Pierdo la conciencia
al volante, llevo años manejando y cada vez asumo menos responsabilidad sobre
mis actos, no digo que mi imprudencia crezca, sino que mis reflejos de piloto
se han vuelto maquinales, casi no hay voluntad en no chocar, en esquivar a los
otros autos, en detenerse ante una luz roja, definitivamente ya voy
anticipándome al destino, y el camino es, desde esta perspectiva que hasta hoy
me atreví a reconocer en mí, un contratiempo inevitable, una distancia que
abarco ausente, perdiéndola cuando otro piloto me obstruye, cuando se
transgrede el orden del rebaño. Súmele ahora que conduzco un carro automático,
ni siquiera el extra de accionar el embrague y las velocidades, primera para
pasar los túmulos, frene con motor, nada mecánico para irrumpir en mi ensimismamiento,
uno que comparto, porque asumo que así han de ir todos: las manos siempre en el
timón, ojalá ya me tengan listo el encargo, espero que mi jefe no me pida el
informe, que dejen el examen para mañana, que no se haya orinado josé daniel, que
no haya tráfico en el periférico; multitud de rumores intercalados, los
kilómetros van quedando atrás, y el futuro, lo que esperamos de él,
aproximándose, nada como adelantar el reloj y evitar la carcoma del suspenso. Puedo
invertir la columna de hoy en criticar la última frase, en proponer que vivamos
el momento, la frase quemada por tantos fuegos: ‘cada instante como si fuera el
último’, imagínese qué se podría hacer con ellos, siempre ateridos porque la
vida que no vivimos por pensar así pasa por nuestros ojos, la inminencia de la
muerte nos clava, nos exige tanto: elija un sitio donde yacer con
honorabilidad, despídase, cierre el telón. Estuve a punto de ponerme moralista,
y no es una amenaza, yo también me salvé, con qué autoridad hubiera hablado,
puede que usted no me conozca, y ni siquiera así, conociéndome, puedo
instruirlo a que lleve otra vida, que sería necesariamente la mía, que es la
única que conozco.
Lo que me trae hoy,
ante este papel que se instala ante sus ojos, demasiada exposición, era hablar
precisamente sobre una costumbre sobre ruedas, y el párrafo anterior no fue
rodeo, porque entra entre mis actos maquinales, uno que se añade a pedir vía, a
revisar mi retaguardia por los retrovisores cada 2 minutos. Puede que usted
también se santigüe cada vez que pase frente a una iglesia, digo si es
católico, claro; y si usted no lo es, no me malinterprete, no es una doctrina teológica,
siga leyendo, tampoco le suplico, quizá se sorprenda. Es una costumbre
heredada, lo hace mi abuela, lo hace mi papá, lo hago yo, y no me pregunte cuál
es el verdadero sentido del gesto, lo ha de saber mi abuela, mi papá a lo
lejos, yo lo intuyo y quizá me equivoque, por eso no lo escribo; entonces por
qué lo hago, es una duda razonable y no le quiero mentir, lo hago por ritual,
el cumplimiento con un deber que va más allá del cristianismo, un curarse en
salud, la ratificación de un credo que me aprendí de memoria sin cuestionarlo,
la familia tampoco pregunta. Sé que está mal, que no se debe desconocer el
propósito de ningún gesto cotidiano, mucho menos uno religioso; más de algún
extremista me señalará, desde un dedo implacable, y dirá que ese es el
principio de la herejía, se empieza desacralizando la conciencia, luego los
gestos, entonces nos jodimos, cualquier círculo del infierno, el ‘X’, la
variable, para hacernos más complejo el sufrimiento.
Se me han amotinado las ideas, discúlpeme, lo
cierto es que no van más allá de lo que me concierne, el mensaje que hoy traigo
y he demorado tanto. Lo cuento ahora, y es una anécdota, gracias por su
paciencia, y tome los dos párrafos anteriores como un preámbulo, para no
empezar desde cero una historia que se me puede ir de las manos, del estilo,
ojalá no me falte elocuencia. Ya conoce mi auto, la radio encendida y una
canción trayéndome de vuelta, nada como cantar con el vidrio bajo, una mano
tomada al volante y la derecha simulando tocar un piano en el tablero; puede
que el piloto del carro vecino me haya visto, quizá se burló de mí, prefiero suponer
que sintonizaba la misma emisora, que unía su canto al mío, pero él tocando la
guitarra, una maniobra más difícil. El furor de mi tarareo, cuando olvidé la
letra, debió de contribuir, pero no explica completamente la desatención, la
coincidencia involuntaria de mi santiguamiento cuando pasaba frente a un
McDonald’s. Y desde ese momento me he venido preguntando, rompiéndome la cabeza
con una duda que me aterra, ¿si no fue un accidente, un error provocado por el
automatismo que asumí para mis ritos, para manejar; si fue un símbolo
premeditado, el reconocimiento inconsciente de un altar del nuevo mundo, de un
nuevo dios? Hay preguntas enormes, la respuesta no siempre guarda
proporcionalidad. Nunca antes había pensado en eso, ni siquiera en broma,
rendirle loores al Big Mc, a cualquier postre que innovan, la ‘m’ dorada, la
insignia del imperialismo, pero eso ya es otro cuento, uno que hoy no quiero
contar. Le dejo mi duda, merodéela, y embósquela por cualquier flanco, figúrese
en mis zapatos, en este caso, en mi auto, tarareando, y conciba una respuesta,
estaré más tranquilo si tengo la certeza de que hay alguien más se
preocupa, otra cabeza que se esmera en disipar mi miedo.
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