
toda la ropa acuestas, con el alivio proporcional de haber salvado las prendas
del fuego, de cualquier evento que las hiciera irrecuperables. Ahora entiendo.
La lluvia poblana hizo que ahora me sienta empático con mi madre, que cuando
llueva sea yo el primero en subir a zancadas las escaleras. Me mira conmovida,
pero no sabe que allá padecía chaparrones que no me daban tiempo a rescatar las
prendas, que a veces me sorprendía lejos y sabía que era inútil correr. ‘Ya
fue, me tocará lavarla de nuevo’. Pero no era tan sencillo, porque mientras me
resignaba alcancé a preguntarme varias veces: ¿qué putas estoy haciendo aquí?,
¿qué mierdas hago tan lejos de casa?
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