jueves, 25 de diciembre de 2014

Caracola

Se me perdió alguien en Belice. Llevo ya dos días sin saber de ella. Dos días rascándome la cabeza en la Isla de Flores. Ahí me he quedado mojándome los pies en calles inundadas, contemplando perplejo los zancudos que merodean mi falta de decisión. No puedo pasar más tiempo esperando a la entrada de la isla, viendo cómo llegan los turistas, cómo oscurece de nuevo. Supuse que la vería llegar en un tuc-tuc, más bronceada que nunca, trayendo en su equipaje una caracola de mar que contuviese el rumor de las olas de una playa que no he visitado, que quizá nunca llegue a ver. Esperaré hasta hoy a mediodía, luego iré a la terminal de buses y pagaré un boleto hasta Melchor de Mencos. Me intimidan las fronteras pero no tengo otra opción, no puedo dejarla en Belice a su suerte. Me servirá el inglés que me enseñó mi profesor beliceño en diversificado. Podré preguntar en las plazas, en las tiendas, sacar a relucir mi acento empolvado: Did you have seen a little woman with a big backpack? He consumido demasiadas series policiales para creer que daré con ella fácilmente. Más de algún testigo he de encontrar en la travesía hacia Chetumal. Acaso alguien me diga que quizá vio a una mujer con la descripción referida. Acaso tenga que refrescarle la memoria con 5 dólares. Se cerciorará que nadie lo observa y entre susurros, bajo la sombra de un voladizo, me dirá que la vio comprando una cámara fotográfica. A partir de ahí podré recrearla, dilucidar posibles motivos de su desaparición. Cuántas veces no la vi enfocando a personas sin pedirles permiso, capturándolos en su cotidianeidad. Una foto invasiva, que no respetaba el transcurrir de sus vidas. Si encontrara la memoria de su cámara podría ver una secuencia de personajes: ancianos jugando dominó, una mujer apoyada sobre el marco de su ventana, un pescador encendiendo el motor de su lancha, la maldición de un taxista, hombres y mujeres aguardando fuera de una farmacia. Y sabré que es un despropósito, porque el peligro y la furia habrán venido de alguien que no fue enfocado, que no cupo en la foto, que vio una oportunidad en la ingenuidad de la turista.

martes, 16 de diciembre de 2014

Pato

Si viajo a Buenos Aires lo hago con el único propósito de encontrarlo. Le escribo a usted, Roberto Abbondanzieri. No soy un hincha enardecido de Boca Juniors, ni un fan particular suyo. Sin embargo, estoy decidido a buscarlo a toda costa. No lo hago por mí, sino por la memoria de un amigo. Creo que no me he puesto a pensar si usted se encuentra realmente en ella. Asimismo no sé bien cómo armaré mis palabras cuando lo tenga enfrente, qué alcanzaré a decirle durante el tiempo que usted me conceda. Lo imagino en una academia deportiva, entrenando niños que aspiran llegar a dónde usted llegó. Y quizá eso me dé una pauta para saber cómo hablarle, para contarle que mi amigo en realidad quiso ser como usted, literalmente. Nunca se lo pregunté pero estoy seguro que él decidió la posición de arquero por usted, por la gloria que sintió propia al verlo atajar cualquier penal de su carrera, cualquier penal trascendental. Desconozco si llega a enternecerse cuando casualmente mira a un niño portando su camisola, usando su número y apellido sobre la espalda. Mi amigo quería que lo reconocieran por su apodo, que lo demás le dijeran ‘Pato’ con naturalidad, que lo asociaran inmediatamente con usted. En palabras sencillas, usted era su ídolo, y continuaría siéndolo si él aún estuviera con vida. La violencia en Guatemala no se limita a las noticias de actualidad, termina alojándose en el horizonte, en nuestras aspiraciones. ¿A dónde habrá ido ese anhelo de ser portero profesional? ¿Qué habrá sido de él al momento de la ráfaga, de la vida echándose abruptamente hacia atrás? Quizá usted se habría sentido orgulloso si hubiese tenido la oportunidad de verlo bajo el marco. De seguro usted se habría conmovido al ver la réplica de la camisola que usó en Boca Juniors cubriendo el ataúd, envolviendo el reservorio de un sueño en fuga.  

viernes, 12 de diciembre de 2014

Pullman

Empiezo por el escalofrío, la escalera de tu espina dorsal. Busco a tientas, con los labios, tus lunares en la oscuridad. Yo ya estuve en ese lunar, un susurro arremangado, vuelto hacia adentro. Huellas dactilares que dejo y se borran al instante, un reconocimiento, un mapeo nuevo de tu silueta. Me toma un momento, un respiro, asumir la realidad, la blancura de tu espalda, la penumbra de tu cabello. Continúo bajando, siempre con los labios. Tus nalgas y el delirio. Tus muslos trémulos, las rodillas y tu cicatriz. Te quito los calcetines porque en algún lugar leí que es mala suerte desnudarse por completo. Un plagio, una enajenación porque ya no pienso nada más. Poso un beso sobre el empeine de tu pie izquierdo. Luego el ascenso, demorado, tramo por tramo, encontrando otras constelaciones, otros puntos de mi deseo. El erotismo de descubrirte esperándome sin restricción, con la ternura y el principio del placer. El arco de tu cuerpo extraviando la bombacha. Cada vez más agradecido, menos racional. Tus piernas me amarran desde el principio, sin perspectiva, encegueciéndome. Murmullo algo que luego no recordaré, que no artículo bien, que hace eco en tus orejas que escuchan casi nada. Y desfallezco en un estertor que quiere buscar al tuyo del otro lado, entrecortado. Transpiro mientras aún me aferro a tu espalda, extenuado, devastado, todavía sin creer que te marcharás dentro de unas horas, sentada en una pullman, viajando hacia la frontera mientras pasan una película de Disney.  

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Lluvia poblana

Por fin entiendo la furia de mi madre cuando caminaba descalzo por la casa, ensuciando los calcetines. La perdono por esos contundentes tirones de pelo que me dejaban con jaqueca, por la chancleta voladora que casi siempre erraba. No creo que lo hiciera a propósito, era sólo mala puntería. Por fin comprendo los anuncios de detergentes, la ama de casa que prefiere usar el producto menos irritante, porque el jabón fue inclemente cuando lavé la ropa a mano en Puebla. Tenía que pagar un precio por la independencia, por vivir alejado de la comodidad limitante de mi hogar. Se me resecaron las manos, fueron cubiertas por un polvo blanco, la caricia áspera, la ternura haciendo turno en cualquier sitio. Por fin hice mío el pánico que noté en mi madre, en mi abuela, siempre que había ropa tendida en la terraza y comenzaba a llover. Antes me hacía gracia el grito al cielo: ¡la ropa!, como si sus fibras vegetales comenzaran a vibrar hasta consumirse en combustión espontánea. Suspendían cualquier cosa que estuvieran haciendo, incluso el sorbo de café. En ninguna otra ocasión sentía a mi madre tan ágil y capaz como cuando subía las gradas hacia la terraza y regresaba con toda la ropa acuestas, con el alivio proporcional de haber salvado las prendas del fuego, de cualquier evento que las hiciera irrecuperables. Ahora entiendo. La lluvia poblana hizo que ahora me sienta empático con mi madre, que cuando llueva sea yo el primero en subir a zancadas las escaleras. Me mira conmovida, pero no sabe que allá padecía chaparrones que no me daban tiempo a rescatar las prendas, que a veces me sorprendía lejos y sabía que era inútil correr. ‘Ya fue, me tocará lavarla de nuevo’. Pero no era tan sencillo, porque mientras me resignaba alcancé a preguntarme varias veces: ¿qué putas estoy haciendo aquí?, ¿qué mierdas hago tan lejos de casa?

jueves, 4 de diciembre de 2014

6 Cigarrillos

Estoy constituido esencialmente por contradicciones. Porque aún miro con odio retroactivo a las personas que contaminan mi aire con el humo de su cigarrillo. Esa mala costumbre de la gente a fumar mientras caminan por la calle, mientras esperan en la fila del pan. Sé que es un despropósito acudir a la ley de ambientes libres de tabaco, a la empatía de los fumadores. En el fondo nos conviene a todos convencernos que vivimos en una cápsula individual. Me molesta el humo, en mi hipocondría siento cómo las partículas entran en mi nariz, instalándose en los alvéolos, contaminándome la sangre, el presagio de un cáncer ajeno, que tantos malnacidos trabajaron en mí. Sin embargo, no me importó que ella fumara un promedio de tres cigarrillos diarios. Al menos eso fue lo que me dijo. No podría calcularlo por el aroma a tabaco que sentía cuando la besaba, cuando me aproximaba a su cuerpo. La cadencia de mi deseo recorriéndole cada tramo de piel, haciendo énfasis en sus lunares. Ahí está mi incongruencia, porque llegado a un punto el olor cesaba de agredirme, de causarme rechazo. Lo escribo de ingenuo porque en el fondo sospecho que me robó el aire, que en sus besos estuvo el humo que no me permitió correr a todo pulmón tras el taxi que la llevó hacia la terminal de buses. El taxista no pudo ver mi carrera en el retrovisor central, mi aspaviento que le pedía que se detuviese, no tuvo razón para preguntarle ‘¿me detengo?’, orillándose para que yo le implorara que se quedase un par de días de más, 6 cigarrillos más, que tuviese la oportunidad de escucharme recuperando el aliento. 

lunes, 17 de noviembre de 2014

Barra de códigos

Un tipo entra apresuradamente a una farmacia. Es otra atmósfera, otro mundo con aire acondicionado y aroma a desinfectante. El joven dependiente está familiarizado con la prisa, la compadece. Por la expresión del tipo intuye que no tiene una emergencia médica. Se aproxima al despacho y sin tartamudear le pide una caja de preservativos acanalados. Lo pide cortésmente pero eso no evita que lo odie menos. Mientras la máquina lee la barra de códigos, lo mira de reojo. Analiza su postura, sus gestos, la forma en que saca los quetzales con los que paga. Quiere saber qué hay de dislocado en él, qué no termina de encajar. Se pregunta en qué reside la diferencia entre ellos. ¿Cuál rasgo, cuál gesto los hace esencialmente distintos para que él invierta su noche en un trabajo mal pagado y el cliente en una mujer que lo espera apoyada en una de las ventanas del motel de la esquina? Puede que no sea mucho. Puede que el abismo entre ambas veladas sea sólo cuestión de suerte. Y aún convenciéndose de ello sabe que la soledad será más contundente luego que el tipo abandone la farmacia, cuando atraviese la noche imaginando tantas cosas que ocurren en otros sitios. 

jueves, 6 de noviembre de 2014

Final MLS

En la habitación existe un debate sobre qué jugador es mejor. Los colombianos enardecidos por el desempeño de su selección nacional en el mundial no dan más de sí con James Rodríguez. Vagamente rescatan a Radamel Falcao. El peruano se limita a Pizarro. Emplea una táctica extra-futbolística, alude a un premio donde lo catalogan el jugador extranjero más apuesto en la Bundesliga. Ríe, pero en el fondo cree que sus argumentos conseguirán un peldaño en el podio para su compatriota. Yo me escudo con el ‘Pescadito’ Ruiz, me acuerdo de una chilena en el Mateo Flores contra Costa Rica. Nunca había gritado un gol con tanto fervor, nunca había sentido la sintonía de una multitud como esa noche en la General Norte. Sé que mi nostalgia no es válida, no le da ventaja, no lo hace mejor jugador. Se ríen de mí, del ‘Pescadito’, siguen con su debate sin considerarme. Mencionan equipos en Europa, titularidad, minutos. Prefiero marcharme, refugiarme en el computador. Me siento traidor por no defender lo mío, pero no tengo argumentos. Busco el video de esa chilena, porque quizá pueda convencer a alguien con esa acrobacia, con ese desparpajo de talento. Me topo con otro video. Una final de la MLS, el ‘Pescadito’ echando el gol del triunfo. Un gol trascendental. No cualquier jugador saca la calidad en esos momentos. Estoy a punto de cerrar la viñeta para buscar una anotación más espectacular, sin embargo, una corazonada. Total, es un video de 3 minutos descontados a la vida. Aguardo y luego del pitido final un reportero entrevista a Ruiz en español. Le pregunta a quién le dedica el gol del campeonato. “Para el pueblo de Guatemala que sufre hambre y violencia”. Una calidez navideña se aloja en mi pecho. Hormiguea el tacto de un balón bajo mi pie derecho. No tengo que demostrarle nada a nadie. 

lunes, 3 de noviembre de 2014

El FBI

Se preparaba para tomar una ducha. El celular lo llevaba en la mano para bañarse oyendo música. Una canción de la “Gran Calabaza” que lo despertase, que le sacudiera el sueño que aún arrastraba desde la cama. Antes de abrir el grifo la música del celular fue interrumpida por una llamada. Estuvo a punto de decidir no tomarla, la devolvería cuando terminara de bañarse. Sin embargo, algo lo apremió, un presentimiento, algo logró hurgar en su curiosidad, en ese descampado que era su casa un domingo por la mañana. En la pantalla del celular apareció: Número privado; pensó en un arranque de estupidez: ‘Mierda, el FBI’. Demasiados documentales, demasiadas series de policías asesinando el tiempo. Contestó intrigado. Un aló a secas. Del otro lado le respondieron con una tonadita que conocía, que lo remitió a un par de meses atrás, ‘¿Sabés quién te habla?’. Perdió la compostura, el manejo del espacio. Empezó a caminar medio desnudo por las habitaciones, escuchando esa voz cavernosa de llamada de larga distancia. Entendía quién hablaba, incluso la imaginaba hablando desde una cabina telefónica, pero no podía asimilar la desbandada de palabras, lo que le contaba. Se despedía de México, en cuestión de horas regresaría a Argentina, todavía visitó Guanajuato y San Luis Potosí. Escuchó su risa a cientos de kilómetros, su tonada cordobesa que empezó a arrepentirse por haberlo llamado, por haber buscado el código de Guatemala en la guía telefónica. Calló y supo que aguardaba por sus palabras. En un ataque de pánico le preguntó si había visto mucho oro en Guanajuato, si había visto momias. Una transición hacia el estupor: le contó sobre su rutina en la facultad porque no tenía otra cosa qué contarle. Ella lo interrumpió, le advirtió que ya sólo le quedaban 7 segundos de aire. La imaginó despeinada, con sus pertenencias desparramadas a sus pies, ocupando la cabina con total propiedad como todos los sitios, limitándose a respirar, contando el tiempo exacto para decirle un ‘te quiero’ que coincidiera con el tono de llamada cortada. Vio extrañado la pantalla del celular, sintió una fuga, un desconcierto. 

lunes, 20 de octubre de 2014

La cola del banco

El cheque palpitando en mi billetera,  todavía con problemas de endoso, aquí el nombre de la cuenta, aquí la firma tan parecida a la de mis padres, a la de mi abuela, ¿y dónde está mi originalidad?, lo que debería ser mi huella irrepetible en el mundo financiero y de autentificación de documentos. Y aunque continúe palpitando me da flojera irlo a depositar, a cambiar el papel por una nueva cifra en mi cuenta de ahorro, me anticipo a la cola inmensa, al abismo que hay entre la persona que me sucede y antecede en la fila, pese al paso que nos separa, con qué cara aguardo, cuántos minutos despilfarro, ojalá lleguen momentos luminosos que repongan tanto tiempo perdido en colas de banco y en embotellamientos diarios. Y si con esperar no bastara, de pronto oigo mi nombre pronunciado en gritos, a mi madre que me dice que no me aleje demasiado, el centro comercial Montserrat dibujándose de pronto, ya con adornos navideños, un noviembre para volar barrilete, y el grito continúa, me hace voltearme, buscar la puerta de salida y encarar el antiguo Colegio ‘Los Andes’, ver los pinos que ahora ya no existen, la puerta abierta del portón desde donde me saludan tres niños como yo, que agitan sus brazos mientras me nombran, entrecierro los ojos y reconozco a Pablito, Kevin Pereira y Javier, los tres son mis amigos, y me conmueve la alegría sincera con que me saludan, con que quisieran salir del colegio para acompañarme en la cola inmensa que mi mamá hace desde hace media hora. Pido permiso para cruzar la avenida, ¿será avenida?, y mi mamá negándomelo, convencida que aún soy demasiado pequeño para atravesarla sin alguien que mire por mí ambos lados, sin que alguien que sostenga mi mano. Y sólo me queda devolverles el saludo con la misma alegría, persuadido que es más divertido el curso de vacaciones a estar en casa viendo televisión, jugando con mis dinosaurios, haciendo cola en el banco. 

miércoles, 15 de octubre de 2014

Audífonos

Entró a la habitación y se cercioró que ninguno de sus compañeros estuviera en la pieza. Puso llave en la puerta. Cualquier reproche diría que por aquello de las dudas mejor dejar cerrada la habitación mientras durmiese, adentro estaban las computadoras de todos. Encendió la suya y escribió la página de siempre. Buscaba complacerse con un video pornográfico, el que hubiese sido más concurrido por otros cibernautas, el que tuviese mejor ranking. Halló uno con un nombre sugestivo, con un cuerpo de mujer que ya había contemplado en otras ocasiones. Sabía que era poco probable que la trama lo sorprendiese; el final sería el mismo a todos los videos que había contemplado en su vida. Conocía tan bien ese movimiento con la mano izquierda, esa cadencia para que el acto no fuese un desfogue ciego, una precipitación rápida hacia una desolación más profunda. Se puso sus audífonos, quería que sus sentidos se colmaran. Los gemidos de la pornstar eran cada vez más ansiosos. Se sentía más excitado, más concentrado en las reacciones de la mujer. Ella suspendió su frenesí y recuperó su voz, de algún lugar que no era ese escenario de película subvencionada dijo: This is beautiful. El hombre musculoso que la cogía no supo hacer otra cosa que reírse. Él perdió la erección, la sangre se le fue para otro sitio. Tomó el celular y seleccionó la agenda telefónica. Ya no pudo ver la lista de contactos. 

viernes, 3 de octubre de 2014

Peligro bioquímico

Ese olor nuevamente. Lo venía sintiendo desde el día de su cumpleaños. Bueno, un par de semanas después pero esa era la referencia temporal más inmediata que tenía. Había empezado como un hálito inquietante que aparecía en las horas de sol pero ahora es una vaharada omnipresente e insoportable. Nadie ni nada podía quitarle la impresión de que el olor salía de ella. Lo sentía ascender, apropiarse centímetro a centímetro de su cuerpo. Intentó bañarse tres veces al día, visitar a un ginecólogo, hacerse revisar por un otorrinolaringólogo porque quizá su problema fuese olfativo, pero parecía no haber conjuro. Casi no abandonaba su habitación, se rociaba perfume a cada instante, accionaba el aromatizador en cada rincón de la casa. Su madre la llamaba, le pedía que fuera sensata, que no perdiera el empleo. No le abría la puerta a su novio, lo atendía desde el intercomunicador, lo convenció que ni ella misma podía aguantarse el hedor. Poco a poco se acomodaba a su cuarentena, le hacía bien sentirse tan inaccesible, tan repelente. Los vecinos empezaron a quejarse del olor, los zopilotes hacían rondas sobre el techo. Llamaron al departamento de sanidad porque se corrió el rumor de que había muerto, que su cadáver se maceraba en el sopor de la bañera. Los delegados se pusieron trajes espaciales, prepararon sus estómagos para encontrar algo perturbador, forzaron la cerradura y entraron sin sigilo, un poco aterrados. Hallaron a la mujer mirando la televisión, un canal de caricaturas. No opuso resistencia cuando la acostaron en una camilla portátil y la confinaron en un ambiente sellado. La pestilencia persistía, la fuente aún estaba en la casa. Se sentía la expectativa afuera, los medios de comunicación se agolpaban ante la cinta amarilla de peligro bioquímico. Decidieron sacrificar un perro, entrarlo a la casa y que siguiera el rastro hasta el punto de origen. El perro casi desfallecido indicó algo sobre el sofá, el bolso de mano de la mujer. Volvieron a temer, habían visto demasiadas películas de terror, imaginaron dedos coleccionados, lenguas cortadas, variedad de vísceras. Como en toda cadena de mando, enviaron al más joven a que abriera la bolsa, a que hurgara en ella. Pudo escucharse una liberación de gases al correr el cierre. Relajó el rostro, no había nada escalofriante, incluso nada de lo cual pudiera emanar la pestilencia a primera vista. Tomó la cartera e hizo que cediera el mecanismo. Un líquido pareció removerse, empezó a gotear cuando la sacudió sobre el piso. Era una gaza pútrida, un material viscoso que los hizo encoger la nariz y cerrar los párpados pese al casco. De uno de los compartimientos brotó un rectángulo que hizo un chasquido al caer. Esterilizaron el sitio, incineraron la fuente, le aplicaron un baño especial a la mujer. En el informe diría: licencia de conducir caduca con alto grado de descomposición. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

Dale hilo

La madera del techo cruje, le masculla a mi pavor, encontrándome debajo de las sábanas. El viento de Catamarca se cuela por cualquier rendija, sopla en mi oído, en mi gripe resintiéndose, amaneciendo cada día peor. Siempre la impresión de escuchar pisadas merodeando mi sueño, a eso que no es más que mi intranquilidad despertándose constantemente, incorporándose en la penumbra y vislumbrando la puerta, el picaporte que puede ceder en cualquier momento. Unos pasos ensombreciendo la claridad eléctrica que se proyecta bajo la puerta, a través de la cerradura. Y quizá desde ahí un ojo inspeccionando la habitación, enfocando mejor al percibir un cuerpo tapándose, acomodándose contra el frío. Las ventanas oponen resistencia, son arremetidas, el viento hace que se golpeen entre sí. Parece que alguien desea forzarlas desde fuera, una persona intrépida, una oscuridad aferrándose a los voladizos y la imagino con gorra, cayendo de espaldas porque de pronto deja de sonar, se resigna, cae cuatro pisos, una oscuridad apelmazada en el patio del vecino.  El viento de Catamarca levanta polvo, dobla árboles, deshojándolos, desvelándome con ese rumor que no es completamente extraño. Prevalece un silbido cuando las tablas cesan de quejarse, me ubica en noviembre, los vientos de temporada en la ciudad de Guatemala despeinándome sobre la terraza, la imagen de mi hermano y su amigo volando barrilete, ‘dale hilo, Paco’, el cometa cada vez más remoto, indistinguible, la tensión cortando el hilo, y el silencio expectante, contemplando cómo precipita, cómo cae en un barrio lejano, volviéndose irrecuperable. Y ya no me dejo impresionar por la tempestad afuera, sé que mi hermano construye una farola que la soporte. Mi pieza de pronto tapizada de papel de china y varas de bambú. Cuando amanezca saldrá a probarlo, a darle hilo, sirviéndose del vendaval que recién ayer me aterrorizó. Mientras tanto dejamos que el viento sople, que la madera cruja, que los pasos circulen por el pasillo, su barrilete nos protege, es un amuleto, una promesa de que mañana el miedo será aprovechado. 

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Amigos de recreo

La conexión vía Panamá, esa escala necesaria donde debo atravesar el aeropuerto de punta a punta. Al umbral del sanitario, un bebedor dividiendo a las personas por género: caballeros aquí, damas allá. El agua bebible gratis desentona con los precios exorbitantes en dólares, y miro con desconfianza la cartelera, sintiéndome ridículo por multiplicar todo por ocho, transformándolo a quetzales que no saben si volar despavoridos o encogerse en mi bolsillo ante las cifras absurdas. Bebo y me siento mejor, más acompañado, porque es imposible no asociarlo con el bebedero de mi antiguo colegio, la fila tras él luego de recreo, todos sedientos después del fútbol con pelota de plástico, de las correderas por los patios donde tropezábamos con niños mayores que nos ofrecían caramelos para que no llorásemos, la añoranza insinuándome que esa época fue mejor, menos complicada, más alegre, porque nada nos repugnaba, ni siquiera que el de adelante sorbiera poniendo sus labios directamente en el grifo, y al parecer en el aeropuerto sólo yo bebo ahí, los turistas han de temerle al cólera del trópico, y así se curan en salud comprando agua embotellada. Luego de saciar mi sed busco mi puerta de abordaje, pero ya no voy solo, me siguen mis amigos transpirando, contentos por estar nuevamente reunidos, por esa risa que contagia, donde era y es imposible sentirse miserable. 

martes, 2 de septiembre de 2014

¿Víctor?

Un hombre se aproxima y me pregunta ‘¿Víctor?’, durante un momento pienso decirle que sí, cómo cuesta encontrar personas en el aeropuerto, que me dé el itinerario de Víctor, las llaves de un auto que yo no renté, dirigirme bajo la lluvia hacia una casa donde no me esperan, hacia la habitación de hotel que yo no reservé, hacia una mujer que quizá me halle un aire familiar, pero ella jamás ‘¿Víctor?’, y en ese titubeo el hombre percibe mi desamparo, el desorden de mi equipaje, y se convence que no soy Víctor.
Luego de la aduana pago un boleto de ómnibus que me llevará a Aeroparque, y cuando salgo a la zona de espera busco mi nombre en los carteles que levanta la gente hacinada, sé que no es posible que alguien aguarde por mí, pero aún así busco con convicción, quizá un milagro, un delegado, un enviado especial, aunque sea un ‘¿Víctor?’ que me dé permanencia, la impresión de ser bienvenido.
Salgo del aeropuerto y me dirijo a un grupo de taxistas que fuman recostados en la pared, se incorporan suponiendo que rentaré un taxi pero pregunto por el portal B, de ahí saldrá el ómnibus que ya pagué. Se me cruzan tanto las palabras, la desolación revolviéndome las ideas, el desencanto casi quebrándome ante ellos, y se me ocurre que quizá estén acostumbrados a gente desesperanzada, porque el de aretes en ambas orejas se incorpora aún más y me palmea en la espalda, ‘todo bien, el fondo a la izquierda’, y en su ternura dosificada supo reconstituirme, otorgarme la fuerza para afrontar lo que vendría en Aeroparque, lo que todavía no acaba.

Me fastidian las 10 horas que faltan para mi próximo abordaje. Diez horas que no pueden ser consumidas caminando por el aeropuerto, observando a la gente que regresa, la que se va por primera vez, un desfile que no podría entretener a alguien con tantas maletas. 5 meses de ropa contenidas, arrastradas hasta una fila de sillas desocupadas, donde pienso acomodarme, amarrar el equipaje entre sí para que cualquier arrancamiento me despierte, del sueño que pretendo conseguir y en el fondo sé que no llegara, porque el rumor desquiciante de las ruedas de los maletines, las pisadas desorientadas de gente conmovida, golpeada por el cambio de horario, y las tres horas que en ese momento no significan nada para mí, que seguramente me repercutirán en los próximos días. Y de pronto ese insomnio acompañado por los relatos de ‘Stereo Offset’ se sorprende ante la llegada de dos mujeres, un hombre y una niña que ocupan los asientos restantes de la fila. Se ubican, acoplan sus cuerpos y logran dormir. Los envidio por un momento, lo que dura un cabeceo que me imagina devuelto a casa, entre la oscuridad de mi cuarto, las luces que apenas se filtran a través de las persianas, lo que parece un sueño y más bien es un zancudo que no zumba, que son miradas perturbadoras, duermevela vigilada y no se posan en mí directamente, sino en la escena dramática de una familia varada en un aeropuerto, la nena aferrada a los brazos de su madre, la tía casi en cuclillas en un extremo, el padre con el cuello contorsionado para atrás, y lo que podría ser el tío entreabriendo los párpados, asegurándose que nadie perturbe el sueño de los suyos, de la familia que logró ser por casualidades de itinerario y mala suerte, esa familia que lo acoge, que no se extraña con su presencia, aunque alguien se desperece y lo encuentre al lado volviendo a leer a Pablo Bromo, levantándose a estirar las piernas, a darle un descanso a las nalgas tullidas de tanto asiento ergonómico, apurando vanamente al reloj de su celular, exigiéndole al reloj digital del aeropuerto que pase rápido o que le permita dormir nuevamente, esta vez en el suelo, un poco ajeno a la lástima que sienten otros pasajeros que procuran hacer más silenciosos su tránsito ante la imagen conmovedora, ante su propia conmiseración sin propuesta, sin alternativa, simplemente una anécdota o ni siquiera eso, apenas alguien recordará que la niña despertó sollozando, le habrá dolido la espalda, habrá presentido que su tío ya habrá encontrado su destino en la cartelera de vuelos, marchándose sin cruzar una palabra, sin prometer volver a verla, sin darle un beso en la frente para tranquilizarla. 

domingo, 24 de agosto de 2014

Javier Marías, haciendo sendero

Hace unas semanas he venido pensando en la inconveniencia de escribir sobre experiencias propias que involucran a terceros. Es decir, los problemas que esto acarrea: recriminaciones, desaires, incluso afrenta directa. Quizá si esto sucede es porque debo reconsiderar mi ética al narrar o porque estoy haciendo algo correcto. Siempre se ha visto la polémica como algo favorable, sustanciablemente mejor a lo que apenas causa simpatía. Sin embargo en la "falsa novela" 'Negra espalda del tiempo' de Javier Marías, muchas de mis dudas se despejaron, marcándome un camino.

En la página 53 aparece el siguiente párrafo. Copio textual:
"Al fin y al cabo, es más humillante no ser motivo de inspiración que serlo, no ser digno de la ficción que serlo, aunque sea a costa de alguna indiscreción y de mala manera, para dar vida a un personaje depravado o ridículo. Lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo".

También en la página 65 aparece esto que viene al caso:
"A un escritor de ficción, de hecho, nada se le puede imponer, y ni siquiera ha de pedir permiso para introducir ahí, en su ficción, a cualquier persona o episodio real que conozca, y si decide hacerlo nada ni nadie se lo podrá impedir".

Entonces, si alguien se siente implícita o descaradamente mencionado en esta entrada o en las anteriores espero no llegue a molestarse, más bien le pido que lo celebre porque de alguna forma está siendo preservado contra el olvido, puesto en conserva.

lunes, 28 de julio de 2014

Boulevar 5 de mayo

A los publicistas les encanta que leamos en el cine, en una valla, en un envase de agua gaseosa, cualquier cosa que se pueda vender, que viene resultando ser todo, metáforas sobre la vida: la vida son los días de verano (bloqueador solar), la vida es un parpadeo (cámara fotográfica), la vida son los reencuentros (aerolínea). Incluso comete el descaro de desentenderse de la metáfora, porque se olvida del “como”, de la imagen que insinúa una semejanza, más bien define, porque la vida es eso que pasa mientras se brinda con la mejor cerveza del país, nuestra cerveza, el producto otorga identidad, un nacionalismo que es borrachera y cebada, con himnos y bandera, cuánta oscuridad en una cerveza clara.
Cómo huirle a los lugares comunes, si estos son una contradicción, porque ninguno es habitable, todos habitan, se instalan en la mirada que no divisa más allá del horizonte, en lo que llaman arte y no tiene nada de búsqueda, en los dedos que no encuentran otra ruta para la caricia, en la palabra que se restringe a nombrar una sola cosa, en los libros que son proyección y no insinúan un camino, ni siquiera una puerta a través de la cual salir. El lugar común es cómodo, mejor dicho, se acomoda a mí, a lo que escribo y apenas siento, lo que surgió como una idea y no un sentimiento, Bukowski habrá de juzgarme, pero doy mi excusa para quien quiera leer, porque uno no puede sentir demasiado en el transporte público, a lo bien fastidio y rutina, asentándose en el semblante, en la mirada que se extravía en el instante después de haber abordado, para no reconocer a nadie, y éste no nos pueda reconocer, las pupilas clavadas en un espacio indefinido entre el pasillo y la ventanilla del chofer.
¿Se pueden elegir a los protagonistas de nuestra vida, de nuestras historias? Una pregunta que me hace bajar la guardia, el gancho izquierdo en el mentón, la lona está fría, y la multitud ruge, y aparecen de nuevo los libros de motivación personal, el discurso cursi que corroe, que me hace temerle a las palabras: somos seres pensantes que sentimos qué es correcto y quién no, podemos elegir quienes se quedan en nuestras vidas, y quienes salen por la puerta de atrás o por la entrada principal (imaginemos eso: una entrada por la cual se sale). Cómo sacudirse esa sensación ilusoria de suciedad, la mierda embadurnándonos las manos, entre las uñas, la felicidad de escaparate, de anuncio de coca cola no nos limpia, ni siquiera es el consuelo, la corriente de viento que mitigue el hedor, que haga casi soportable la impresión. En realidad, mi realidad, la gente irrumpe en mí, sin preguntar, los protagonistas aparecen, asaltan, a veces ni miran a los ojos y exigen todo, la permanencia, hacerse inolvidables, dejar una huella donde más duela, en el sitio más evidente, en mi prosa para que pueda releerlos. Hay personas que por tener muchas caras no tienen ninguna, es la ventaja del anonimato, ningún registro personal, el estado no puede hacerme parte de sus estadísticas, ningún diario puede escribir que formo parte del 50% de la población que no pasa hambre, instalándome en la clase media, donde mi única preocupación es resistirme a no tirar todo a la chingada, aguantando despertar 5 días a la semana a las cuatro de la mañana, levantar a los niños, llevarlos a la escuela, entrar al trabajo con la somnolencia en los párpados, sin expectativas reales de superación, sobreviviendo en función de la quincena, el cheque que  no ilusiona, ya todo está invertido.
Desvarío, ya hablé del chofer, no de él, fue referencia posicional para una mirada abstracta, es decir, fue más anónimo que nunca, pero ahora ya aparece su silueta, no diré nada de sus rasgos, de su barba de tres días, el cabello negro peinado hacia atrás, su negación a usar las gafas que su esposa le compró el mes pasado, su camisa de vestir blanca, manga larga, bien planchada, sus zapatos mal lustrados, y el cigarrillo que enciende cuando el tráfico de Puebla le posterga el día, alargándole la ruta de siempre. Y aquí puedo caer en la tentación de la metáfora, destapar una cerveza en el lugar común, que la ridiculez me subsidie la mecanografía, decir y arrepentirme al instante: la vida es como el servicio de transporte público, mi asiento es ante el volante, soy el conductor del autobús. Entonces, me peino hacia atrás, plancho la camisa blanca que no tengo, aprendo a fumar, a darle el golpe al cigarrillo, personifico para no quedarme afuera, para no ser deshonesto narrando en tercera persona, lavándome las manos, mandando a otra persona al matadero, a la ru(t)ina. Dejo que las preguntas surjan cuando me niego a pasar un momento más sentado, cenando de pie, escuchando el regaño de mi esposa por no usar las gafas, me quedaré sin trabajo, arriesgo la vida de los tripulantes, quiénes, desde cuándo me importan, soy un servidor público por mucho que me insulten el resto de conductores en el Boulevard 5 de mayo, les abro la puerta de adelante y abordan mi ruta, tocan el timbre y bajan, sin aspavientos, sin despedidas, acaso un ‘muchas gracias’,  un improbable ‘pase buen turno’. Pagan por el servicio, no completamente, está subsidiado por la municipalidad, pero tengo que estar yo, con gafas o sin ellas, para que puedan cumplir con sus compromisos diarios, pero qué significo para ellos,  quién soy para todo el que aborda o los que se quedan con la mano estirada en el camino y no recojo por no aguardar en una parada autorizada, en qué me transformo cuando me pagan el pasaje y esperan equilibrándose a que les dé el vuelto mientras arranco de nuevo; no tengo respuestas pese a ser  yo también un usuario del transporte público, calzo los otros zapatos y no me es posible pensar en mí como un salvador, un milagro navideño que aparece en el camino para darme el aventón que necesito para llegar a mi trabajo, a recoger a mi hijo a la guardería, a comprar las medicinas de mi madre, anudo destinos, reúno y alejo gente, todo tan trascendental, pero nadie está agradecido sinceramente, si no soy yo será otro, alguien tiene que ocupar el puesto, el sueldo será poco pero la miseria no regatea, soy fácilmente sustituible, como todos, en todo.  


Lo que me desvela es sentir desde el manubrio, mientras dejo que suene ‘El listón de tu pelo’, los Ángeles Azules acortándome el camino, dándome la expectativa de la noche con mi esposa, la cumbia conmoviéndome el alma, el erotismo que puede inhibirse ahí, entre tanto bocinazo, no sólo a mí, más de algún pasajero la sabe, un salvavidas para el hacinamiento, la tararea, la canta para olvidarse de la ciudad que reclama más en la calle, y así, oyendo cómo alguien más canta, me acuerdo de los tripulantes, cómo suben sin pudor, es su casa y yo les abro, acaso me saludan, tampoco les correspondo con un ‘bienvenido, bienvenida’, demasiado drama, basta una venia, una sutil inclinación con la cabeza para reconocerles la gentileza, autorizándolos a utilizar la unidad, buscar un asiento y acomodarse, pero quién verdaderamente impacta en mí, qué usuario es capaz de calar, quién deja un rastro, quién es memorable para que yo lo recuerde cada vez que paso por su parada. Acaso el tipo que viene de un centro de rehabilitación y vende rosarios para mantener a sus hermanos que quieren salir del vicio, quizá el niño payaso que cuenta los mismos chistes provocando las mismas risas, la señora que apenas puede subir por los tanates que lleva en las manos y la cabeza, el joven de lentes oscuros que parece no reconocer a nadie, la muchacha que sube en un llanto silencioso que no encuentra consuelo en la ventana, el vendedor de paletas que sube arrastrándose para que el escáner del bus no lo contabilice, el trovador que le pide permiso a los pasajeros para entonar una versión acústica de “El ruido de tus zapatos”, o una de su propia autoría, el anciano que sube con su carnet de la tercera edad, aguardando el descuento, los dos pesos que son la mitad de otro pasaje que lo llevará a otro sitio, el muchacho que se queda en la parada mientras su novia aborda la unidad, y se queda ahí hasta que el bus se pierde en una esquina, esperando en vano una mirada, un vaivén con las manos que le mitigue un poco el dolor de la despedida. Entonces, mi metáfora de vida, la que vine anticipando, esos pasajeros, su abordaje son los chistes de la nostalgia que repiten risa, la que entonamos en solitario, el desentendimiento de estar casi ciegos, la persona que reza por nosotros, que se faja por nuestro pan diario, la dulzura que nunca es gratis y siempre viene en un envoltorio que sugiere un paraíso, la forma en que nos aprovechamos de nuestra condición cuando nos conviene, regateándole a la sociedad, al sistema que nos jactamos de detestar, el desconsuelo que nos sorprende cuando nos observamos en el espejo, las canciones que son un salvavidas, contándonos nuestro dolor e historia en una melodía, versión acústica, las despedidas en las paradas de bus, es mejor no buscar la mirada mientras se aleja, voltear, darle la espalda a la parte nuestra que se fuga, y caminar, paso a paso, con la prisa de una alarma atrasada.

viernes, 25 de julio de 2014

Preservativos en la guantera

“Situación sentimental: En una relación seria con Jesús, cada día de mi vida”. Cómo contener mi sentido del ridículo luego de leer esto, el que se pega una carcajada, convencido que Luisa sí está loca, que es capaz de exhibir su fanatismo en el Facebook, escribir ahí sobre religión para que la gente se percate que es una apóstol, un prodigio espiritual. No soy ateo, puede que atraviese una crisis pero no soy escéptico respecto a todo y todos; hay enseñanzas que me conmueven, ‘el que esté libre de pecado que tire la primera piedra’, un par de nombres bíblicos por los cuales me habría gustado ser inscrito en el registro público (Jacobo y Lucas) y las posadas donde cumplo mi fantasía frustrada de ser músico de percusión con el caparazón de una tortuga. Eso sí, no creo en los milagros, en la fe cimentada en pasos sobre el agua, ciegos iluminados (ah, las metáforas), cerdos suicidándose, resucitaciones pronosticadas; pero puede que un día la moneda dé vuelta: enfermedad terminal, desamparo en desierto financiero, y ahí sí, el peregrinaje hacia el mal trago de vino improvisado.
La verdad pensé que me mandaría antes a la chingada. Sé que tomó mal que nos besáramos en el bar y no la llamara o le mandara un mensaje a su celular al otro día, a los dos días, a los tres meses. No está acostumbrada a los desaires, se siente pretendida, incluso tuvo la ostentación de colgarle la llamada a dos tipos diferentes mientras tomábamos nuestras cervezas, mientras caía poco a poco, siendo seducida por la proximidad y el alcohol, la penumbra con propósito de las lámparas. Los tiempos no están para que la haya buscado solamente por un par de besos de su boca, una que fue frenética, despectiva, que me acusó de aprovechado. Ahí tomé la decisión de no buscarla de nuevo, pero la soledad instiga, enciende focos, ata, sumerge, picana eléctrica en el centro de la sonrisa, obligándome a comerme recalentadas mis palabras, a que la buscase con una excusa absurda, exponiéndome, dándole la oportunidad para que esta vez yo fuese el desairado, atreviéndose a escribirme que ella sabía que la volvería a buscar, en ese momento creí que era intuición, no sospeché ningún trasfondo bíblico, ninguna supuesta intervención divina.
Quizá su nueva actualización de Facebook no es una indirecta, quizá no se dirija a mí dándome la espalda, sin oportunidad de réplica, enseguida puede lavarse las manos y asegurar que lo hace por ella, así ratifica lo que piensa y siente, lo que no cedió en su interior cuando le insinué que me atraía mucho, pero que no podía ofrecerle una relación estable, mucho menos una interacción sin deseo; habré sido malinterpretado o bien entendido, habrá creído que mi intención se refugiaba en la oscuridad traslúcida bajo sábanas, en la guantera junto a los preservativos, en el cajón de su lencería. Su superioridad moral escribe para todos, muestra sus palabras en un escaparate donde seguramente no recibirá pedradas, likes que la agasajan, comentarios apoyándola, caritas que le sonríen a la pésima metáfora del deseo como la sed, el hombre lujurioso como el hombre sediento, ambos perdiendo el interés, alejándose del objeto, como si éste no quisiera derramarse por las comisuras de sus labios, escurrirse en cada poro, confirmando vida y temblor. Da entender que el deseo no es para ella, que una fuerza divina obró sobre su cuerpo para no sentir el pálpito de la proximidad, lo que bulle en la sangre, en cada estertor, cuando los besos ya no son suficientes.
Los últimos días he entrado a Facebook con el único propósito de leer lo que escribe Luisa; antes buscaba una risa fácil, un motivo de burla, ahora encuentro un escozor por el lado del miedo. Asegura que sólo Dios basta, que la felicidad no se consigue con fiestas y sexo, es la consecuencia directa de encarar a Jesús. Continúa santificándose, siendo mártir de sus propios impulsos; puede que su dios no sea el mismo que el mío, uno que entiende que hay tiempo para todo, para la juventud y las fiestas, para el sexo y el amor, para la sabiduría que es resultado y aplomo ante lo que falta por encarar cuando llegue el momento. Porque poner todo (las riquezas y miserias del mundo), la vida misma, en función de un encuentro con Dios, es un propósito mercenario. El paraíso es la nada amueblada para los cobardes.
‘Ah, los cuates, sólo para chingar sirven’, lo pude haber dicho sólo para mí, pero mejor que quede constancia de ello entre un sorbo de ron y otro, lo bien que se está en la mesa charlando pese a la sinceridad, hoy me señala y no me siento incómodo, bromean sobre los mensajes que le envié a Luisa, ¿cómo supieron?, ¿quién les contó?, lo malo de tener amigos en común, sobre lo que sube a Facebook, donde grita mi nombre entrelíneas. Puede que todos riamos, pero mi risa está en otro sitio, me quedé en las palabras de Francisco, en su testimonio cuando la acompañó a un micro-retiro en su iglesia: gente levantando las manos reclamando la gracia, Luisa asegurando que se le habían concedido los dones del espíritu santo, él golpeado por la perturbación, saliendo a tomar aire. Todo era un estruendo, habían lágrimas, se tapó el rostro y la mesa se dibuja ante él, luego el vaso vacío, ‘servime otro trago, con más hielo’. Ahora entiendo el sentido de “sabía que me volverías a buscar”, no lo atribuía a su intuición, lo tomó como una profecía, una manifestación de su don espiritual. Acaso ya es imposible no verme involucrado en su delirio, atestiguando a través de Facebook cómo su vida cotidiana pierde simplicidad, cada acto, cada pensamiento era una explicación, un designio divino. Ninguna casualidad, ninguna destreza ordinaria: el consejo lanzado al aire proviene del don de la sabiduría; la salud de sus pacientes ya no de tantas horas de estudio sino el carisma de curación; su manejo de inglés el don de diversidad de lenguas. Así puedo enumerar mi miedo, viéndome cada vez mejor definido en una profecía que no veo cómo puede terminar bien.
Tengo la intención de cerrar mi cuenta de Facebook, ya lo he hecho antes y lo cierto es que me he depurado de tanto exhibicionismo, opiniones personales que buscan la aprobación del prójimo, el sinsentido de subir fotos para que los demás se enteren que estoy viviendo, que me he cambiado de corte de cabello, que tengo nuevos amigos. Sin embargo, esta vez una inquietud me lo impide, la necesidad por bajar en las publicaciones de mis contactos, sin detenerme hasta encontrar el estado que debía aparecer, la continuación de esa pesadilla que poco a poco impone su contorno, hoy Luisa cita al Padre Pío: “El ser tentado es signo de que el alma es muy grata al señor”. Vuelvo a leer y no contengo esta indignación temblorosa que me dificulta escribir, esto que entiendo y puede ser mi exageración, o el ego que se complace en este tipo de adversidad, sé que yo fui esa tentación superada, esa puesta en jaque que ella supo sortear bien. ¿A qué la habré seducido?, ¿a qué caminos la habré exhortado a dar el primer paso? Noches largas murmurando mi nombre, deseándome ahí, en su habitación a oscuras, el roce que quema, que enceguece, que no puede ser otra cosa que la gloria sin portones dorados abriéndose.

Porque conmigo se habría desmoronado la posibilidad de un noviazgo santo, esa interacción asexual de manos recatadas, labios sin pasión ni sed, ojos enfermos que sólo miran hacia futuro, hacia el lecho de casados sobre el cual puede que nos desconozcamos. Ella quiso o supo ver en mí ese emisario del pecado, una oportunidad para ser puesta a prueba, para ser mejor hija de Dios. ¿Habrá obrado en ella su don de discernimiento de espíritus?, divisando en mi horizonte, en la resonancia estetoscópica de mi corazón, la tiniebla que gira mis pupilas hacia atrás mientras creo dormir, mientras me resigno al ulular nocturno de las palomas, poblándome por completo cuando las imprecaciones ante el tráfico matutino, cuando el desfogue deprimente en la pornografía violenta, cuando pienso en Luisa rezando por mi alma en tribulación.