domingo, 23 de junio de 2013

McDonald's, el rito.

Pierdo la conciencia al volante, llevo años manejando y cada vez asumo menos responsabilidad sobre mis actos, no digo que mi imprudencia crezca, sino que mis reflejos de piloto se han vuelto maquinales, casi no hay voluntad en no chocar, en esquivar a los otros autos, en detenerse ante una luz roja, definitivamente ya voy anticipándome al destino, y el camino es, desde esta perspectiva que hasta hoy me atreví a reconocer en mí, un contratiempo inevitable, una distancia que abarco ausente, perdiéndola cuando otro piloto me obstruye, cuando se transgrede el orden del rebaño. Súmele ahora que conduzco un carro automático, ni siquiera el extra de accionar el embrague y las velocidades, primera para pasar los túmulos, frene con motor, nada mecánico para irrumpir en mi ensimismamiento, uno que comparto, porque asumo que así han de ir todos: las manos siempre en el timón, ojalá ya me tengan listo el encargo, espero que mi jefe no me pida el informe, que dejen el examen para mañana, que no se haya orinado josé daniel, que no haya tráfico en el periférico; multitud de rumores intercalados, los kilómetros van quedando atrás, y el futuro, lo que esperamos de él, aproximándose, nada como adelantar el reloj y evitar la carcoma del suspenso. Puedo invertir la columna de hoy en criticar la última frase, en proponer que vivamos el momento, la frase quemada por tantos fuegos: ‘cada instante como si fuera el último’, imagínese qué se podría hacer con ellos, siempre ateridos porque la vida que no vivimos por pensar así pasa por nuestros ojos, la inminencia de la muerte nos clava, nos exige tanto: elija un sitio donde yacer con honorabilidad, despídase, cierre el telón. Estuve a punto de ponerme moralista, y no es una amenaza, yo también me salvé, con qué autoridad hubiera hablado, puede que usted no me conozca, y ni siquiera así, conociéndome, puedo instruirlo a que lleve otra vida, que sería necesariamente la mía, que es la única que conozco.
Lo que me trae hoy, ante este papel que se instala ante sus ojos, demasiada exposición, era hablar precisamente sobre una costumbre sobre ruedas, y el párrafo anterior no fue rodeo, porque entra entre mis actos maquinales, uno que se añade a pedir vía, a revisar mi retaguardia por los retrovisores cada 2 minutos. Puede que usted también se santigüe cada vez que pase frente a una iglesia, digo si es católico, claro; y si usted no lo es, no me malinterprete, no es una doctrina teológica, siga leyendo, tampoco le suplico, quizá se sorprenda. Es una costumbre heredada, lo hace mi abuela, lo hace mi papá, lo hago yo, y no me pregunte cuál es el verdadero sentido del gesto, lo ha de saber mi abuela, mi papá a lo lejos, yo lo intuyo y quizá me equivoque, por eso no lo escribo; entonces por qué lo hago, es una duda razonable y no le quiero mentir, lo hago por ritual, el cumplimiento con un deber que va más allá del cristianismo, un curarse en salud, la ratificación de un credo que me aprendí de memoria sin cuestionarlo, la familia tampoco pregunta. Sé que está mal, que no se debe desconocer el propósito de ningún gesto cotidiano, mucho menos uno religioso; más de algún extremista me señalará, desde un dedo implacable, y dirá que ese es el principio de la herejía, se empieza desacralizando la conciencia, luego los gestos, entonces nos jodimos, cualquier círculo del infierno, el ‘X’, la variable, para hacernos más complejo el sufrimiento.
Se me han amotinado las ideas, discúlpeme, lo cierto es que no van más allá de lo que me concierne, el mensaje que hoy traigo y he demorado tanto. Lo cuento ahora, y es una anécdota, gracias por su paciencia, y tome los dos párrafos anteriores como un preámbulo, para no empezar desde cero una historia que se me puede ir de las manos, del estilo, ojalá no me falte elocuencia. Ya conoce mi auto, la radio encendida y una canción trayéndome de vuelta, nada como cantar con el vidrio bajo, una mano tomada al volante y la derecha simulando tocar un piano en el tablero; puede que el piloto del carro vecino me haya visto, quizá se burló de mí, prefiero suponer que sintonizaba la misma emisora, que unía su canto al mío, pero él tocando la guitarra, una maniobra más difícil. El furor de mi tarareo, cuando olvidé la letra, debió de contribuir, pero no explica completamente la desatención, la coincidencia involuntaria de mi santiguamiento cuando pasaba frente a un McDonald’s. Y desde ese momento me he venido preguntando, rompiéndome la cabeza con una duda que me aterra, ¿si no fue un accidente, un error provocado por el automatismo que asumí para mis ritos, para manejar; si fue un símbolo premeditado, el reconocimiento inconsciente de un altar del nuevo mundo, de un nuevo dios? Hay preguntas enormes, la respuesta no siempre guarda proporcionalidad. Nunca antes había pensado en eso, ni siquiera en broma, rendirle loores al Big Mc, a cualquier postre que innovan, la ‘m’ dorada, la insignia del imperialismo, pero eso ya es otro cuento, uno que hoy no quiero contar. Le dejo mi duda, merodéela, y embósquela por cualquier flanco, figúrese en mis zapatos, en este caso, en mi auto, tarareando, y conciba una respuesta, estaré más tranquilo si tengo la certeza de que hay alguien más  se preocupa, otra cabeza que se esmera en disipar mi miedo.

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