martes, 31 de marzo de 2015

Zócalo de Puebla

Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable

Jorge Luis Borges: Deutsches Requiem


El metro comenzó a vaciarse. Mi paranoia advirtió la probabilidad de un asalto, una emboscada en soledad. Todavía sigo siendo iluso, todavía pienso que en multitud soy intocable. No me dio el coraje para llegar a la estación de Tlatelolco. Una asignatura pendiente en mi visita al DF. Continúo recriminándome mi incapacidad de contextualización, porque no todas las ciudades del mundo son tan peligrosas como la ciudad de Guatemala. Tampoco hay intersticio para justificarme diciendo que con mis muertos y desaparecidos es más que suficiente.
La web es inmensa, inagotable. Un sitio siempre termina llevando a otro, aproximándome casi siempre al epicentro del terror o la autocomplacencia. Lo pongo así: accedo a Twitter, reviso las palabras de quienes sigo, encuentro un tuit sobre la BUAP, entro al enlace movido por una curiosidad afectuosa, éste me lleva a los egresados notables, entre ellos figura Gustavo Díaz Ordaz. Un giro imprevisto, que parece revelar un mundo diminuto, irónico, con insinuaciones macabras. ¿De qué naturaleza habrá sido la casualidad que encaminó nuestras circunstancias para que coincidiéramos espacialmente?  Es decir, misma ciudad, misma casa de estudios, pero distinta época. Él el terrible, el asesino, el maldito; y yo el estudiante, como alguna vez él también lo fue.

Díaz Ordaz caminó por las mismas aceras que yo caminé, sus pasos oscuros antecedieron a los míos. Acaso ahí ya llevaba el embrión de la barbarie, su forma execrable de buscar y hacer historia. El tiempo remodela ininterrumpidamente al Zócalo de Puebla, pero geográficamente sigue siendo el mismo. Es un símbolo; un punto de congregación. Ahí fui pleno, ahí quise y fui querido, y me ha dado por adivinar que él también lo fue, que en su momento llegó a conmoverse ante la visión de una banca, de una calle que lo aproximó a la ternura, al estertor humano que todo monstruo en principio tuvo. ¿Cuál es la verdadera diferencia entre él y yo? Él definió su suerte el 2 de octubre de 1968; yo tengo encaminada la mía, pronto se develará mi verdadero rostro. 

jueves, 26 de marzo de 2015

Plan B

Le encantaría desalojar ese avispero, callar la voz distorsionada que agobia con su monólogo ininterrumpido. Poco a poco, muta, se perfila hacia esa presencia gris que habita en su cabeza, que no le da un minuto de tregua. Ni siquiera es compañía en esa noche nublada, cuando le toca conducir hasta su casa proveniente de cualquier sitio. La voz sabe cuál, por qué viene de allá, si los encuentros e interacción que ocurrieron en ese sitio valieron la pena; parece que tiene todas las respuestas, excepto los motivos del carro de atrás haciéndole luces. Él siente un escalofrío, una necesidad de acelerar. Pero su auto no es rápido; la emboscada es inminente. Se apean dos hombres armados del auto que recién le atravesaron, obligándolo a detenerse. El simple hecho de que estén sentados dentro de un espacio tan íntimo y cotidiano, ya le resulta un ultraje, una razón para gritar. Le ordenan seguir al otro automóvil. Mientras lo amenazan, buscan cosas de valor en la guantera y sobre los asientos. Sólo hallan libros de termodinámica y decenas de tareas de matemática conteniendo problemas que ellos en su vida habrán de resolver. Su mundo está colmado de esos; la voz lo intuye pero no los justifica. Cuando revisan su billetera, ríen ante la foto de su licencia de conducir. Él siempre se ha avergonzado de ella, son pocas las personas que la han visto, pero ríe porque nunca imaginó encontrarse en una situación semejante. La risa diferenciada instaura un momento de tensión que los devuelve al contexto, a la posición que cada uno ocupa. La voz aprovecha, lo adiestra para que no mire las caras, acaso así tenga una oportunidad de sobrevivir; nunca propone  un plan de escape, una maniobra que neutralice las circunstancias. Se detiene frente a un cajero automático, baja sin apagar el auto, uno de los hombres lo sigue disimulando con la chaqueta la pistola. Éste le pasa la tarjeta de débito; la voz le proporciona el número de pin, le anticipa cuánto de sus ahorros perderá en la transacción. Sin embargo, un sabotaje del sistema económico, una condición imprevista para los delincuentes: el cajero se encuentra fuera de servicio. La voz no sabe si habrá un plan B, le garantiza que tiene un pie sobre el callejón sin salida, le habla de la familia que lo espera, del futuro que probablemente claudicará en 20 minutos. No puede más, se abstrae, se desquicia, una avalancha silenciosa lo revuelca, una plenitud idéntica a la oración. 

viernes, 20 de marzo de 2015

Ladrones de wifi

¿Qué está sucediendo?, nos preguntan cínicamente las redes sociales. Si supieran lo que nos toca vivir para leer esa maldita pregunta, el peregrinaje que hacemos para capturar wifi en nuestros celulares y computadoras. Porque, el internet más que distracción o herramienta de estudio, es nuestro vínculo con el mundo que dejamos en Guatemala. Son las videollamadas, fotografías, mensajes, canciones que evocan el baile o el silbido de alguien en particular, aproximándonos a la familia y amigos. Ahí nos convencemos que la vida allá no se detuvo tras nuestra partida. Lo esperábamos, pero nos impacta lo sumamente prescindibles que somos. Parece que sólo nuestras madres nos extrañan.
Somos tres siluetas vagando por Contaduría a las 22:00, dirigiéndonos a la biblioteca central de la BUAP, 24 horas abierta, salvándonos la vida. Los ventanales inmensos; en la oscuridad de la noche aún se siente la presencia del Popocatépetl, la bruma que lo colma. A esas alturas somos capaces de sobreponernos a la ausencia de internet en nuestro apartamento. Y pese a la adversidad, no les decimos nada a nuestras familias. Se preocuparían por nosotros, por nuestra capacidad de sobrevivencia. No les contamos sobre la lluvia triste que nos embosca cuando regresamos de clases, la refrigeradora compartida siempre conteniendo alimentos pudriéndose, la ocasión en que se nos congelaron los tomates, el olor a marihuana desprendiéndose desde la habitación del fondo, el gato que se caga exactamente ante nuestra puerta, la poza de agua que se hace en el pasillo cada vez que llueve.

Y si el frío y un principio de desolación nos quitan las ganas de ir hasta la biblioteca, al menos, salimos a buscar wifi al pasillo. El celular como farola, recibiendo un poco de señal si levantamos el aparato a la altura de la regadera del baño común. Audaces, nos animamos a subir a la terraza, arriesgándonos a que se nos mojen lo pies o se nos embadurnen en la mierda de un perro que nunca ha ladrado. Robándole wifi a los vecinos, a la ciudad de Puebla, tan nocturna, palpitando a 100 km en un carro sobre la avenida. Algún día se verá nuestra alegría cuando encontremos señal dentro del apartamento, acaso aprovechándonos del recurso de un inquilino ingenuo. También sé que nos llenaremos de injusticia, que lo maldeciremos cuando la laptop ya no pueda reconocer la señal, cuando quedemos a la deriva y todos nos olviden.  

jueves, 12 de marzo de 2015

Desprendimiento uterino

Tengo dos memorias concretas sobre las ratas. Lo recuerdo ahora porque en la tarde creí ver una sombra diminuta escurriéndose hacia la sala. De nuevo la parálisis, el no saber qué hacer con el cuerpo ante el mamífero en fuga. La escena se ha repito demasiadas veces. Ha afectado el hecho de que nunca hemos tenido perro ni gato o, que en su momento, nuestra casa haya estado rodeada de terrenos baldíos. Sin embargo, hay eventos que prevalecen, que dejan marca.
La violencia de un grito llevando mi nombre, irrumpiendo en la noche. De inmediato pensé en delincuencia, en un hombre sombrío intentando abrir la puerta de atrás. Bajé las escaleras corriendo, dispuesto a hacerle frente a cualquier sombra, a la inseguridad del país incidiendo en nosotros. Encontré a mi madre desplomada sobre el suelo de la cocina, ambas manos sobre su entrepierna. Una voz abrupta dentro de mi mente: ‘mierda, se le desprendió el útero’. Con verdadera zozobra pregunté: “mamá, ¿se te desprendió el útero?”. Aún ahora no sé de dónde vino esa impresión, ese diagnóstico médico inmediato. Pero mi madre: “no seas bruto, hay una rata en el gabinete”. A partir de ahí el asco, las ganas de protegerme la entrepierna como en el fútbol, porque sabía que me tocaba desalojarla, acaso asesinarla con un escoba como lo hacía mi papá.

La familia convocada en la sala. Mi hermano descubrió que la rata había hecho nido debajo del sillón más grande. Mi padre elaboró un plan de ataque: asignó puestos estratégicos, repartió armas contundentes. Él mismo movió el sillón donde se hallaba el enemigo. Recuerdo a mi madre colocada bajo el umbral, en posición de ataque. El roedor corrió en dirección a mi papá, lo pateó, un zurdazo brillante como cuando era puntero izquierdo en el campo de Montserrat. El cuerpo describió una parábola, aterrizando en las piernas de mi madre; gritó asqueada, acaso otro desprendimiento uterino. La rata cayó aturdida, chillando. Mi papá lo remató con la escoba. Me impresionó su gesticulación mientras le quitaba la vida. Vi un semblante inmisericorde, un hombre que halló ridículas mis lágrimas, mis sollozos: “es sólo un ser vivo, papá”. Lloré por el ratoncito, pero sobre todo por el rostro transfigurado e inolvidable de mi padre.  

lunes, 9 de marzo de 2015

Mateando con seriedad

Acaso estuviese predispuesto desde la infancia, desde el recuerdo nebuloso de un hombre calvo con gafas cebando en la sala de una casa ajena. Pero era un evento inexplicable, alojado en la memoria de un invento o un sueño. Luego vinieron imágenes queridas, conformadas por insinuaciones de libros y fotografías: Borges mateando con seriedad ante un ventanal; Onetti resignándose a tener el paladar siempre amargo; Cortázar bebiendo en el umbral de una puerta, viendo pasar una bicicleta. Durante el viaje aprendió el ritual: curar el mate, cebar la yerba, prolongar el sabor de la misma. Cuando regresó quiso desentenderse del cuestionamiento de su familia y amigos ante el nuevo hábito, pero la duda permeó en él, empezó a apuntarlo a todas horas. Reconoció que tenían razón; el mate no era culturalmente suyo, eran otras sus latitudes. El desengaño definitivo se dio en la biblioteca central de la universidad, cuando el encargado, viendo de reojo la hierba húmeda, le preguntó si estaba consumiendo drogas. Pretendió contestar con naturalidad, le dijo en un titubeo que era la bebida del Papa. Y en esa respuesta sintió que se desmantelaba algo dentro de sus actos, porque no pudo defenderla para sí mismo, tuvo que aludir a un tercero que efectivamente no tenía nada qué ver con él. Ahí surgieron las verdaderas preguntas; la búsqueda del propósito de cada uno de sus movimientos. ¿Qué pretendía cuando cebaba y bebía mate? ¿Qué quería ostentar ante los demás? ¿A quién quería parecerse? ¿Algún arrebato nostálgico? Empezó a enumerar, a despojarse de cualquier respuesta prefabricada. Así, sin complejos, fácilmente se percató que cebar y beber mate era aproximarse a una época donde fue feliz, y en la cual le hubiese gustado permanecer. Era un símbolo de tantas cosas; era el estado sentimental de eventos y sitios, de pausas que tuvo que dar para que el tiempo no pasara sobre él. Era el pelo ondulado de una mujer en la oscuridad; era su mano diciéndole adiós.