lunes, 9 de marzo de 2015

Mateando con seriedad

Acaso estuviese predispuesto desde la infancia, desde el recuerdo nebuloso de un hombre calvo con gafas cebando en la sala de una casa ajena. Pero era un evento inexplicable, alojado en la memoria de un invento o un sueño. Luego vinieron imágenes queridas, conformadas por insinuaciones de libros y fotografías: Borges mateando con seriedad ante un ventanal; Onetti resignándose a tener el paladar siempre amargo; Cortázar bebiendo en el umbral de una puerta, viendo pasar una bicicleta. Durante el viaje aprendió el ritual: curar el mate, cebar la yerba, prolongar el sabor de la misma. Cuando regresó quiso desentenderse del cuestionamiento de su familia y amigos ante el nuevo hábito, pero la duda permeó en él, empezó a apuntarlo a todas horas. Reconoció que tenían razón; el mate no era culturalmente suyo, eran otras sus latitudes. El desengaño definitivo se dio en la biblioteca central de la universidad, cuando el encargado, viendo de reojo la hierba húmeda, le preguntó si estaba consumiendo drogas. Pretendió contestar con naturalidad, le dijo en un titubeo que era la bebida del Papa. Y en esa respuesta sintió que se desmantelaba algo dentro de sus actos, porque no pudo defenderla para sí mismo, tuvo que aludir a un tercero que efectivamente no tenía nada qué ver con él. Ahí surgieron las verdaderas preguntas; la búsqueda del propósito de cada uno de sus movimientos. ¿Qué pretendía cuando cebaba y bebía mate? ¿Qué quería ostentar ante los demás? ¿A quién quería parecerse? ¿Algún arrebato nostálgico? Empezó a enumerar, a despojarse de cualquier respuesta prefabricada. Así, sin complejos, fácilmente se percató que cebar y beber mate era aproximarse a una época donde fue feliz, y en la cual le hubiese gustado permanecer. Era un símbolo de tantas cosas; era el estado sentimental de eventos y sitios, de pausas que tuvo que dar para que el tiempo no pasara sobre él. Era el pelo ondulado de una mujer en la oscuridad; era su mano diciéndole adiós. 

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