Tengo dos memorias
concretas sobre las ratas. Lo recuerdo ahora porque en la tarde creí ver una
sombra diminuta escurriéndose hacia la sala. De nuevo la parálisis, el no saber
qué hacer con el cuerpo ante el mamífero en fuga. La escena se ha repito
demasiadas veces. Ha afectado el hecho de que nunca hemos tenido perro ni gato
o, que en su momento, nuestra casa haya estado rodeada de terrenos baldíos. Sin
embargo, hay eventos que prevalecen, que dejan marca.
La violencia de un
grito llevando mi nombre, irrumpiendo en la noche. De inmediato pensé en
delincuencia, en un hombre sombrío intentando abrir la puerta de atrás. Bajé
las escaleras corriendo, dispuesto a hacerle frente a cualquier sombra, a la
inseguridad del país incidiendo en nosotros. Encontré a mi madre desplomada sobre
el suelo de la cocina, ambas manos sobre su entrepierna. Una voz abrupta dentro
de mi mente: ‘mierda, se le desprendió el útero’. Con verdadera zozobra
pregunté: “mamá, ¿se te desprendió el útero?”. Aún ahora no sé de dónde vino
esa impresión, ese diagnóstico médico inmediato. Pero mi madre: “no seas bruto,
hay una rata en el gabinete”. A partir de ahí el asco, las ganas de protegerme
la entrepierna como en el fútbol, porque sabía que me tocaba desalojarla, acaso
asesinarla con un escoba como lo hacía mi papá.
La familia convocada
en la sala. Mi hermano descubrió que la rata había hecho nido debajo del sillón
más grande. Mi padre elaboró un plan de ataque: asignó puestos estratégicos,
repartió armas contundentes. Él mismo movió el sillón donde se hallaba el
enemigo. Recuerdo a mi madre colocada bajo el umbral, en posición de ataque. El
roedor corrió en dirección a mi papá, lo pateó, un zurdazo brillante como
cuando era puntero izquierdo en el campo de Montserrat. El cuerpo describió una
parábola, aterrizando en las piernas de mi madre; gritó asqueada, acaso otro
desprendimiento uterino. La rata cayó aturdida, chillando. Mi papá lo remató
con la escoba. Me impresionó su gesticulación mientras le quitaba la vida. Vi
un semblante inmisericorde, un hombre que halló ridículas mis lágrimas, mis
sollozos: “es sólo un ser vivo, papá”. Lloré por el ratoncito, pero sobre todo
por el rostro transfigurado e inolvidable de mi padre.
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