Pedaleo y no hay pendiente, entonces no me
esfuerzo por hacer andar la bicicleta, por dejar atrás los metros que asigné a
mi rutina, y me queda tiempo y ganas de ver, a quiénes, a qué, y aparecen los
atajos hacia el tercer mundo, las chozas de aluminio, los perros en jauría
cuidando a otra jauría de borrachos tirados en la tierra, cuánto cadejo
cabrón. La palabra se me anticipó, ojalá
no haya ofendido a sus ojos, pero la vuelvo a repetir: cabrón también el que se
acerque, la dentellada y el ladrido de los guardianes, ha evolucionado la
relación hombre-perro, ya no sólo compartimos alimento y compañía, como
especies, también desamparo, la certeza de que ninguna puerta nos espera
abierta, ninguna mesa servida. Pero hoy no vengo a hablar de eso, aunque yo
también quiera compartir mi desamparo, dividirlo porque abunda, hacerlo patria nuestra,
mi perro rehabilitándome la tristeza. Continúo pedaleando, mis piernas aún no
se han cansado, y freno un poco por los niños que juegan a mitad de la calle,
me oyen llegar y se corren a la acera, me dan paso porque la bicicleta pesa,
porque no quieren obstruir mi camino. Mi prisa no me evita la escena del niño
orillado: desenfundó el arma, su índice y pulgar imitando una pistola, quizá
semiautomática, la apuntó hacia mí, no quise ver resentimiento en sus ojos, ni
furia por haber interrumpido su juego, y luego la detonación, su onomatopeya
asesina, bam, bam, repercutió el martillo imaginario, definitivamente un
revólver. Hubiera sido apropiado que entrara en su juego, que se desplomara mi
cuerpo, el pecho perforado por dos balas certeras, dañados los pulmones, acaso
rozado el corazón, hay que tener mucha puntería para darle, de cualquier modo
se iba a detener; a mi corazón le cabían tantas cosas, aún no la pausa, el paro
que sucedería a mi asfixia. Apresuro mi tiempo, fui ultimado, y todo en el
nombre de la imaginación. Pasé a su lado bastante turbado, luego de haber sido
impactado por sus proyectiles hipotéticos, no quise celebrarle su gracia
haciéndome el herido, porque me quiso matar, era un juego, lo entiendo, pero no
tenía motivos, qué le hice yo para merecer su desquite, o mejor escrito, qué le
hizo la vida para que yo mereciera su aleatoriedad. Lo escribo así, conmovido,
porque no se puede escribir de otro modo después de haber sido víctima de un
atentado, imaginario o no, es una suerte que todavía esté con ustedes, que haya
sobrevivido para dar el testimonio. Y puedo hablar de la violencia que se ha
instalado en Guatemala, de la estadística de los asesinatos y robos a mano
armada, pero los números no ilustran la situación, hay que vivirla, escribirla
y darle vueltas, imaginarla, porque ahí es donde empieza todo, lo que le sucede
a la imaginación cuando no se lee, ni se dibuja, ni se baila o canta, se
convierte en armas de defensa personal, de corto alcance, en el mejor de los
casos
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