Colocando el balón
sobre el círculo de cal, siente cómo todo el ruido de los graderíos se
precipita sobre él. Sus oídos distinguen una masa acústica sin coherencia; en
ella adivina rechiflas, insultos, oraciones, la estridencia espectacular de los
fanáticos enardecidos. En sus pies está el gol del campeonato, el final
eufórico de un partido llevado al límite de la condición física. Imagina a su
madre viéndolo a través de la televisión, a sus amigos de infancia posponiendo
sus redes de pescar para aplaudirle sus piques sobre las bandas del Mateo
Flores. Acaso todo Livingstone se encuentre paralizado; los turistas puede que
no se sientan bienvenidos. El arquero del equipo rival se aproxima al balón,
masculla algo ininteligible. En cámara lenta ve cómo se escupe el guante y
restriega la saliva sobre el esférico. El árbitro amonesta al guardameta, pero
el daño ya está hecho. Las fosas nasales se le obstruyen de terror y asco; lo
que todos tomaron como el más vulgar de los malos presagios, para él fue una
invocación, un eco oscuro dentro de su subconsciente. Súbitamente le pesa la
sangre, la persecución y destierro de sus ancestros, el África indómita
disminuyéndose en el horizonte. Las piernas se le engarrotan, sabe que no es el
cansancio. Cuando suena el silbato, se percibe aterido, maniatado por la
superstición. Sin explicárselo a sí mismo, intuye al dios de los esclavistas
coexistiendo con las deidades yorubas, el sincretismo religioso rebelándose,
implacable, susurrándole en el oído. La historia de su pueblo lo encuentra,
para su desgracia, justamente en la final de la liga profesional de fútbol
guatemalteco. Levanta la vista, alza el rostro desfigurado por el pánico. El
arco le parece diminuto, el portero inmenso.
lunes, 25 de mayo de 2015
viernes, 15 de mayo de 2015
Resbaladero gigante
Al otro lado de la
calle se encuentra tu infancia. Acaso no completa, pero sí un episodio
definitorio. ¿Cuántos años habrán pasado desde ese día venturoso? ¿Cuánta
amargura habrás acumulado? La cajetilla de cigarros que llevás en tu bolsillo
parece un indicio; no sabrías precisar de qué. Los años te han pasado por encima,
casi arrollándote. ¿Cuánta será la diferencia entre la sonrisa de aquella niña
despreocupada y la de la mujer que sos ahora? Recordás con ternura los brazos
de tu padre esperándote al final del resbaladero gigante. Con precisión
recuperás la textura del costal entre tus dedos, la forma valiente en que lo
pusiste entre tu pantalón estampado con caricaturas y la estructura de aluminio
embadurnada en grasa. Recreás la fuga mantecosa, el deslizamiento de vértigo, la
sensación de salir despedida justo cuando tu padre te captura riendo. A esa
misma velocidad creciste, perdiste tu ingenuidad. Has hecho elecciones y adquiriste
responsabilidades por añadidura; buscaste y encontraste tu propia miseria. Ahora
estás ahí pagando el ticket de acceso para el Mapa en Relieve; cumpliendo con
una tarea de la Universidad. Segundo año de carrera y todavía no estás
convencida de ella, aún no te figurás como ingeniera. Desconfiás del futuro
prometedor que todos te presagian. Caminás por una vereda y antes de llegar al
mapa, te topás con el busto de Francisco Vela. En tu Facultad también le rinden
tributo. Su aspecto de militar de finales del siglo XIX, le confiere una
solemnidad que quizá en vida no tuvo. Lo imaginás explicando el uso de la
plomada en plena selva petenera, divisando a través de su teodolito la primera
escarpada de los Cuchumatanes, poniendo su vida en riesgo al cruzar el río
Chixoy, maravillándose ante la visión paradisiaca de los cayos de Bélice. Desde
el mirador del mapa, su sacrificio y labor obtienen otra magnitud. Es un
personaje digno de una novela épica; lo pensás pero nunca asumirás el reto, ni
siquiera esbozarás la primera palabra. Ante una nueva frustración, sacás y
encendés un cigarrillo. El tabaco te consuela, te abstrae en bocanadas
interminables. La realidad es menos hostil a través del humo; todas las cosas
tienen vocación de incendio, de materia consumiéndose. Tendrán que pasar varios
años para que sintás las secuelas en tu cuerpo. El viento desprende los
residuos del cigarrillo; los arrulla un momento y los deposita suavemente al
centro del mapa. La ceniza adquiere escala, se vuelve inmensa en las tres
dimensiones.
Por la noche lloverá
negro sobre la Ciudad de Guatemala. En el noticiero reportarán: “Erupción del
volcán de Pacaya; material piroclástico cayendo sobre gran parte de la ciudad y
sitios aledaños”. Tendrás la certeza de que es imposible, pero la versión más abstracta
de la culpa no te dejará dormir. En tu insomnio presentirás un artificio, un acceso directo para la magia negra.
sábado, 9 de mayo de 2015
Guerra del Pacífico
Casi se nos muere
Jorgito. Al menos esa es nuestra justificación para no extrañarnos de nosotros
mismos, de nuestra reacción. Sin embargo, no puedo contener la risa cada vez
que recupero la imagen de Jorge despertando esa mañana, descubriéndose
totalmente desnudo excepto por los calcetines aún empapados, preguntándose con
genuino pavor qué había sido de él durante la borrachera de la noche anterior.
Nunca previmos que
sucediera eso; no sabemos hasta qué punto estuvo puesta en riesgo la vida de
Jorge. Todo había empezado de la mejor forma, incluso en un estado de tristeza,
porque quizá fuera la última vez que tomábamos juntos. Él y Nicho, ambos
peruanos, pusieron una botella de pisco cada uno; era un generoso gesto de
despedida. Se sintieron sumamente contrariados cuando descubrimos en la
etiqueta que era pisco chileno. De cualquier modo, no tardaron en sacarle el
diablo a la botella como yo les había enseñado. Brindamos por un futuro
reencuentro. El pisco anegaba los resquicios de desamparo que habíamos acumulado
en esos meses lejos de casa. Resultaba grato estar ahí, beber ahí. No vimos
razón para continuar deprimidos; Toño, colombiano, a través de un vallenato en
su celular instaló la parranda dentro de la habitación. Las cosas iban
encontrando su sitio, y eso nos llenaba de una exaltación que no habíamos
previsto. Pronto empezamos a hablar de mujeres, como casi siempre. Entre la gaveta
de Toño asomó una cámara de video; se entregó a documentar nuestra borrachera.
La virginidad era un
tema recurrente. Ante la grabación, declaré algo que ellos ya sabían, yo la
había perdido tardíamente. Información que de algún modo consolaba a Nicho, ya
que él aún no había llegado a la edad en que yo tuve mi primera experiencia
sexual.
- Sinceramente, sigo siendo virgen. Las perras no se han dejado
culear por este macho peruano. No quieren hijos guapos.- habló Nicho somatándose
el pecho (llevaba puestas sus gafas oscuras).
Estallaban las
carcajadas y continuábamos bebiendo. El vallenato se volvía más depresivo
mientras más borrachos estuviésemos. Empecé a arrastrar las palabras; sabía que
llegaba a un punto sin retorno. Ya íbamos por la mitad de la segunda botella. A
medias lenguas hablábamos del sentimiento latinoamericano, del fervor porque se
disipasen las fronteras. Estúpidamente, reunimos los pasaportes de todos y les
tomábamos fotografías. En esas estábamos cuando Jorge se dirigió dando traspiés
al baño. Intuíamos que iba a vomitar; mandamos a Toño, quien había sido su
amigo más cercano, a que fuera a cerciorarse que todo estaba bien. Regresó
riendo; Jorgito estaba cagando. Seguimos con lo que quedaba de pisco. Pese a
que tuviera adormecida la lengua y supiera que al otro día tendría un poco de
amnesia, me sentía entero, con gran parte de mi equilibrio. Vanamente quisimos
definir nuestros países; Guatemala, Colombia y Perú pintados en un mapa que pegamos
en una de las paredes. Cuando secamos la botella, acaso media hora después, nos
percatamos que Jorge aún no había salido. Preví que se hubiese quedado dormido
sobre el inodoro. Sin embargo, su aspecto al encontrarlo logró que disminuyera
un poco el estupor del alcohol, infundiéndonos miedo. Jorge estaba sentado, con
los pantalones arremangados y vomitado por todos lados. Su rostro se miraba más
allá del sueño, a un paso del coma. No reaccionaba a nuestros llamados. Aún no
sé de cuál sitio en mí vino esa decisión rotunda que tomé.
- ¡Hay que bañarlo! – dije con aplomo, empezando a quitarle
la camisa.
Nicho y Toño se
contagiaron de mi lógica. Entre los dos le quitaron los zapatos, pantalón y
calzoncillo; sin asquearse ante el vómito que inevitablemente tocaban. Abrí la
llave de paso del agua fría. Buen caudal. Sin dudarlo me quité la camisa, y
metí mis brazos debajo de las axilas de Jorge. Estaba preocupado; no
reaccionaba ni siquiera ante el movimiento. En ese instante no logré imaginar
las consecuencias de que se hubiese ahogado en su propio vómito; tampoco se nos
ocurrió cerciorarnos de que estuviese respirando. Toño apareció con traje de
baño y me ayudó a mantenerlo en pie. El primer contacto con el agua lo padecí
yo; luego, pude acomodarlo para que lo recibiera en la nuca y la espalda. Sus
piernas empezaron a reaccionar porque ya no tenía que hacer tanta fuerza para
mantenerlo erguido. Durante ese ímpetu quizá exagerado por salvarle la vida, no
nos causó morbo que fuéramos tres en la ducha y que uno de nosotros estuviese
dormido. Toño cacheteaba a Jorge, mientras le pedía que reaccionara, que no
muriera. Por el rabillo del ojo vi que Nicho nos fotografiaba riendo; lo reprendí
diciendo que era su amigo y sobre cualquier cosa su compatriota.
- ¡Por Perú, carajo! – exclamó Nicho, quitándose la camisa
y metiéndose a la ducha. A lo lejos me acordé de la Guerra del Pacífico.
Éramos cuatro tipos
en la ducha y no nos marcharíamos hasta ver que Jorgito reaccionara. Giré toda
la llave; y todo el caudal posible cayó sobre su cabeza. Con una voz que no
era la suya gritó: ‘Está fría, está fría’. Nos sentimos satisfechos, dio
señales de vida. De golpe, acaso por el esfuerzo, me dio un mareo que casi me
bota. Nicho y Toño, secaron y acostaron a Jorge. Yo me quedé un rato más con el
agua fría. Hay un último video donde salgo cayéndome mientras me paso una
toalla por la espalda. Luego hago una acrobacia para acostarme en la cama.
Al despertarme, cuando la realidad poco a poco
fue esclareciéndose me topé con la imagen de Jorgito comiendo en la mesa, ya
con ropa. Me vio a los ojos, y leí su vergüenza, sus dudas por haber amanecido
así. No pude contener la risa; obviamente a él no le causaba gracia. En su
cabeza acaso había sucedido lo peor. En la de nosotros él pudo haber muerto.
- ¿Por qué no sólo me echaron agua en la cabeza? -
miércoles, 6 de mayo de 2015
Santa Clara
El 6 de mayo de 1732,
en la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Goathemala, el
sacerdote Juan Oviedo tuvo una visión atroz mientras levantaba la eucaristía
ante los feligreses. No pudo continuar con la ceremonia. Perdió el estado de
plenitud que precisaba para tocar al cuerpo de Cristo. Una furia proporcional a
la sucesión de sismos que él no viviría y que dejaría a la iglesia de Santa
Clara en ruinas, lo hizo aferrarse al altar. Temblaba de indignación, porque
durante el golpe de clarividencia le habían sido reveladas escenas de parejas
bailando sensualmente sobre el presbiterio; una bocina estremeciendo con ritmos
de una época promiscua la superficie erosionada
de los retablos; decenas de comensales devorando con gula un banquete sobre la
nave central; personas abominables fumando y emborrachándose sobre los
vestigios de un jardín que él había cuidado con tanta devoción. Bastó un
anticipo del infierno para que el cuerpo del cura cediera a una trombosis
fulminante, desmoronándose ante el grito ahogado de más de algún ancestro de la
concurrencia que celebraba una boda casi tres siglos después.
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