sábado, 22 de junio de 2013

Un niño me disparó

Pedaleo y no hay pendiente, entonces no me esfuerzo por hacer andar la bicicleta, por dejar atrás los metros que asigné a mi rutina, y me queda tiempo y ganas de ver, a quiénes, a qué, y aparecen los atajos hacia el tercer mundo, las chozas de aluminio, los perros en jauría cuidando a otra jauría de borrachos tirados en la tierra, cuánto cadejo cabrón.  La palabra se me anticipó, ojalá no haya ofendido a sus ojos, pero la vuelvo a repetir: cabrón también el que se acerque, la dentellada y el ladrido de los guardianes, ha evolucionado la relación hombre-perro, ya no sólo compartimos alimento y compañía, como especies, también desamparo, la certeza de que ninguna puerta nos espera abierta, ninguna mesa servida. Pero hoy no vengo a hablar de eso, aunque yo también quiera compartir mi desamparo, dividirlo porque abunda, hacerlo patria nuestra, mi perro rehabilitándome la tristeza. Continúo pedaleando, mis piernas aún no se han cansado, y freno un poco por los niños que juegan a mitad de la calle, me oyen llegar y se corren a la acera, me dan paso porque la bicicleta pesa, porque no quieren obstruir mi camino. Mi prisa no me evita la escena del niño orillado: desenfundó el arma, su índice y pulgar imitando una pistola, quizá semiautomática, la apuntó hacia mí, no quise ver resentimiento en sus ojos, ni furia por haber interrumpido su juego, y luego la detonación, su onomatopeya asesina, bam, bam, repercutió el martillo imaginario, definitivamente un revólver. Hubiera sido apropiado que entrara en su juego, que se desplomara mi cuerpo, el pecho perforado por dos balas certeras, dañados los pulmones, acaso rozado el corazón, hay que tener mucha puntería para darle, de cualquier modo se iba a detener; a mi corazón le cabían tantas cosas, aún no la pausa, el paro que sucedería a mi asfixia. Apresuro mi tiempo, fui ultimado, y todo en el nombre de la imaginación. Pasé a su lado bastante turbado, luego de haber sido impactado por sus proyectiles hipotéticos, no quise celebrarle su gracia haciéndome el herido, porque me quiso matar, era un juego, lo entiendo, pero no tenía motivos, qué le hice yo para merecer su desquite, o mejor escrito, qué le hizo la vida para que yo mereciera su aleatoriedad. Lo escribo así, conmovido, porque no se puede escribir de otro modo después de haber sido víctima de un atentado, imaginario o no, es una suerte que todavía esté con ustedes, que haya sobrevivido para dar el testimonio. Y puedo hablar de la violencia que se ha instalado en Guatemala, de la estadística de los asesinatos y robos a mano armada, pero los números no ilustran la situación, hay que vivirla, escribirla y darle vueltas, imaginarla, porque ahí es donde empieza todo, lo que le sucede a la imaginación cuando no se lee, ni se dibuja, ni se baila o canta, se convierte en armas de defensa personal, de corto alcance, en el mejor de los casos

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