Empiezo por el
escalofrío, la escalera de tu espina dorsal. Busco a tientas, con los labios,
tus lunares en la oscuridad. Yo ya estuve en ese lunar, un susurro arremangado,
vuelto hacia adentro. Huellas dactilares que dejo y se borran al instante, un
reconocimiento, un mapeo nuevo de tu silueta. Me toma un momento, un respiro, asumir
la realidad, la blancura de tu espalda, la penumbra de tu cabello. Continúo
bajando, siempre con los labios. Tus nalgas y el delirio. Tus muslos trémulos,
las rodillas y tu cicatriz. Te quito los calcetines porque en algún lugar leí
que es mala suerte desnudarse por completo. Un plagio, una enajenación porque
ya no pienso nada más. Poso un beso sobre el empeine de tu pie izquierdo. Luego
el ascenso, demorado, tramo por tramo, encontrando otras constelaciones, otros
puntos de mi deseo. El erotismo de descubrirte esperándome sin restricción, con
la ternura y el principio del placer. El arco de tu cuerpo extraviando la
bombacha. Cada vez más agradecido, menos racional. Tus piernas me amarran desde
el principio, sin perspectiva, encegueciéndome. Murmullo algo que luego no
recordaré, que no artículo bien, que hace eco en tus orejas que escuchan casi
nada. Y desfallezco en un estertor que quiere buscar al tuyo del otro lado,
entrecortado. Transpiro mientras aún me aferro a tu espalda, extenuado,
devastado, todavía sin creer que te marcharás dentro de unas horas, sentada en una
pullman, viajando hacia la frontera mientras pasan una película de Disney.
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