Le daré entrada a mi
rutina, ya se ha ganado mi confianza con el solo hecho de posar sus ojos en la
columna, porque yo no quiero hablar sobre mi almuerzo con un desconocido, menos
uno con alexia y los ojos turbios. Lo invito a sentarse a mi mesa, alrededor de
ella, la familia siempre tiene un lugar, porque aquí no importa la
consanguineidad, ni árbol genealógico, todos somos hermanos, continúo hablando
sólo de mi mesa. Y escribo hermano en un sentido distinto al prefijo en las
iglesias, no importa la doctrina, hermana Lucrecia, hermano Germán, yo me
refiero a que compartimos, al fin un nosotros completo, te doy de mi pan, pásame
el fresco, el aderezo, ¿alguien quiere la última tortilla? Sin embargo, mi
pequeña revolución se ve amenazada a veces, cuesta trabajar por ella, la
cordialidad se esfuma, mi primo pequeño tira la comida con la cuchara, mi
abuela lo amenaza con una paleta de madera, mi tía, su madre, lo regaña, y él
termina tirando el agua, tomo otra papa con el tenedor, empieza a gritar cuando
lo expulsan de su silla, y mi abuelo quejándose porque la comida está muy seca,
le falta recado. Aunque hubiera preferido comer en paz, masticando 40 veces
cada bocado, contándolos, el caos se instala y me resulta mucho más
entretenido, esquivando cucharadas, soportando la histeria, y las quejas, sobre
todo ellas: ya me cansé de cocinar para tanto malagradecido, dice la abuela,
pero si usted sólo comida seca cocina, dice el abuelo, acaso usted me da un
centavo, contesta la abuela, y ya se fue a la mierda cualquier fraternidad en
la mesa, la que quise instituir desde el principio.
No lo mire como un fracaso, la calma siempre regresa,
luego que se levanta el niño y sale a jugar al jardín, cuando el abuelo abandona
la mesa y se encierra en su cuarto. Bueno quizá sí, porque dejamos de ser
hermanos, satisfechos volvemos a nuestras posturas, la abuela-madre, la
tía-hija, y el nieto-sobrino. Hay que guardar las formalidades. Entonces queda
tiempo para hablar, cada quien desde el rol retomado, lo que implica que la
abuela asume el protagonismo, los años han de instruir en la retórica, porque
es seguro que divagará, que alternará sus anécdotas, no siempre para dar una
moraleja, casi siempre para ocupar espacio, para repeler un silencio que ya no puede
darse el lujo de adoptar, ha de intuir que su tiempo ya es escaso. Aguardo para
que ella imponga el tema, quizá empiece diciendo ‘en mis tiempos’ como si éstos
no fueran también los suyos, como si su presencia ya fuera una anacronía, un
irse más allá de lo que le correspondía. Habla de la corrupción, porque esos
son asuntos de sobremesa, cuando el hambre no asedia, ni incita al disparate;
todo convencional, nada que nunca haya sido tratado: los políticos, que es dinero
del pueblo, con qué cara pueden salir a la calle. No concibe en su ética que
alguien pueda robar tanto, pero eso nos sucede a todos, todavía sigue siendo
normal, no merece una columna, al menos no una que sí proponga. Ojalá ésta sí
lo haga, porque luego mi abuela dijo: “lo que sucede es que nosotros los
guatemaltecos robamos cuando se presenta la ocasión”. Al principio no me
percaté de la bisagra, la excepcionalidad de un comentario que irrumpía en la
conversación, partiéndola en dos, un antes y un después de ese momento, la
referencia histórica, el nacimiento de un dios; lo tomé a la ligera, ni
siquiera dándole la razón, sólo admitiendo que era un comentario válido. Fue mi
tía quien comprendió primero lo que acababa de suceder, no fue un hecho en sí,
sino la exposición de éste, un conjunto de ideas que asociadas resultaban
perturbadoras, no importaba el lado que uno le viera. Porque el nosotros que
empleó para no señalar a nadie en concreto, nos terminó señalando a todos; la
generalización imperfecta desata la tragedia de la individualidad, borra
nuestros nombres y desdibuja nuestros rasgos, nos retrocede hasta un origen
común, no importa si fue la creación o la selección natural. Completó el acto
refiriéndose a nuestro país, incluyéndose según sus documentos de
identificación, nosotros los guatemaltecos, casi 16 millones de individuos
(hoy, mañana habrá que revisar el crecimiento geométrico de la población)
incluidos en una premisa, acusados por el peso de la historia, de su
experiencia, como ladrones, cuánto perdón, ya sabe usted: ladrón que roba
ladrón… Y esto, por mucho que se quiera, no puede quedarse en el suspenso,
concluir aquí es una canallada, porque no hay desenlace, ningún asidero que lo,
la induzca a la reflexión. No se puede generalizar los crímenes de unos pocos,
porque mi asidero, por quemado que se lea, es que los buenos siempre son más,
una multitud que no resalta porque somos, hoy sí, nosotros, convencionales, la
excepcionalidad no nos nombra porque se considera normal actuar así, a nadie se
le agradece por ser bueno. Entonces, empecemos por agradecer que no robamos,
incluso cuando se presenta la ocasión, tampoco mi tía, ni mi abuela, ni yo,
ojalá tampoco mi primo y mi abuelo. Y si lo hicieran serían robos menores, un
vuelto mal contado, un billete suelto sobre el taburete, por algo se empieza,
no los protejamos. Ese nosotros que siempre incluye, hay que pensar dos veces
al conjugar los verbos, al repartir ideas, y formar grupos, no vaya a ser que
en nombre de la democracia se sacrifique la individualidad, porque no es lo
mismo decir ‘nosotros elegimos’ a ‘yo elegí’. Por hoy es suficiente, y ya hemos
decidido terminar, al fin callo, por decisión mutua.
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