Acaso estuviese
predispuesto desde la infancia, desde el recuerdo nebuloso de un hombre calvo
con gafas cebando en la sala de una casa ajena. Pero era un evento
inexplicable, alojado en la memoria de un invento o un sueño. Luego vinieron
imágenes queridas, conformadas por insinuaciones de libros y fotografías:
Borges mateando con seriedad ante un ventanal; Onetti resignándose a tener el
paladar siempre amargo; Cortázar bebiendo en el umbral de una puerta, viendo
pasar una bicicleta. Durante el viaje aprendió el ritual: curar el mate, cebar
la yerba, prolongar el sabor de la misma. Cuando regresó quiso desentenderse del
cuestionamiento de su familia y amigos ante el nuevo hábito, pero la duda
permeó en él, empezó a apuntarlo a todas horas. Reconoció que tenían razón; el
mate no era culturalmente suyo, eran otras sus latitudes. El desengaño
definitivo se dio en la biblioteca central de la universidad, cuando el
encargado, viendo de reojo la hierba húmeda, le preguntó si estaba consumiendo
drogas. Pretendió contestar con naturalidad, le dijo en un titubeo que era la
bebida del Papa. Y en esa respuesta sintió que se desmantelaba algo dentro de sus
actos, porque no pudo defenderla para sí mismo, tuvo que aludir a un tercero
que efectivamente no tenía nada qué ver con él. Ahí surgieron las verdaderas
preguntas; la búsqueda del propósito de cada uno de sus movimientos. ¿Qué
pretendía cuando cebaba y bebía mate? ¿Qué quería ostentar ante los demás? ¿A
quién quería parecerse? ¿Algún arrebato nostálgico? Empezó a enumerar, a despojarse
de cualquier respuesta prefabricada. Así, sin complejos, fácilmente se percató
que cebar y beber mate era aproximarse a una época donde fue feliz, y en la
cual le hubiese gustado permanecer. Era un símbolo de tantas cosas; era el
estado sentimental de eventos y sitios, de pausas que tuvo que dar para que el
tiempo no pasara sobre él. Era el pelo ondulado de una mujer en la oscuridad;
era su mano diciéndole adiós.
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