El adolescente que tira su celular al alcantarillado, porque pese a toda la tecnología, a las redes sociales ahí integradas, nunca le llegó el mensaje que siempre esperó.
La madre que huye despavorida de su hijo que hace berrinche sobre el suelo de un centro comercial.
El conductor que abandona el auto que no ha terminado de pagar en plena Calle Martí, luego de haber soportado el último bocinazo del carro vecino.
El padre de familia que rompe su tarjeta de crédito, sintiendo las ojeras de un sueño que no entiende nada de interés compuesto.
La ama de casa que rompe el televisor plasma cuando cancelan su telenovela favorita. Su marido que habría hecho lo mismo una semana después cuando perdió su equipo de fútbol.
El alumno que abandona el salón de clase, preguntándose cuándo le enseñarán a preguntar, a encontrar sus propias dudas.
El feligrés que abandona la iglesia en plena comunión, cuando se parte el cuerpo del carpintero ante un altar bañado en oro.
El creyente que guardo su dinero en el culto cuando le garantizan el trueque diezmo-milagro.
El candidato que toca fondo en pleno debate presidencial, mira a la cámara y murmura: aquí nada va a cambiar.
El guardián de seguridad privada que depone sus armas ante las cosas ajenas que cuidó con su vida por más de 15 años.
El soldado que huye, que se da de baja, luego de preguntarse: qué estoy haciendo aquí.
La jubilada que prefiere pasar hambre a gastar un minuto más de su vida en esa cola de banco.
El pandillero, tatuado en todo su cuerpo, que sale a la calle desarmado para que lo reconozcan, para que la sociedad sepa juzgarlo 'ojo por ojo'.
La señora que tira por el retrete sus medicinas contra la hipertensión.
El niño que decide guardarse la moneda ante la fuente, ningún deseo qué cumplir.
La fe que se nos escurre cuando nos lavamos la manos.
La bala que pongo en el tambor del revólver; la soga que enlazas en la rama.
martes, 29 de octubre de 2013
viernes, 20 de septiembre de 2013
La paz, en tiempos de los celulares con contraseña
La escopeta del
policía que cuida agotado la entrada de la joyería, el alambre de púas de la
casa vecina, el pastor alemán mal alimentado que merodea el patio del taller,
el blindaje de los automóviles, la contraseña para acceder a nuestros celulares
o laptops, el alarma de los carros, el candado de los baúles, la inversión en
armamento, el detector de metales en el aeropuerto, los guardias de las
discotecas palpando a cada cliente, las cámaras de vigilancia apostadas a cada
esquina, las rejas de los balcones, el polarizado de las ventanillas, el doble
cerrojo de nuestras puertas, la privacidad de nuestros perfiles en las redes
sociales, el arma que guarda nuestro padre en la gaveta de su mesa de noche; cuánto
símbolo del miedo, cuánta violencia pasiva siendo el “por si acaso” de cada
día, cuánta paranoia reclamándonos, poseyendo cada uno de nuestros sentidos, en
cada ocasión, el rabillo del ojo verificando que nadie nos siga, la mano
escondiendo el dinero dentro del sostén, en los calcetines. Pese a tanto desamparo,
pese a la guerra fría que se ha declarado, donde pocos atacan, donde todos se
resguardan, la paz surge en la intimidad, en una mesa compartida, en un brindis
por la primera de muchas, habiendo tanto precedente, en un abrazo insospechado,
quedarse un rato más para escuchar el final de la historia del tipo que se
rehabilitó de las drogas, la bendición que nos dan nuestros padres, hijos,
pareja antes de salir de casa. La paz es la contradicción, el nudo de nuestra
cotidianeidad, lo que nos alienta a soportar el bus atestado, la voz insulsa
del profesor que habla sobre la responsabilidad de antes, la prepotencia de
nuestro jefe, la desazón del desempleo, el bullicio de los niños al regresar de
la escuela. La paz es lo que encuentro en mi hermano, en mis padres, cuando me
abren la puerta de la casa, en mis amigos cuando hablamos, cuando me destapan
una gaseosa o una cerveza, en usted que lee y me imagina escribiendo, en el
policía que contesta “el buenos días” mientras sostiene su rifle. La paz es el
antónimo del miedo, lo que sucede cuando somos valientes y nos oponemos a
desentendernos del prójimo, repitiendo las palabras de Martí: mi patria es la
humanidad, encontrando un hermano en cada persona, en la persona que hace fila
delante de nosotros en el banco.
domingo, 15 de septiembre de 2013
Mucho patriotismo, mucha palabra.
Guatemala
obviamente
es una nación hermosa, habitado obviamente por personas maravillosas y
trabajadoras, obviamente el país de la eterna primavera. Tanta obviedad, tanta
palabra de panfleto que no conduce a ningún lugar, que saluda a una bandera, un
azul y blanco que hoy ondea en las ventanas de los autos que hacen el
embotellamiento en el Periférico, en los comerciales de la Gallo, en la casa
presidencial, dándole sombra a un soldado que todavía no ha almorzado. Porque
hoy todos nos sentimos chapines, de soundtrack “Mi país” de Ricardo Arjona o el
himno nacional, guatemaltecos hasta la muerte, insisten en ello, que Dios me
dio un privilegio por haber nacido aquí, que no puede haber un sitio mejor; el
patriotismo como forma de enajenación colectiva, que el quetzal volará más
alto, en sus alas levantará un nombre inmortal. No me malentiendan, me alegra
que celebremos la libertad, una independencia tan relativa, pero
simultáneamente las malas noticias continúan apareciendo, terminan asomándose
en los diarios, la televisión, pero son más de lo mismo, una repetición a
medias: misma tragedia, distintos actores. ¿Y qué se puede hacer con ellas?,
tragarse los reportajes, exclamando: ojalá la violencia no me toque a mí, a
ningún familiar, a ningún conocido. Todo es una evasión, incluso hoy con su
algarabía de identidad e integración nacional. Ahora les cuento las ocasiones
en que yo celebro a Guatemala: cuando alguien devuelve el vuelto de más que le
dieron en la tienda, cuando deposito la basura en su lugar, cuando orillo el
carro para que pase la ambulancia, cuando comparto mi tortrix con alguien que
apenas conozco, cuando brindamos sin motivo, cuando estando atestada la 203 le
cedo mi asiento a la señora con bastón, cuando después de escuchar tiros por la
noche, le digo a mi esposa: sí hay gente matando y muriendo afuera, pero
también hay parejas amándose en las paradas de bus, en las esquinas más
inesperadas. Sí celebro Guatemala todos los días, es la esperanza que nace en
el epicentro del pesar, la frase de Facundo Cabral: “Una bomba hace más ruido que
una caricia, pero por cada bomba que destruye, existen millones de caricias que
construyen la vida”.
miércoles, 10 de julio de 2013
Amor de centro comercial
El protagonista no
puede ser testigo, del sueño no surgirá su voz para contarnos, su hija de 15
años lo ha dejado solo, roncando, qué vergüenza, que no me miren, que no sepan
que es mi papá. El sofá de masajes, en el pasillo del segundo nivel del centro
comercial, lo ha relajado, es capaz de dormir en las bancas sin respaldo de la
iglesia, ante la mirada reprobatoria de su esposa, cómo no va a dormirse casi
recostado, con vibraciones en su región lumbar. Qué barato le salió comprar un
remanso en medio del caos del consumo, un pedazo de cielo en las lotificaciones
de la mercadotecnia, del capitalismo que construye ídolos para entretenernos.
Se burlan de él, cómo negarlo, lo supo la hija desde el principio, por qué no
reírse si la imagen es un contraste, un disparate, yo sé que es tu palabra
favorita. La miopía cree reconocer siempre el ridículo. Lo lamentable de su
sueño es que él no pudo verlos, no a la gente que le tomó fotografías,
carcajeándose, sino a la pareja que pasó tomada de la mano; es una pena que él
no se incorpore para explicar las imágenes, para barajarlas desde su letargo.
El rebaño no les abre
paso, no tiene por qué hacerlo; se acoplan al ritmo, a los pasos de la
multitud, la que camina en soledad, acaso sólo hombro a hombro, sin un asidero,
sin la ratificación de tanta poesía no leída, no sentida, sobre todo ésta.
Quién puede interesarse en la escena, si se detienen ante una tienda, la
vitrina que exhibe una forma de vida, el maniquí vistiéndose de un precio que
su billetera no puede costear, los modelos del afiche posan la realidad que
ellos quisieran merecer, acaso la que él le gustaría garantizarle, dame tiempo,
dame fe, dame tu mano porque te estoy haciendo una promesa, agrégala a la
lista. No cobran por entrar, le recuerda, y evaden a la vendedora, sólo estamos
viendo. Sabe que no comprarán nada, lo reconoce en sus ojos, lee la desposesión
en ambos, la ausencia de débito que los tiene naufragando en una imposibilidad,
la camisa de cuadros que él ya viste, el vestido de seda que ella ya se ha
puesto, no quieren ver la etiqueta, para qué exponerse a ese desfallecimiento,
a lo inasible que resulta una prenda que les talla tan bien, podrían ser
felices en ella, nadie puede contradecirlos, porque lo son mientras se
reconocen a sí mismos ante el espejo, mientras se encuentran la sonrisa, sorprendiéndose
de las maravillas que hace la alta costura italiana. No pueden perder este momento, no pueden
dejarlo a la arbitrariedad de la memoria, una fotografía que los capture
abrazados, siendo las estatuas de lo gratuito que resulta soñar, no les importa
que el detector de robos salga en la toma, que ojos ajenos a ellos identifiquen
ahí un fraude, una terrible ausencia de gusto; tendrán el descaro de publicarla
en Facebook, de mostrarles a sus
contactos lo que les aguarda mañana, la ilusión vana, pero muy suya, que tienen
como novios, pero hoy quieren demostrar lo bien que lucen juntos, con esos
atuendos que no son suyos pero que a nadie le quedarán mejor. Saldrán, y será
su amor de ‘pruebe sin compromiso’, su amor maniquí, su amor de vitrina.
No quiero ser ave de
mal agüero, pero sé que no encontrarán mesa en los comedores, no se necesita
mucha intuición para darlo como un hecho, es domingo, fin de mes y hora de almuerzo.
Un punto de encuentro, un sitio atestado, comer codeándose con desconocidos, la
mesa hasta ayer sagrada ha sido profanada por una multitud que no quiere verse,
que se harta con los combos del día, dejando tras cada bocado un envoltorio, la
ingente cantidad de basura que habrá de juzgar a sus hijos. Esperar tomados de
la mano a que una familia, una pareja parecida a ellos, se levante, también es
parte de la cita, vislumbrar cómo cada deglución demora, la ética del prójimo
para comer: no hable con la boca llena, los codos fuera de la mesa. La
desocupan pero la dejan sucia, no importa, usarán la bandeja como superficie,
ahí podrán sus alimentos, pero no han pedido aún, qué desean comer, una
variedad de restaurantes de comida rápida los tiene sitiados, qué se les antoja
a los comensales, es una pregunta peligrosa, acaso hasta ofensiva, porque no pueden darse el lujo de ordenar una
parrillada para dos personas, de pedir sopa mein mixta, el presupuesto no les
da para tanto. Se adecúan a lo que tienen, no a lo que hay, un Mcmenú para ambos, que se parta el pan,
la hamburguesa, que se dividan las papas, la gaseosa sin hielo por favor, roba
volumen, dos pajillas, ese detalle sí fue romántico. La multiplicación de los
panes, de los pescados, las truchas fritas, no será el milagro de hoy, lo sabe
él quien le comparte el último envoltorio de kétchup, lo acepta ella que le
otorga parte de su ración de hamburguesa, le miente, la torta de carne no le da
indigestión. Si les alcanzara para un sundae
quizá se hubieran satisfecho, le han dado apenas una mordida al hambre, al
que no le importa que estén juntos, que hayan consagrado esta mesa al prodigio
de un almuerzo compartido, ambos cediendo, la última papa para ti, cielo. Su amor de foodcourt no se colma, pero sí es apresurado, una anciana espera
con su nieto a que desocupen la mesa.
La linterna del
acomodador no es la única luz dentro de la sala; a nadie le sorprende que el de
enfrente entre al cine a enviar y recibir correspondencia, no hay que perder el
contacto, el celular ha encogido al mundo, pregúntenle a la pareja que
teniéndose a la par se comunican con mensajes, hablando con caritas, y
carcajadas textuales, mandándose besos, :*, un anticipo de la película de
terror. Este duelo que padezco por todos los besos enviados por mensaje de
texto. La antesala, las farolas aún tenues, los comerciales, la coca cola que
efervesce felicidad, agítenla para que al destaparla sacie la sed de todos, que
el dióxido de carbono nos contagie una sonrisa en la oscuridad, nos exhorte a
comprar, lo vuelva una necesidad, porque el público se ha jodido, les han
sembrado una idea, felicidad-bebida, ningún aforismo que lo refute (llamen a
los motivadores, a los escritores de best
sellers), que obstaculice al menos esa noción. Por suerte ellos no
abandonan la escena, acaso porque no tienen dinero para levantarse a comprar
sodas, se quedan ahí, entre una oscuridad que no permite que los veamos, ni
siquiera el señor que aún duerme habría podido contar algo. Habrá que usar
otros recursos: la linterna del acomodador, la intuición de los ciegos, la
imaginación de los novelistas eróticos. Todo depende de la película a la que
entraron, no conocemos el gusto de la pareja, acaso una dramática, ya la hemos
visto en los vestidores, en la mesa, pero eso no es definitivo, no partimos de
cero, contamos con una tendencia, una de suspenso les caería bien, y cualquiera
sabe que éste no se mantiene durante todo el filme, que hay un punto donde las
imágenes y el sonido se estiran, capturan a la audiencia, mientras tanto que
aprovechen la ceguera de todos, que se busquen las manos, que levanten el apoya
vasos, los dos asientos siendo uno solo, que se acurruquen, que se besen sin
ruido, que la mano de él baje un poco más, un impulso austral, la palma
buscando otros paraísos, que ella se alarme, se la suba, sin reprochárselo con
la mirada que de cualquier modo no distingue nada, llegará el día, lo sabe
ella, lo espera él. No podrán dar una crítica de la película si alguien les
pregunta, pero ha quedado ahí su amor de butaca de cine, código 8 y 9 F.
Despierte, despierte,
señor ya vamos a cerrar. El guardia de seguridad, sonríe al verlo desperezarse.
La narcolepsia no es contagiosa.
domingo, 30 de junio de 2013
¿Qué es ser sancarlista?
Uno no amanece distinto al día anterior, al menos
no en esencia. Porque puede que la gripe haya aparecido o desaparecido durante
el sueño, casi siempre lo primero, pero los grandes cambios no suceden con un
pestañazo, por ejemplo, si yo tengo una duda, seguro la tendré mañana, no será
depuesta, mucho menos olvidada durante una noche de descanso. Debido a esto,
sería equivocado escribir que amanecí con la curiosidad en flor, que hoy traigo
preguntas que no traía ayer, que ya no puedo postergar el misterio. Entonces,
esta pregunta me ha venido merodeando desde hace días, ¿o es al revés?, la
merodeo yo, no importa mucho, la cuestión es que los signos de interrogación se
han instalado en mi cabeza, ambos, mi duda tiene identidad hispanoamericana. La
formularé en seco porque no hay otra forma, y creo que hay drama porque ya le
he dado todo un preámbulo, necesito que alguien me escuche, quizá así mi
soliloquio tome vuelo o se haga estructura, se contradicen, no tomo partida, la
que funcione.
La escribo por primera vez en papel: ¿qué es ser
sancarlista? Exageré, ya la había escrito, la tenía en un post-it, un recordatorio
sobre mi escritorio, para no extraviarla entre otras dudas que no tienen el
honor de aparecer en papel, quedándose como una inquietud, ni siquiera en
palabras, apenas con el principio de un acento interrogativo. Es una pregunta
sencilla, y no por el número de palabras que la conforman, apenas cuatro, sino
porque son los típicos cuestionamientos de identidad que nos realizamos todos
en algún momento tratando de ser interesantes, seduce poco o nada, qué es ser
guatemalteco, hombre, mixqueño, joven. Desde
una visión más crítica podría desmoronarme escribiendo que es una pregunta de
plantilla, donde ya hay una estructura hecha y la palabra clave se sustituye, guatemalteco
por sancarlista, entonces me quedo sin pregunta y sin columna, que hablen otros
mejor. Me permito esta frivolidad porque no hay nadie que lo impida, ni mi
cautela, me viene importando poco si es una duda genérica, si es inadmisible
perderse en ella. La obsesión me ha alcanzado y no hay fragor que me despabile,
ningún consejo que cale, he perdido la garantía de mi vejez. Quizá la pregunta
no sea la adecuada, como ha sucedido tantas veces, ha habido tanta elocuencia
sobre ello, las preguntas equívocas, las que no generan respuestas, las
adecuadas al menos. Pero esa es sólo una posibilidad; puede que no importe
tanto la pregunta, ni la respuesta, sino la búsqueda de ésta, lo que se
descubre en el camino, aunque nos extravíe, aunque acabe en cualquier
acantilado, ante cualquier mar. Apuesto porque así sea. Te lo advierto, ahora
sería el momento de abandonar la lectura, puede que no podamos desandar
nuestros pasos, escalar el acantilado que vio nuestro clavado, mantenernos a
flote en el mar.
Pregunté, ahora toca contestarme, ¿qué es ser
sancarlista? Empiezo por lo obvio, porque estudio en la Universidad de San
Carlos, tengo carnet vigente y me asigné para este semestre. Es una pena que no
se lea la mueca que parece una sonrisa, no encontré nada, y eso que a menudo
las respuestas más simples son las correctas, una enseñanza matemática. Al menos
ya di el primer paso, el consuelo que da el camino, uno que sigue igual de
incierto, un poco más difuso desde las orientaciones anteriores. Me desdibujé
el norte. Apuesto ahora por la definición popular: porque antepongo al prójimo,
es una prioridad mi proyección social, no es que estudie gratis, sino que el
pueblo paga mi educación, un pueblo pobre, a través de sus impuestos, estoy en
deuda con él, y asumo mi misión: id y enseñad a todos. Releo y me descubro
hipócrita si llegara a quedarme ahí, deteniendo mi búsqueda porque encontré lo
multitudinariamente aceptado, la definición de panfleto, la que crea masa y no
individuos, es una universidad, se debe velar por los segundos, educar a la
primera, desarticularla. Mi identidad de sancarlista no puede quedar así, me
rehúso a que sea uniforme, a que mañana me quite la camisola, pasársela al
estudiante nuevo, ya transpirada, honrá el número compadre. Me vuelvo a quedar
sin nada, se me ha escurrido el agua entre las manos; me jodí cuando la
pregunta me asumió, es decir, cuando entré a su cerco, cuando me convencí que
la respuesta ya no podía postergarse, cuando supuse que yo mismo quedaba
indefinido. Entonces, y para no abstraerme, doy patadas de ahogado, ningún as
bajo la manga, ningún azar que pueda socorrerme en este intento, quizá el
último. Y aparece el jolgorio de la huelga de dolores, aquí está tu son
Chabela, en tu nombre me encapucho, gris y negro, que la lucha no ha terminado,
recién empieza conmigo, espérenme, sólo tomo mi bate, la manopla, que me falte
el nombre, la identidad pero no el güaro, porque denuncio mejor así, ebrio y
encapuchado, sin comprometerme realmente, porque soy anónimo, nadie podrá
señalarme, marcho en el desfile bufo sin documentos de identificación, porque
soy pueblo, soy sancarlista, soy huelguero, no acudo ante ningún apellido,
llámenme por mi nombre de guerra, fui bautizado en sus filas, en el
departamento de redacción, porque escribo en el boletín, un alud de adjetivos,
imagínense la sutileza de mi sátira sobre el gobierno, mis chistes sin
alusiones sexuales, mis párrafos de comprensión hacia el prójimo, hacia todos
los que son distintos a mí: homosexuales, estudiantes de universidades
privadas, prostitutas, políticos, etcétera, uno extenso; que se lea mi
sarcasmo, en sonora carcajada prorrumpid.
Me quito la capucha para hablar, aún no me he
ahogado, falta un derrotero, luego no sabré qué hacer. Me habrá consumido la
duda. Lo cierto, es que aquí me rebelo, la subversión la pueden suponer en mi
playera de Jacobo Árbenz, en el póster del Che en mi cuarto, en las consignas
que transcribo en las redes sociales, en mi pelo largo, la barba crecida, mi
desfachatez. Hablo de una revolución, cuando el pueblo se canse y se vuelva
masa, tomaré las armas, y derrocaré al gobierno, de la nada se instituirá una
primavera, una que no será cuestionada, no porque no se deba, sino porque no
puedo, cómo hacerlo sino he leído, si me encantó el aforismo: patria o muerte, si
sólo así concibo el cambio, matar o morir, la atrocidad precederá la primavera,
ya no el invierno. Si me sorprenden vociferando, desde cualquier plataforma, a
través de un altavoz, en el mejor de los casos, puede que oigan un discurso
anacrónico, quizá se transporten conmigo y regresemos al conflicto armado
interno, porque aún aludo al enemigo interno, los desaparecidos, la resistencia
urbana; soy pasado. Llámenme para marchar, que en pie de protesta nadie pisa
más fuerte, me visto de negro, porque el luto es permanente, de rojo, porque es
el color de mi bandera, sorpréndanme caminando a la izquierda, es mi
movimiento, el lado del corazón, la hoz y el martillo, tatúenlas en mi pecho.
Mi fanatismo, sin titubeo ni crítica, me obliga a marchar con una lata de
aerosol, manchando muros, monumentos, obras de arte urbano, porque la he tomado
contra toda propiedad, sea pública o privada, que se lea mi furia, mi desdén en
este grafiti que no tiene poesía ni arte alguno, ni abstrayéndome, se lee
Oliverio vive, Hasta la victoria siempre, qué pensaría Oliverio de este
despropósito, de este escribir su nombre en vano, esta anarquía estancada que
no tiene caos, ni plan para desatarlo, es una pena que haya aprendido a leer si
no he tomado un libro, si no he leído un poema, si no he propiciado mi
acribillamiento por versos que sabrán empezar la revolución, mi revolución.
Es
extenuante la personificación, pero así me curo en salud, me puse sus zapatos,
los calcé y me sentí incómodo, no sé si porque me quedaban grandes o pequeños,
ojalá no sea ninguno, prefiero escribir que no era mi horma, que siempre pongo
pretextos para descalzarme, para sentir el camino bajo mis pies, ninguna suela
que se interponga entre la arcilla, los charcos, y mis dedos. Parezco que no
sueño, no me involucro, pero que nadie me defina si yo no lo he hecho aún. De
cualquier modo tengo mi carnet, mi credencial, el asidero más fácil si la duda
me vuelve a tomar mal parado.
miércoles, 26 de junio de 2013
Carta de amor: la intermediaria del periódico
Me sorprendió el
periódico del lunes con otra portada macabra, quizá usted la leyera o su papá
se la comentó mientras desayunaba, es el tipo de información que irrumpe en la
cotidianeidad, incluso en la más arraigada, no sé, de cualquier forma se la
comunico, ojalá no me convierta en su mensajero del mal: 24 homicidios en el
fin de semana. Sé que son noticias de las cuales prefiere desentenderse, no
leo, no escucho, no sufro, porque le estropean el día, la semana, desde el
principio, envenenados sus ojos, aterida su sonrisa. Y yo lo padezco, porque su
sonrisa es el próximo momento, la inminencia de la alegría en mí, la fe sin
dios ni milagro. Le expongo mi paranoia, la que se ha construido de tanto leer
los diarios: crece en el retrato de mi sombra, a mis espaldas, vigilándome,
conspirando con los motoristas que vislumbro desde los espejos retrovisores del
auto, las miradas oscuras, se instala en mi reloj, y le resta tiempo, me
aproxima a tantos desencuentros, a mi desencuentro. Aún no el suyo, éste ‘aún’
apuesta tanto a futuro. Cómo no vivir apremiado si la muerte acecha y no
considera a nadie, ni a nada, ni siquiera al absurdo: una bala sin nombre, un
asalto imbécil caminando por atajos, un suicidio en lunes; la casualidad
propicia demasiado, lleva tantos nombres, menos el suyo.
Si hace de la lectura
de periódicos un ejercicio diario, ya una costumbre en usted, es probable que
la derrota haya encontrado un huésped más, la otra cara del cinismo un aliado,
el desaliento un cuerpo donde encarnar; se lo pinto así porque me ha pasado, y
no pretendo arrastrarla a mi perspectiva, empezó lóbrega y no sabemos cómo irá
a terminar, de eso se encargarán las palabras, apuesto a que ellas tampoco
tienen un vaticinio. Aquí, cuando la página se llena de tinieblas, le hago una
propuesta, no indecorosa, ojalá no. Me hubiera encantado decirle que ya no
leyera más los diarios, que desvié la mirada cuando se asome una portada en el
comedor, que se tape los oídos cuando su papá le cuente sorprendido sobre la
matanza de campesinos en Petén, pero el desentendimiento es otro síntoma de
desesperanza,aquí en Guatemala no se puede vivir con los pies en el suelo,
pocos pueden mantenerse en pie, tanto temblor, el epicentro bajo nuestra suela.
Le propongo, y le tomo la mano mientras lo digo, que si leemos muerte, odio,
violencia, racismo, intolerancia en el diario de hoy, salgamos a la calle a
buscar lo contrario, encendamos el auto, pongámonos los tenis, engrasemos la
cadena de la bicicleta, no importa cómo, pero salgamos, y no escribo ‘ojalá,
porque la realidad contradirá los hechos, cualquier reportaje, es mi certeza. Que
nos desbarate el pesimismo un beso en el parque, una niña persiguiendo palomas,
un anciano silbando, un saxofón en plena sexta avenida, un balón rodando. Y si
la tarde está lluviosa, quedémonos en casa, apaguemos los teléfonos, bajemos
los flipones eléctricos, y a oscuras con todo el tiempo del mundo, de la lluvia
que ya ha amainado, contradigamos sin antónimos, sin ningún ‘no’, que nuestra
caricia rete a la violencia, que nuestro beso ponga en duda cualquier
estadística (los índices de analfabetismo, de criminalidad, de femicidios), que
la refute a pura matemática. Seamos de los pocos que se toman un respiro en
pleno naufragio, que pese al fragor, la desesperación y los violines, logremos
sacar la cabeza del agua y aún con los ojos empapados, éstos vislumbren un
paraíso: el mar y su horizonte. <Nuestro tema es para ver llover>, lo
tarareamos juntos, lo canta Silvio.
Todo parece una evasión: ponerse audífonos, ensimismarse
en un libro, tomarla de la mano y escribirle esta carta. Sin embargo, no
importa lo que hagamos, incluso si cerramos los ojos, y le subimos a la radio
cuando suena la canción en inglés, el coro rumiado, y el modo de vida yéndose a
la chingada, Guatemala no aparece, ya está ahí, no insiste, no precisa hacerlo.
A veces me quedo corto cuando hablo de ella, me revienta en el pecho y eso entorpece
la elocuencia, después de ahí, cualquier cosa que diga será un disparate, un
acto excesivo, la palabra me advierte. Lo que quiero decir es que pese a
cualquier distracción es imposible desentenderse de la violencia, si no me toca
a mí no existe, si el noticiero la anuncia cambio de canal. Me acuerdo de la
pobreza, y la pongo en la balanza, qué pesa más, y digo abruptamente que
prefiero vivir con hambre que con miedo, lo dice el clase-mediero que nunca le
ha faltado pan en la mesa, un quetzal de tortillas. Ajustémonos a la pirámide
de Maslow, y me retracto: la comida es primero, luego la seguridad. De
cualquier modo, y sin importar qué pensemos, las malas noticias continúan
apareciendo, éstas sí aparecen, terminan asomándose, en los diarios, el
internet, la televisión, pero son más de lo mismo, una repetición a medias:
misma situación, distintos actores. Y qué se puede hacer con ellas, qué hacía
yo antes de conocerla a usted: tragarme los reportajes y luego exclamar ojalá
no me pase a mí, a ningún bien querido, a ningún conocido de vista; en esa
jerarquía. Ahora que está aquí, cuando el ‘aquí’ es tan cerca, una
improbabilidad que le dio por florecer, puede haber un cambio en mi mundo,
usted ha irrumpido en él pero no ha exigido nada, yo le ofrecí permanencia.
Ahora le ofrezco un puesto, no hay necesidad de que envíe su hoja de vida,
ninguna burocracia, sólo tiene que decidir si tomarlo o no. Le doy tiempo para
pensarlo, no se sienta presionada. Es un trabajo de media jornada, lo que sí es
que hay que madrugar, no puede retrasarse nunca, el repartidor de diarios no
puede anticipársele, tampoco mis ganas de leer. Creo que ya empezó a suponer
sus atribuciones, se las digo para terminar con el suspenso: leerme las
noticias, desde el comedor, con su voz de circunstancias, sorteando los
énfasis, los que amenazan con instalarse en la portada, en los titulares, por
siniestros y desalentadores. Usted nunca será intermediaria, aunque lo parezca,
entre la realidad y mis oídos, la mirada la he de deponer, porque usted me ha
de contar las malas nuevas, técnicamente será una intermediaria del
intermediario que es el periódico, que recopila los eventos, para mi
infortunio, para mi fortuna, pero ya no las oiré igual, ni se me encogerá el
corazón ni el futuro, porque aunque me cuente algo macabro (madre tira a su
neonato al basurero), siempre usted será la buena nueva de mi día, mi
contradicción preferida.
domingo, 23 de junio de 2013
Nosotros, los guatemaltecos
Le daré entrada a mi
rutina, ya se ha ganado mi confianza con el solo hecho de posar sus ojos en la
columna, porque yo no quiero hablar sobre mi almuerzo con un desconocido, menos
uno con alexia y los ojos turbios. Lo invito a sentarse a mi mesa, alrededor de
ella, la familia siempre tiene un lugar, porque aquí no importa la
consanguineidad, ni árbol genealógico, todos somos hermanos, continúo hablando
sólo de mi mesa. Y escribo hermano en un sentido distinto al prefijo en las
iglesias, no importa la doctrina, hermana Lucrecia, hermano Germán, yo me
refiero a que compartimos, al fin un nosotros completo, te doy de mi pan, pásame
el fresco, el aderezo, ¿alguien quiere la última tortilla? Sin embargo, mi
pequeña revolución se ve amenazada a veces, cuesta trabajar por ella, la
cordialidad se esfuma, mi primo pequeño tira la comida con la cuchara, mi
abuela lo amenaza con una paleta de madera, mi tía, su madre, lo regaña, y él
termina tirando el agua, tomo otra papa con el tenedor, empieza a gritar cuando
lo expulsan de su silla, y mi abuelo quejándose porque la comida está muy seca,
le falta recado. Aunque hubiera preferido comer en paz, masticando 40 veces
cada bocado, contándolos, el caos se instala y me resulta mucho más
entretenido, esquivando cucharadas, soportando la histeria, y las quejas, sobre
todo ellas: ya me cansé de cocinar para tanto malagradecido, dice la abuela,
pero si usted sólo comida seca cocina, dice el abuelo, acaso usted me da un
centavo, contesta la abuela, y ya se fue a la mierda cualquier fraternidad en
la mesa, la que quise instituir desde el principio.
No lo mire como un fracaso, la calma siempre regresa,
luego que se levanta el niño y sale a jugar al jardín, cuando el abuelo abandona
la mesa y se encierra en su cuarto. Bueno quizá sí, porque dejamos de ser
hermanos, satisfechos volvemos a nuestras posturas, la abuela-madre, la
tía-hija, y el nieto-sobrino. Hay que guardar las formalidades. Entonces queda
tiempo para hablar, cada quien desde el rol retomado, lo que implica que la
abuela asume el protagonismo, los años han de instruir en la retórica, porque
es seguro que divagará, que alternará sus anécdotas, no siempre para dar una
moraleja, casi siempre para ocupar espacio, para repeler un silencio que ya no puede
darse el lujo de adoptar, ha de intuir que su tiempo ya es escaso. Aguardo para
que ella imponga el tema, quizá empiece diciendo ‘en mis tiempos’ como si éstos
no fueran también los suyos, como si su presencia ya fuera una anacronía, un
irse más allá de lo que le correspondía. Habla de la corrupción, porque esos
son asuntos de sobremesa, cuando el hambre no asedia, ni incita al disparate;
todo convencional, nada que nunca haya sido tratado: los políticos, que es dinero
del pueblo, con qué cara pueden salir a la calle. No concibe en su ética que
alguien pueda robar tanto, pero eso nos sucede a todos, todavía sigue siendo
normal, no merece una columna, al menos no una que sí proponga. Ojalá ésta sí
lo haga, porque luego mi abuela dijo: “lo que sucede es que nosotros los
guatemaltecos robamos cuando se presenta la ocasión”. Al principio no me
percaté de la bisagra, la excepcionalidad de un comentario que irrumpía en la
conversación, partiéndola en dos, un antes y un después de ese momento, la
referencia histórica, el nacimiento de un dios; lo tomé a la ligera, ni
siquiera dándole la razón, sólo admitiendo que era un comentario válido. Fue mi
tía quien comprendió primero lo que acababa de suceder, no fue un hecho en sí,
sino la exposición de éste, un conjunto de ideas que asociadas resultaban
perturbadoras, no importaba el lado que uno le viera. Porque el nosotros que
empleó para no señalar a nadie en concreto, nos terminó señalando a todos; la
generalización imperfecta desata la tragedia de la individualidad, borra
nuestros nombres y desdibuja nuestros rasgos, nos retrocede hasta un origen
común, no importa si fue la creación o la selección natural. Completó el acto
refiriéndose a nuestro país, incluyéndose según sus documentos de
identificación, nosotros los guatemaltecos, casi 16 millones de individuos
(hoy, mañana habrá que revisar el crecimiento geométrico de la población)
incluidos en una premisa, acusados por el peso de la historia, de su
experiencia, como ladrones, cuánto perdón, ya sabe usted: ladrón que roba
ladrón… Y esto, por mucho que se quiera, no puede quedarse en el suspenso,
concluir aquí es una canallada, porque no hay desenlace, ningún asidero que lo,
la induzca a la reflexión. No se puede generalizar los crímenes de unos pocos,
porque mi asidero, por quemado que se lea, es que los buenos siempre son más,
una multitud que no resalta porque somos, hoy sí, nosotros, convencionales, la
excepcionalidad no nos nombra porque se considera normal actuar así, a nadie se
le agradece por ser bueno. Entonces, empecemos por agradecer que no robamos,
incluso cuando se presenta la ocasión, tampoco mi tía, ni mi abuela, ni yo,
ojalá tampoco mi primo y mi abuelo. Y si lo hicieran serían robos menores, un
vuelto mal contado, un billete suelto sobre el taburete, por algo se empieza,
no los protejamos. Ese nosotros que siempre incluye, hay que pensar dos veces
al conjugar los verbos, al repartir ideas, y formar grupos, no vaya a ser que
en nombre de la democracia se sacrifique la individualidad, porque no es lo
mismo decir ‘nosotros elegimos’ a ‘yo elegí’. Por hoy es suficiente, y ya hemos
decidido terminar, al fin callo, por decisión mutua.
McDonald's, el rito.
Pierdo la conciencia
al volante, llevo años manejando y cada vez asumo menos responsabilidad sobre
mis actos, no digo que mi imprudencia crezca, sino que mis reflejos de piloto
se han vuelto maquinales, casi no hay voluntad en no chocar, en esquivar a los
otros autos, en detenerse ante una luz roja, definitivamente ya voy
anticipándome al destino, y el camino es, desde esta perspectiva que hasta hoy
me atreví a reconocer en mí, un contratiempo inevitable, una distancia que
abarco ausente, perdiéndola cuando otro piloto me obstruye, cuando se
transgrede el orden del rebaño. Súmele ahora que conduzco un carro automático,
ni siquiera el extra de accionar el embrague y las velocidades, primera para
pasar los túmulos, frene con motor, nada mecánico para irrumpir en mi ensimismamiento,
uno que comparto, porque asumo que así han de ir todos: las manos siempre en el
timón, ojalá ya me tengan listo el encargo, espero que mi jefe no me pida el
informe, que dejen el examen para mañana, que no se haya orinado josé daniel, que
no haya tráfico en el periférico; multitud de rumores intercalados, los
kilómetros van quedando atrás, y el futuro, lo que esperamos de él,
aproximándose, nada como adelantar el reloj y evitar la carcoma del suspenso. Puedo
invertir la columna de hoy en criticar la última frase, en proponer que vivamos
el momento, la frase quemada por tantos fuegos: ‘cada instante como si fuera el
último’, imagínese qué se podría hacer con ellos, siempre ateridos porque la
vida que no vivimos por pensar así pasa por nuestros ojos, la inminencia de la
muerte nos clava, nos exige tanto: elija un sitio donde yacer con
honorabilidad, despídase, cierre el telón. Estuve a punto de ponerme moralista,
y no es una amenaza, yo también me salvé, con qué autoridad hubiera hablado,
puede que usted no me conozca, y ni siquiera así, conociéndome, puedo
instruirlo a que lleve otra vida, que sería necesariamente la mía, que es la
única que conozco.
Lo que me trae hoy,
ante este papel que se instala ante sus ojos, demasiada exposición, era hablar
precisamente sobre una costumbre sobre ruedas, y el párrafo anterior no fue
rodeo, porque entra entre mis actos maquinales, uno que se añade a pedir vía, a
revisar mi retaguardia por los retrovisores cada 2 minutos. Puede que usted
también se santigüe cada vez que pase frente a una iglesia, digo si es
católico, claro; y si usted no lo es, no me malinterprete, no es una doctrina teológica,
siga leyendo, tampoco le suplico, quizá se sorprenda. Es una costumbre
heredada, lo hace mi abuela, lo hace mi papá, lo hago yo, y no me pregunte cuál
es el verdadero sentido del gesto, lo ha de saber mi abuela, mi papá a lo
lejos, yo lo intuyo y quizá me equivoque, por eso no lo escribo; entonces por
qué lo hago, es una duda razonable y no le quiero mentir, lo hago por ritual,
el cumplimiento con un deber que va más allá del cristianismo, un curarse en
salud, la ratificación de un credo que me aprendí de memoria sin cuestionarlo,
la familia tampoco pregunta. Sé que está mal, que no se debe desconocer el
propósito de ningún gesto cotidiano, mucho menos uno religioso; más de algún
extremista me señalará, desde un dedo implacable, y dirá que ese es el
principio de la herejía, se empieza desacralizando la conciencia, luego los
gestos, entonces nos jodimos, cualquier círculo del infierno, el ‘X’, la
variable, para hacernos más complejo el sufrimiento.
Se me han amotinado las ideas, discúlpeme, lo
cierto es que no van más allá de lo que me concierne, el mensaje que hoy traigo
y he demorado tanto. Lo cuento ahora, y es una anécdota, gracias por su
paciencia, y tome los dos párrafos anteriores como un preámbulo, para no
empezar desde cero una historia que se me puede ir de las manos, del estilo,
ojalá no me falte elocuencia. Ya conoce mi auto, la radio encendida y una
canción trayéndome de vuelta, nada como cantar con el vidrio bajo, una mano
tomada al volante y la derecha simulando tocar un piano en el tablero; puede
que el piloto del carro vecino me haya visto, quizá se burló de mí, prefiero suponer
que sintonizaba la misma emisora, que unía su canto al mío, pero él tocando la
guitarra, una maniobra más difícil. El furor de mi tarareo, cuando olvidé la
letra, debió de contribuir, pero no explica completamente la desatención, la
coincidencia involuntaria de mi santiguamiento cuando pasaba frente a un
McDonald’s. Y desde ese momento me he venido preguntando, rompiéndome la cabeza
con una duda que me aterra, ¿si no fue un accidente, un error provocado por el
automatismo que asumí para mis ritos, para manejar; si fue un símbolo
premeditado, el reconocimiento inconsciente de un altar del nuevo mundo, de un
nuevo dios? Hay preguntas enormes, la respuesta no siempre guarda
proporcionalidad. Nunca antes había pensado en eso, ni siquiera en broma,
rendirle loores al Big Mc, a cualquier postre que innovan, la ‘m’ dorada, la
insignia del imperialismo, pero eso ya es otro cuento, uno que hoy no quiero
contar. Le dejo mi duda, merodéela, y embósquela por cualquier flanco, figúrese
en mis zapatos, en este caso, en mi auto, tarareando, y conciba una respuesta,
estaré más tranquilo si tengo la certeza de que hay alguien más se
preocupa, otra cabeza que se esmera en disipar mi miedo.
sábado, 22 de junio de 2013
Un niño me disparó
Pedaleo y no hay pendiente, entonces no me
esfuerzo por hacer andar la bicicleta, por dejar atrás los metros que asigné a
mi rutina, y me queda tiempo y ganas de ver, a quiénes, a qué, y aparecen los
atajos hacia el tercer mundo, las chozas de aluminio, los perros en jauría
cuidando a otra jauría de borrachos tirados en la tierra, cuánto cadejo
cabrón. La palabra se me anticipó, ojalá
no haya ofendido a sus ojos, pero la vuelvo a repetir: cabrón también el que se
acerque, la dentellada y el ladrido de los guardianes, ha evolucionado la
relación hombre-perro, ya no sólo compartimos alimento y compañía, como
especies, también desamparo, la certeza de que ninguna puerta nos espera
abierta, ninguna mesa servida. Pero hoy no vengo a hablar de eso, aunque yo
también quiera compartir mi desamparo, dividirlo porque abunda, hacerlo patria nuestra,
mi perro rehabilitándome la tristeza. Continúo pedaleando, mis piernas aún no
se han cansado, y freno un poco por los niños que juegan a mitad de la calle,
me oyen llegar y se corren a la acera, me dan paso porque la bicicleta pesa,
porque no quieren obstruir mi camino. Mi prisa no me evita la escena del niño
orillado: desenfundó el arma, su índice y pulgar imitando una pistola, quizá
semiautomática, la apuntó hacia mí, no quise ver resentimiento en sus ojos, ni
furia por haber interrumpido su juego, y luego la detonación, su onomatopeya
asesina, bam, bam, repercutió el martillo imaginario, definitivamente un
revólver. Hubiera sido apropiado que entrara en su juego, que se desplomara mi
cuerpo, el pecho perforado por dos balas certeras, dañados los pulmones, acaso
rozado el corazón, hay que tener mucha puntería para darle, de cualquier modo
se iba a detener; a mi corazón le cabían tantas cosas, aún no la pausa, el paro
que sucedería a mi asfixia. Apresuro mi tiempo, fui ultimado, y todo en el
nombre de la imaginación. Pasé a su lado bastante turbado, luego de haber sido
impactado por sus proyectiles hipotéticos, no quise celebrarle su gracia
haciéndome el herido, porque me quiso matar, era un juego, lo entiendo, pero no
tenía motivos, qué le hice yo para merecer su desquite, o mejor escrito, qué le
hizo la vida para que yo mereciera su aleatoriedad. Lo escribo así, conmovido,
porque no se puede escribir de otro modo después de haber sido víctima de un
atentado, imaginario o no, es una suerte que todavía esté con ustedes, que haya
sobrevivido para dar el testimonio. Y puedo hablar de la violencia que se ha
instalado en Guatemala, de la estadística de los asesinatos y robos a mano
armada, pero los números no ilustran la situación, hay que vivirla, escribirla
y darle vueltas, imaginarla, porque ahí es donde empieza todo, lo que le sucede
a la imaginación cuando no se lee, ni se dibuja, ni se baila o canta, se
convierte en armas de defensa personal, de corto alcance, en el mejor de los
casos
Asedio de lector
Desactivé mi cuenta
de Twitter, pude haber decidido dejarla en el olvido, para siempre enmudecida,
con una cantidad permanente de frases que nadie más leerá, pero no hubiera
resistido la tentación de ingresar de vez en cuando, sin escribir nada,
evitando cualquier indicio que denotara mi presencia, para comprobar si me
extrañaba, si, incluso en mi ausencia relativa, continuaba redactando lo que yo
quiero creer que son indirectas, lo que yo leía e interpretaba de esa manera.
Aquí no se lee, ni es
posible que sospechen el vacío que sucedió al último párrafo, cuánto me
ausenté, evitando el reencuentro con mis palabras, con esta narración que no
tiene nada de desahogo, que se precipita en un final que quizá no pueda o no
quiera anticipar. Mis explicaciones están de más, les garantizo que no les
contaré todo lo que piense, tampoco procuraré que entiendan mis emociones, que
comprendan la nostalgia con la que redacto, porque fui feliz allí, que cada
quien defina la felicidad, que me censuren si no les parece, sí en el Twitter,
pero creí necesario clausurarme, abolir mi identidad virtual, mis frases casi
siempre parafraseadas, y no fue un escape, prófugo de nada, y quizá en la
reiteración me contradiga, más bien quiero que se convenzan, ustedes que callan
mientras leen, ustedes que me juzgan e imaginan
el pasado, lo que tal vez yo les cuente, la historia que puede estar modificada
para que duden, se convenzan que lo hice por higiene emocional, por olvidar un
desencuentro.
Dramático como soy me
hubiera gustado escribir que lo hice para cesar de desafiar al amor sin poesía
ni fe, para rehabilitarme en mi silencio de sombras que insistían mientras la
leía, cuando encontraba sus tuits y los desmenuzaba para apropiarme de todos
sus sentidos, sobreleyendo e interpretando significados que la gramática no
hubiera admitido. Porque deseaba aparecer en ellos, que me aludieran sin
necesidad de nombrarme; a veces mi búsqueda era demasiado artificiosa, a veces
leía lo que me hubiera gustado leer. No era Twitter, eran mis ojos buscando sus
palabras, aguardaba por ellas y me encantaría exagerar diciendo que esperaba
frente al monitor en calidad de testigo de un naufragio, sin motivos para
padecer fe, para creer en un milagro que me incluyera, que nos incluyera, a
ella y a mí, que justificara mi asedio de lector.
Extrañarla era un
desencuentro, el evento que condicionaba lo que pudiera escribir: mis aforismos
de noctámbulo, las sentencias que me sobrevenían en plena duermevela,
escribiéndolas desde mi celular, temiéndole a las faltas de ortografía que mi
cansancio omitiera. Cómo saber si ella se detenía a leer cuidadosamente mis
tuits, me rehúso a sospecharlo, a imaginarla con la duda en la mirada, con cualquiera de los dos signos de interrogación
tatuado en sus gestos, porque no debió vacilar, y si lo hizo la corrijo ahora,
quizá leas y no te des por aludida, desentendiéndote de la tercera persona
singular que es idéntica a ti, que escribe lo que se le ocurre, el reclamo o el
verso ocasional, hoy ya no más, pero antes eran acertijos con una sola solución
inventada, un laberinto que artificiosamente conducía hasta mí. Debes asumir tu
protagonismo, y te confronto porque ya me cansé de hablarle a la audiencia
hipotética, porque sé que te agazapas entre la multitud, que evitas mis
palabras porque sabes que alguna vez te pertenecieron, que te pertenecen aún,
en el Twitter, aquí en esta justificación a ciegas. Puede que no tuvieras que
recurrir a tu intuición para encontrarte, ninguna sospecha para descubrirte
habitando mi melancolía al final de cada tuit, y no lo digo por reproche; la
verdad todo se hizo demasiado personal, el despropósito inevitable de querer
hablarte, de preferir deponer todas las indirectas que fueron mi único lenguaje
ahí.
Otra ausencia, pero
esta vez fue porque no tuve nada que escribir o porque no supe cómo redactar lo
que estoy dispuesto a compartir, lo que estos mismos renglones me incitan a
esbozar sobre ellos; dejé la historia en suspenso, y planeé claudicarla en ese
momento, instalando un punto final con vocación de punto y aparte, callando para
que más de algún incrédulo continuara creyendo que era ficción, que les contaba
un relato desde mi inmunidad. A veces el otro lado de la puerta también es el
mismo sitio, no es frontera, la pauta entre dos mundos, y digo esto porque
lejos del monitor, de mi celular, me continúo preguntando qué estará
escribiendo, extrañando sus tuits, su imagen al otro lado de la pantalla,
confesando de una vez en esta oración que no echo de menos a los demás
usuarios, a los que decidí según, quieres me entretenían con sus frases
mientras aguardaba las de ella. A partir de aquí, aunque presiento que no falta
mucho, prometo no volver a confrontarla, a emprender un tuteo que evita su
nombre, que le confiere un anonimato que no la protege, porque ustedes, y entre
ustedes ella, pudieron haberla bautizado a su antojo, un nombre de poetiza, que
no se olvide, que se ajuste a su username
que nunca supe transcribir. Y ya sospecho el fin, no el mío en un arrebato
suicida que tampoco cabe aquí, sino el del relato que no me ha rehabilitado
para nada, que me ofrece una tregua para justificarme ante ustedes, que
pudieron temerme, interpretando mi asedio a su perfil como una obsesión, lo
hice por esperanza, a leerme, a sobreponerme a su olvido, en suma: una
esperanza obsesiva.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)