Al otro lado de la
calle se encuentra tu infancia. Acaso no completa, pero sí un episodio
definitorio. ¿Cuántos años habrán pasado desde ese día venturoso? ¿Cuánta
amargura habrás acumulado? La cajetilla de cigarros que llevás en tu bolsillo
parece un indicio; no sabrías precisar de qué. Los años te han pasado por encima,
casi arrollándote. ¿Cuánta será la diferencia entre la sonrisa de aquella niña
despreocupada y la de la mujer que sos ahora? Recordás con ternura los brazos
de tu padre esperándote al final del resbaladero gigante. Con precisión
recuperás la textura del costal entre tus dedos, la forma valiente en que lo
pusiste entre tu pantalón estampado con caricaturas y la estructura de aluminio
embadurnada en grasa. Recreás la fuga mantecosa, el deslizamiento de vértigo, la
sensación de salir despedida justo cuando tu padre te captura riendo. A esa
misma velocidad creciste, perdiste tu ingenuidad. Has hecho elecciones y adquiriste
responsabilidades por añadidura; buscaste y encontraste tu propia miseria. Ahora
estás ahí pagando el ticket de acceso para el Mapa en Relieve; cumpliendo con
una tarea de la Universidad. Segundo año de carrera y todavía no estás
convencida de ella, aún no te figurás como ingeniera. Desconfiás del futuro
prometedor que todos te presagian. Caminás por una vereda y antes de llegar al
mapa, te topás con el busto de Francisco Vela. En tu Facultad también le rinden
tributo. Su aspecto de militar de finales del siglo XIX, le confiere una
solemnidad que quizá en vida no tuvo. Lo imaginás explicando el uso de la
plomada en plena selva petenera, divisando a través de su teodolito la primera
escarpada de los Cuchumatanes, poniendo su vida en riesgo al cruzar el río
Chixoy, maravillándose ante la visión paradisiaca de los cayos de Bélice. Desde
el mirador del mapa, su sacrificio y labor obtienen otra magnitud. Es un
personaje digno de una novela épica; lo pensás pero nunca asumirás el reto, ni
siquiera esbozarás la primera palabra. Ante una nueva frustración, sacás y
encendés un cigarrillo. El tabaco te consuela, te abstrae en bocanadas
interminables. La realidad es menos hostil a través del humo; todas las cosas
tienen vocación de incendio, de materia consumiéndose. Tendrán que pasar varios
años para que sintás las secuelas en tu cuerpo. El viento desprende los
residuos del cigarrillo; los arrulla un momento y los deposita suavemente al
centro del mapa. La ceniza adquiere escala, se vuelve inmensa en las tres
dimensiones.
Por la noche lloverá
negro sobre la Ciudad de Guatemala. En el noticiero reportarán: “Erupción del
volcán de Pacaya; material piroclástico cayendo sobre gran parte de la ciudad y
sitios aledaños”. Tendrás la certeza de que es imposible, pero la versión más abstracta
de la culpa no te dejará dormir. En tu insomnio presentirás un artificio, un acceso directo para la magia negra.
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