Nadie, a ciencia
cierta, nace siendo hincha de un club. No es una cuestión genética como se
jactan los infieles. Las circunstancias, el contexto en sí, van construyendo al
fanático. Acaso prevalezca una herencia, la vecindad o la época de un equipo.
Puede que a una persona le tome si mucho un minuto contar cómo asumió el color
de una camisola. A mí quizá me tome un par de páginas narrar cómo me volví
hincha del Club Atlas de Guadalajara.
«El día de su
cumpleaños, desde que tengo memoria, mi padre recibe dos llamadas de larga
distancia. La primera, por diferencia de horario, es de un amigo suyo que reside
ilegalmente en Nueva York. Empiezan festivos, recuerdan bromas y anécdotas de
juventud, luego una transición lúgubre, termina mi padre con palabras de
consuelo, quizá sin imaginar la desolación, el frío, dentro y fuera del
apartamento de su amigo. Cuelga aturdido, aún procesando la desgracia de
alguien que en su momento fue cercano a él. Días y penas se interponen de forma
escandalosa. Acaso ceda a la autocompasión, y se declare incapaz de soportar el
sufrimiento que padece su amigo. Admira su coraje a la distancia; el gesto, en
términos prácticos, es inservible. Se sacude la tristeza, porque hoy sopla otra
vela, hoy tiene motivos quizá no para ser feliz, pero sí para sentirse en paz,
acompañado. Vuelve a sonar el teléfono, y antes de levantar el auricular intuye
la borrachera espectacular que tiene su interlocutor al otro lado de la
frontera. Su hermano lo saluda, entre balbuceos lo felicita por su cumpleaños.
Mi padre aprecia el detalle; no tiene la sinceridad para recriminarle que nunca
llame para otra ocasión, en sobriedad. Desconoce si es alcohólico, quiere
pensar que sólo toma porque lo extraña, porque en él encuentra un territorio,
una vitalidad, que dejó mucho tiempo atrás. Percibe en él un malogrado acento
mexicano; quizá sea la borrachera o porque cuando llama a Guatemala recupera
parcialmente vocabulario y una forma de decir las cosas. Mi padre manda
saludos, cuelga e interioriza a su pesar el sonido de llamada interrumpida.
Así se acumulan los
años para mi padre, así moviliza sus afectos dentro de la vida. Es hermético,
casi no habla directamente de sí mismo, al menos no de su pasado. Sin embargo,
a manera de desahogo, cuenta pormenores, ofrece retazos de personas y eventos
que lo marcaron. De mi tío por muchos años sólo supe su nombre; mi papá decía ‘Osmar’
casi dejándolo caer, como si no pudiera evitar tenerlo presente. Cuando mi
hermano y yo tuvimos edad suficiente para jugar en la liga amateur del campo de
Montserrat, sentí que me aproximaba vertiginosamente a un tío que ni siquiera conocía
en fotografías. Estoy seguro que mi padre se veía en mi hermano, no sólo porque
ambos fueran zurdos, sino por el estilo de juego, la forma agresiva de atacar,
el disparo potente y bien orientado a la portería. Mi caso era distinto, yo no
había heredado la fuerza, ni la velocidad. Conociendo mis limitaciones, me
dediqué a trabajar mi técnica, la postura con la que defendía la posesión.
Procuré en la medida de mi capacidad convertirme en el jugador que sabe qué
hacer con el balón. En un principio mi padre temía que me lastimaran, acudía
con genuina preocupación a los partidos, luego conforme me afiancé en el campo,
él observaba con curiosidad mis movimientos, a la expectativa de cada pelota
que tocara. No sé si fue la forma en que usaba las medias, algún regate
aprendido en la calle o mi lógica de juego, lo cierto es que mi padre se
maravilló por la genética del fútbol, hallando en mí rasgos del talento que
tuvo Osmar. Acaso fuera un reproche el decirme que sólo me faltaba la intuición
de lanzar caños a los rivales para ser idéntico a él. Ahora creo que fue un
elogio.
Osmar, a pesar de la
conexión que mi padre sugería conmigo, continuaba siendo un completo extraño.
Sólo estaba enterado de nuestro grado de parentesco y su residencia en México.
Cedí a la curiosidad, no por un deseo malsano de acumular información, sino
como una medida de vincularme a mi familia, incluso con aquellos que quizá ni estén
enterados de mi existencia. Uno siente remotas físicamente a las personas, mas
no en la sangre. Para conocer quién era mi tío, tuve que entender una época, la
vocación de viajeros que tienen todos los migrantes guatemaltecos. Lo que nunca
me dirá mi padre es si hubo un motivo puntual para que Osmar abandonara el país
en busca del sueño americano; y si éste está involucrado en el distanciamiento
afectivo que presiento entre ellos. A través de preguntas dosificadas (por
meses) mientras mi papá miraba la televisión, me enteré que Osmar nunca llegó a
Estados Unidos, nunca se vio forzado a sobrevivir el desierto, el cruce de un
río que lo bautizaría no con un nombre, sino con una condición de indeseado. Llegó
al estado de Jalisco sin imaginar que terminaría viviendo ahí. Una
reivindicación de un sueño que no pudo cumplir en Guatemala se interpuso casi a
mitad de su itinerario. Tampoco sabré las circunstancias que le otorgaron esa
oportunidad de convertirse en futbolista profesional. Visto con perspectiva
parece descabellada la escena de un migrante sometiéndose a las pruebas de
reclutamiento de un club. Sin embargo, estos disparates, estas excepciones en
el orden del infortunio, erigen la esperanza no como un monumento, sino como moneda
de uso común. Imagino a Osmar con zapatos prestados el día de la prueba, matando
un balón de pecho con toda la determinación que tiene alguien que ha dejado
todo atrás, asombrando a los directivos quienes no esperaban mucho de ese
jugador maltrecho. El Club Atlas de Guadalajara vio en él un descubridor de
espacios, un marcador de pautas, un jugador que sabría vestir siempre la
camisola porque en cada minuto sobre el césped intuía que había sido salvado de
una ciudad helada, de empleos inclementes a la intemperie. Pero la desgracia
siempre termina encontrando a sus hijos, y le llevó a Osmar una lesión de
ligamentos cruzados durante un entrenamiento. Ésta fue tan grave que casi
pierde la movilidad de la rodilla. Comprometida la articulación tuvo que
abdicar a su talento, a su vocación de futbolista. Sin nada que ofrecer habrá
temido que la institución se desentendiera de él, emprendiendo un penoso regreso
a Guatemala, arrastrando una pierna, vencido por la vida. No obstante, el club
lo absorbió, dentro del aparato administrativo o en las divisiones inferiores
como entrenador. En dos ocasiones el Atlas creyó en él, en ambas le dieron un
sentido de pertenencia, una dignidad a través del deporte. Se asentó en
Zapopán, formó una familia, poco a poco se fue haciendo a las maneras tapatías.
Adquirió la nacionalidad mexicana, la identidad. El fútbol le otorgó otro hogar
distinto a la cancha.
Hace pocos días
acepté la solicitud de amistad de mi padre en Facebook. Me pareció extraño,
incluso temí por mi privacidad, pero él sólo quería incluirme en su lista de
amigos, ser parte de mi vida virtual. Ayer, mientras revisaba mi muro, me topé con
una fotografía en la que lo habían etiquetado. Era el típico retrato que les
toman a los equipos de fútbol antes de un partido. En él aparece joven, con el
pelo largo, llevaba puesto el uniforme de la selección de su barrio. Me detuve
un momento revisando los nombres; encontré a varios personajes de sus
anécdotas, e inesperadamente también figuraba Osmar con sus dos apellidos.
Desconocía que tuviera perfil. Cuando ingresé a él, me topé con un hombre de
mediana edad, usando las gafas que corrigen la miopía familiar, cargando a una
niña pequeña sobre su regazo. Sus rasgos y semblante apacible me recordaron
vagamente a mi abuelo. Y como gesto inequívoco viste la camisola del Atlas. Sin
lugar a dudas, sus motivos van más allá del agradecimiento o la deuda que pueda
sentir hacia la institución. Es una exhibición de su fe, como una cruz o una
estrella. Dentro del escudo ha de intuir un redentor, lo que habría sido de él
en Guatemala o Estados Unidos, su versión más atroz. Rojo y negro, una pasión.
Rojo y negro, sus colores; no hay necesidad de explicar por qué son también los
míos.»