Se me perdió alguien
en Belice. Llevo ya dos días sin saber de ella. Dos días rascándome la cabeza en
la Isla de Flores. Ahí me he quedado mojándome los pies en calles inundadas,
contemplando perplejo los zancudos que merodean mi falta de decisión. No puedo
pasar más tiempo esperando a la entrada de la isla, viendo cómo llegan los
turistas, cómo oscurece de nuevo. Supuse que la vería llegar en un tuc-tuc, más
bronceada que nunca, trayendo en su equipaje una caracola de mar que contuviese
el rumor de las olas de una playa que no he visitado, que quizá nunca llegue a
ver. Esperaré hasta hoy a mediodía, luego iré a la terminal de buses y pagaré
un boleto hasta Melchor de Mencos. Me intimidan las fronteras pero no tengo
otra opción, no puedo dejarla en Belice a su suerte. Me servirá el inglés que
me enseñó mi profesor beliceño en diversificado. Podré preguntar en las plazas,
en las tiendas, sacar a relucir mi acento empolvado: Did you have seen a little woman with a big backpack? He consumido
demasiadas series policiales para creer que daré con ella fácilmente. Más de
algún testigo he de encontrar en la travesía hacia Chetumal. Acaso alguien me
diga que quizá vio a una mujer con la descripción referida. Acaso tenga que
refrescarle la memoria con 5 dólares. Se cerciorará que nadie lo observa y
entre susurros, bajo la sombra de un voladizo, me dirá que la vio comprando una
cámara fotográfica. A partir de ahí podré recrearla, dilucidar posibles motivos
de su desaparición. Cuántas veces no la vi enfocando a personas sin pedirles
permiso, capturándolos en su cotidianeidad. Una foto invasiva, que no respetaba
el transcurrir de sus vidas. Si encontrara la memoria de su cámara podría ver una
secuencia de personajes: ancianos jugando dominó, una mujer apoyada sobre el
marco de su ventana, un pescador encendiendo el motor de su lancha, la
maldición de un taxista, hombres y mujeres aguardando fuera de una farmacia. Y
sabré que es un despropósito, porque el peligro y la furia habrán venido de
alguien que no fue enfocado, que no cupo en la foto, que vio una oportunidad en
la ingenuidad de la turista.
jueves, 25 de diciembre de 2014
martes, 16 de diciembre de 2014
Pato
Si viajo a Buenos Aires lo hago con el único propósito de encontrarlo. Le
escribo a usted, Roberto Abbondanzieri. No soy un hincha enardecido de Boca
Juniors, ni un fan particular suyo. Sin embargo, estoy decidido a buscarlo a
toda costa. No lo hago por mí, sino por la memoria de un amigo. Creo que no me
he puesto a pensar si usted se encuentra realmente en ella. Asimismo no sé bien
cómo armaré mis palabras cuando lo tenga enfrente, qué alcanzaré a decirle
durante el tiempo que usted me conceda. Lo imagino en una academia deportiva,
entrenando niños que aspiran llegar a dónde usted llegó. Y quizá eso me dé una
pauta para saber cómo hablarle, para contarle que mi amigo en realidad quiso
ser como usted, literalmente. Nunca se lo pregunté pero estoy seguro que él
decidió la posición de arquero por usted, por la gloria que sintió propia al
verlo atajar cualquier penal de su carrera, cualquier penal trascendental.
Desconozco si llega a enternecerse cuando casualmente mira a un niño portando
su camisola, usando su número y apellido sobre la espalda. Mi amigo quería que
lo reconocieran por su apodo, que lo demás le dijeran ‘Pato’ con naturalidad,
que lo asociaran inmediatamente con usted. En palabras sencillas, usted era su
ídolo, y continuaría siéndolo si él aún estuviera con vida. La violencia en
Guatemala no se limita a las noticias de actualidad, termina alojándose en el
horizonte, en nuestras aspiraciones. ¿A dónde habrá ido ese anhelo de ser
portero profesional? ¿Qué habrá sido de él al momento de la ráfaga, de la vida
echándose abruptamente hacia atrás? Quizá usted se habría sentido orgulloso si hubiese
tenido la oportunidad de verlo bajo el marco. De seguro usted se habría
conmovido al ver la réplica de la camisola que usó en Boca Juniors cubriendo el
ataúd, envolviendo el reservorio de un sueño en fuga.
viernes, 12 de diciembre de 2014
Pullman
Empiezo por el
escalofrío, la escalera de tu espina dorsal. Busco a tientas, con los labios,
tus lunares en la oscuridad. Yo ya estuve en ese lunar, un susurro arremangado,
vuelto hacia adentro. Huellas dactilares que dejo y se borran al instante, un
reconocimiento, un mapeo nuevo de tu silueta. Me toma un momento, un respiro, asumir
la realidad, la blancura de tu espalda, la penumbra de tu cabello. Continúo
bajando, siempre con los labios. Tus nalgas y el delirio. Tus muslos trémulos,
las rodillas y tu cicatriz. Te quito los calcetines porque en algún lugar leí
que es mala suerte desnudarse por completo. Un plagio, una enajenación porque
ya no pienso nada más. Poso un beso sobre el empeine de tu pie izquierdo. Luego
el ascenso, demorado, tramo por tramo, encontrando otras constelaciones, otros
puntos de mi deseo. El erotismo de descubrirte esperándome sin restricción, con
la ternura y el principio del placer. El arco de tu cuerpo extraviando la
bombacha. Cada vez más agradecido, menos racional. Tus piernas me amarran desde
el principio, sin perspectiva, encegueciéndome. Murmullo algo que luego no
recordaré, que no artículo bien, que hace eco en tus orejas que escuchan casi
nada. Y desfallezco en un estertor que quiere buscar al tuyo del otro lado,
entrecortado. Transpiro mientras aún me aferro a tu espalda, extenuado,
devastado, todavía sin creer que te marcharás dentro de unas horas, sentada en una
pullman, viajando hacia la frontera mientras pasan una película de Disney.
miércoles, 10 de diciembre de 2014
Lluvia poblana
Por fin entiendo la
furia de mi madre cuando caminaba descalzo por la casa, ensuciando los
calcetines. La perdono por esos contundentes tirones de pelo que me dejaban con
jaqueca, por la chancleta voladora que casi siempre erraba. No creo que lo
hiciera a propósito, era sólo mala puntería. Por fin comprendo los anuncios de
detergentes, la ama de casa que prefiere usar el producto menos irritante,
porque el jabón fue inclemente cuando lavé la ropa a mano en Puebla. Tenía que
pagar un precio por la independencia, por vivir alejado de la comodidad
limitante de mi hogar. Se me resecaron las manos, fueron cubiertas por un polvo
blanco, la caricia áspera, la ternura haciendo turno en cualquier sitio. Por
fin hice mío el pánico que noté en mi madre, en mi abuela, siempre que había
ropa tendida en la terraza y comenzaba a llover. Antes me hacía gracia el grito
al cielo: ¡la ropa!, como si sus fibras vegetales comenzaran a vibrar hasta
consumirse en combustión espontánea. Suspendían cualquier cosa que estuvieran
haciendo, incluso el sorbo de café. En ninguna otra ocasión sentía a mi madre
tan ágil y capaz como cuando subía las gradas hacia la terraza y regresaba con
toda la ropa acuestas, con el alivio proporcional de haber salvado las prendas
del fuego, de cualquier evento que las hiciera irrecuperables. Ahora entiendo.
La lluvia poblana hizo que ahora me sienta empático con mi madre, que cuando
llueva sea yo el primero en subir a zancadas las escaleras. Me mira conmovida,
pero no sabe que allá padecía chaparrones que no me daban tiempo a rescatar las
prendas, que a veces me sorprendía lejos y sabía que era inútil correr. ‘Ya
fue, me tocará lavarla de nuevo’. Pero no era tan sencillo, porque mientras me
resignaba alcancé a preguntarme varias veces: ¿qué putas estoy haciendo aquí?,
¿qué mierdas hago tan lejos de casa?
jueves, 4 de diciembre de 2014
6 Cigarrillos
Estoy constituido esencialmente
por contradicciones. Porque aún miro con odio retroactivo a las personas que
contaminan mi aire con el humo de su cigarrillo. Esa mala costumbre de la gente
a fumar mientras caminan por la calle, mientras esperan en la fila del pan. Sé
que es un despropósito acudir a la ley de ambientes libres de tabaco, a la
empatía de los fumadores. En el fondo nos conviene a todos convencernos que vivimos
en una cápsula individual. Me molesta el humo, en mi hipocondría siento cómo
las partículas entran en mi nariz, instalándose en los alvéolos, contaminándome
la sangre, el presagio de un cáncer ajeno, que tantos malnacidos trabajaron en
mí. Sin embargo, no me importó que ella fumara un promedio de tres cigarrillos
diarios. Al menos eso fue lo que me dijo. No podría calcularlo por el aroma a
tabaco que sentía cuando la besaba, cuando me aproximaba a su cuerpo. La
cadencia de mi deseo recorriéndole cada tramo de piel, haciendo énfasis en sus
lunares. Ahí está mi incongruencia, porque llegado a un punto el olor cesaba de
agredirme, de causarme rechazo. Lo escribo de ingenuo porque en el fondo
sospecho que me robó el aire, que en sus besos estuvo el humo que no me
permitió correr a todo pulmón tras el taxi que la llevó hacia la terminal de
buses. El taxista no pudo ver mi carrera en el retrovisor central, mi
aspaviento que le pedía que se detuviese, no tuvo razón para preguntarle ‘¿me
detengo?’, orillándose para que yo le implorara que se quedase un par de días
de más, 6 cigarrillos más, que tuviese la oportunidad de escucharme recuperando
el aliento.
lunes, 17 de noviembre de 2014
Barra de códigos
Un tipo entra
apresuradamente a una farmacia. Es otra atmósfera, otro mundo con aire acondicionado
y aroma a desinfectante. El joven dependiente está familiarizado con la prisa,
la compadece. Por la expresión del tipo intuye que no tiene una emergencia
médica. Se aproxima al despacho y sin tartamudear le pide una caja de
preservativos acanalados. Lo pide cortésmente pero eso no evita que lo odie
menos. Mientras la máquina lee la barra de códigos, lo mira de reojo. Analiza
su postura, sus gestos, la forma en que saca los quetzales con los que paga.
Quiere saber qué hay de dislocado en él, qué no termina de encajar. Se pregunta
en qué reside la diferencia entre ellos. ¿Cuál rasgo, cuál gesto los hace
esencialmente distintos para que él invierta su noche en un trabajo mal pagado
y el cliente en una mujer que lo espera apoyada en una de las ventanas del
motel de la esquina? Puede que no sea mucho. Puede que el abismo entre ambas
veladas sea sólo cuestión de suerte. Y aún convenciéndose de ello sabe que la
soledad será más contundente luego que el tipo abandone la farmacia, cuando atraviese
la noche imaginando tantas cosas que ocurren en otros sitios.
jueves, 6 de noviembre de 2014
Final MLS
En la habitación
existe un debate sobre qué jugador es mejor. Los colombianos enardecidos por el
desempeño de su selección nacional en el mundial no dan más de sí con James
Rodríguez. Vagamente rescatan a Radamel Falcao. El peruano se limita a Pizarro.
Emplea una táctica extra-futbolística, alude a un premio donde lo catalogan el
jugador extranjero más apuesto en la Bundesliga. Ríe, pero en el fondo cree que
sus argumentos conseguirán un peldaño en el podio para su compatriota. Yo me
escudo con el ‘Pescadito’ Ruiz, me acuerdo de una chilena en el Mateo Flores
contra Costa Rica. Nunca había gritado un gol con tanto fervor, nunca había
sentido la sintonía de una multitud como esa noche en la General Norte. Sé que
mi nostalgia no es válida, no le da ventaja, no lo hace mejor jugador. Se ríen
de mí, del ‘Pescadito’, siguen con su debate sin considerarme. Mencionan
equipos en Europa, titularidad, minutos. Prefiero marcharme, refugiarme en el
computador. Me siento traidor por no defender lo mío, pero no tengo argumentos.
Busco el video de esa chilena, porque quizá pueda convencer a alguien con esa
acrobacia, con ese desparpajo de talento. Me topo con otro video. Una final de
la MLS, el ‘Pescadito’ echando el gol del triunfo. Un gol trascendental. No
cualquier jugador saca la calidad en esos momentos. Estoy a punto de cerrar la
viñeta para buscar una anotación más espectacular, sin embargo, una corazonada.
Total, es un video de 3 minutos descontados a la vida. Aguardo y luego del
pitido final un reportero entrevista a Ruiz en español. Le pregunta a quién le
dedica el gol del campeonato. “Para el pueblo de Guatemala que sufre hambre y
violencia”. Una calidez navideña se aloja en mi pecho. Hormiguea el tacto de un
balón bajo mi pie derecho. No tengo que demostrarle nada a nadie.
lunes, 3 de noviembre de 2014
El FBI
Se preparaba para
tomar una ducha. El celular lo llevaba en la mano para bañarse oyendo música.
Una canción de la “Gran Calabaza” que lo despertase, que le sacudiera el sueño
que aún arrastraba desde la cama. Antes de abrir el grifo la música del celular
fue interrumpida por una llamada. Estuvo a punto de decidir no tomarla, la
devolvería cuando terminara de bañarse. Sin embargo, algo lo apremió, un
presentimiento, algo logró hurgar en su curiosidad, en ese descampado que era
su casa un domingo por la mañana. En la pantalla del celular apareció: Número
privado; pensó en un arranque de estupidez: ‘Mierda, el FBI’. Demasiados
documentales, demasiadas series de policías asesinando el tiempo. Contestó
intrigado. Un aló a secas. Del otro lado le respondieron con una tonadita que
conocía, que lo remitió a un par de meses atrás, ‘¿Sabés quién te habla?’.
Perdió la compostura, el manejo del espacio. Empezó a caminar medio desnudo por
las habitaciones, escuchando esa voz cavernosa de llamada de larga distancia.
Entendía quién hablaba, incluso la imaginaba hablando desde una cabina
telefónica, pero no podía asimilar la desbandada de palabras, lo que le
contaba. Se despedía de México, en cuestión de horas regresaría a Argentina,
todavía visitó Guanajuato y San Luis Potosí. Escuchó su risa a cientos de
kilómetros, su tonada cordobesa que empezó a arrepentirse por haberlo llamado,
por haber buscado el código de Guatemala en la guía telefónica. Calló y supo
que aguardaba por sus palabras. En un ataque de pánico le preguntó si había
visto mucho oro en Guanajuato, si había visto momias. Una transición hacia el
estupor: le contó sobre su rutina en la facultad porque no tenía otra cosa qué
contarle. Ella lo interrumpió, le advirtió que ya sólo le quedaban 7 segundos
de aire. La imaginó despeinada, con sus pertenencias desparramadas a sus pies,
ocupando la cabina con total propiedad como todos los sitios, limitándose a
respirar, contando el tiempo exacto para decirle un ‘te quiero’ que coincidiera
con el tono de llamada cortada. Vio extrañado la pantalla del celular, sintió
una fuga, un desconcierto.
lunes, 20 de octubre de 2014
La cola del banco
El cheque palpitando
en mi billetera, todavía con problemas
de endoso, aquí el nombre de la cuenta, aquí la firma tan parecida a la de mis
padres, a la de mi abuela, ¿y dónde está mi originalidad?, lo que debería ser
mi huella irrepetible en el mundo financiero y de autentificación de
documentos. Y aunque continúe palpitando me da flojera irlo a depositar, a
cambiar el papel por una nueva cifra en mi cuenta de ahorro, me anticipo a la
cola inmensa, al abismo que hay entre la persona que me sucede y antecede en la
fila, pese al paso que nos separa, con qué cara aguardo, cuántos minutos
despilfarro, ojalá lleguen momentos luminosos que repongan tanto tiempo perdido
en colas de banco y en embotellamientos diarios. Y si con esperar no bastara,
de pronto oigo mi nombre pronunciado en gritos, a mi madre que me dice que no
me aleje demasiado, el centro comercial Montserrat dibujándose de pronto, ya
con adornos navideños, un noviembre para volar barrilete, y el grito continúa,
me hace voltearme, buscar la puerta de salida y encarar el antiguo Colegio ‘Los
Andes’, ver los pinos que ahora ya no existen, la puerta abierta del portón
desde donde me saludan tres niños como yo, que agitan sus brazos mientras me
nombran, entrecierro los ojos y reconozco a Pablito, Kevin Pereira y Javier,
los tres son mis amigos, y me conmueve la alegría sincera con que me saludan,
con que quisieran salir del colegio para acompañarme en la cola inmensa que mi
mamá hace desde hace media hora. Pido permiso para cruzar la avenida, ¿será
avenida?, y mi mamá negándomelo, convencida que aún soy demasiado pequeño para
atravesarla sin alguien que mire por mí ambos lados, sin que alguien que
sostenga mi mano. Y sólo me queda devolverles el saludo con la misma alegría,
persuadido que es más divertido el curso de vacaciones a estar en casa viendo
televisión, jugando con mis dinosaurios, haciendo cola en el banco.
miércoles, 15 de octubre de 2014
Audífonos
Entró a la habitación
y se cercioró que ninguno de sus compañeros estuviera en la pieza. Puso llave
en la puerta. Cualquier reproche diría que por aquello de las dudas mejor dejar
cerrada la habitación mientras durmiese, adentro estaban las computadoras de
todos. Encendió la suya y escribió la página de siempre. Buscaba complacerse
con un video pornográfico, el que hubiese sido más concurrido por otros
cibernautas, el que tuviese mejor ranking. Halló uno con un nombre sugestivo,
con un cuerpo de mujer que ya había contemplado en otras ocasiones. Sabía que
era poco probable que la trama lo sorprendiese; el final sería el mismo a todos
los videos que había contemplado en su vida. Conocía tan bien ese movimiento
con la mano izquierda, esa cadencia para que el acto no fuese un desfogue
ciego, una precipitación rápida hacia una desolación más profunda. Se puso sus
audífonos, quería que sus sentidos se colmaran. Los gemidos de la pornstar eran cada vez más ansiosos. Se
sentía más excitado, más concentrado en las reacciones de la mujer. Ella
suspendió su frenesí y recuperó su voz, de algún lugar que no era ese escenario
de película subvencionada dijo: This is
beautiful. El hombre musculoso que la cogía no supo hacer otra cosa que
reírse. Él perdió la erección, la sangre se le fue para otro sitio. Tomó el
celular y seleccionó la agenda telefónica. Ya no pudo ver la lista de
contactos.
viernes, 3 de octubre de 2014
Peligro bioquímico
Ese olor nuevamente.
Lo venía sintiendo desde el día de su cumpleaños. Bueno, un par de semanas
después pero esa era la referencia temporal más inmediata que tenía. Había
empezado como un hálito inquietante que aparecía en las horas de sol pero ahora
es una vaharada omnipresente e insoportable. Nadie ni nada podía quitarle la
impresión de que el olor salía de ella. Lo sentía ascender, apropiarse
centímetro a centímetro de su cuerpo. Intentó bañarse tres veces al día,
visitar a un ginecólogo, hacerse revisar por un otorrinolaringólogo porque
quizá su problema fuese olfativo, pero parecía no haber conjuro. Casi no
abandonaba su habitación, se rociaba perfume a cada instante, accionaba el
aromatizador en cada rincón de la casa. Su madre la llamaba, le pedía que fuera
sensata, que no perdiera el empleo. No le abría la puerta a su novio, lo
atendía desde el intercomunicador, lo convenció que ni ella misma podía
aguantarse el hedor. Poco a poco se acomodaba a su cuarentena, le hacía bien
sentirse tan inaccesible, tan repelente. Los vecinos empezaron a quejarse del
olor, los zopilotes hacían rondas sobre el techo. Llamaron al departamento de
sanidad porque se corrió el rumor de que había muerto, que su cadáver se
maceraba en el sopor de la bañera. Los delegados se pusieron trajes espaciales,
prepararon sus estómagos para encontrar algo perturbador, forzaron la cerradura
y entraron sin sigilo, un poco aterrados. Hallaron a la mujer mirando la
televisión, un canal de caricaturas. No opuso resistencia cuando la acostaron
en una camilla portátil y la confinaron en un ambiente sellado. La pestilencia
persistía, la fuente aún estaba en la casa. Se sentía la expectativa afuera,
los medios de comunicación se agolpaban ante la cinta amarilla de peligro
bioquímico. Decidieron sacrificar un perro, entrarlo a la casa y que siguiera
el rastro hasta el punto de origen. El perro casi desfallecido indicó algo
sobre el sofá, el bolso de mano de la mujer. Volvieron a temer, habían visto
demasiadas películas de terror, imaginaron dedos coleccionados, lenguas
cortadas, variedad de vísceras. Como en toda cadena de mando, enviaron al más
joven a que abriera la bolsa, a que hurgara en ella. Pudo escucharse una
liberación de gases al correr el cierre. Relajó el rostro, no había nada
escalofriante, incluso nada de lo cual pudiera emanar la pestilencia a primera
vista. Tomó la cartera e hizo que cediera el mecanismo. Un líquido pareció
removerse, empezó a gotear cuando la sacudió sobre el piso. Era una gaza
pútrida, un material viscoso que los hizo encoger la nariz y cerrar los
párpados pese al casco. De uno de los compartimientos brotó un rectángulo que
hizo un chasquido al caer. Esterilizaron el sitio, incineraron la fuente, le
aplicaron un baño especial a la mujer. En el informe diría: licencia de
conducir caduca con alto grado de descomposición.
domingo, 14 de septiembre de 2014
Dale hilo
La madera del techo
cruje, le masculla a mi pavor, encontrándome debajo de las sábanas. El viento
de Catamarca se cuela por cualquier rendija, sopla en mi oído, en mi gripe resintiéndose,
amaneciendo cada día peor. Siempre la impresión de escuchar pisadas merodeando
mi sueño, a eso que no es más que mi intranquilidad despertándose
constantemente, incorporándose en la penumbra y vislumbrando la puerta, el
picaporte que puede ceder en cualquier momento. Unos pasos ensombreciendo la
claridad eléctrica que se proyecta bajo la puerta, a través de la cerradura. Y
quizá desde ahí un ojo inspeccionando la habitación, enfocando mejor al
percibir un cuerpo tapándose, acomodándose contra el frío. Las ventanas oponen
resistencia, son arremetidas, el viento hace que se golpeen entre sí. Parece
que alguien desea forzarlas desde fuera, una persona intrépida, una oscuridad
aferrándose a los voladizos y la imagino con gorra, cayendo de espaldas porque
de pronto deja de sonar, se resigna, cae cuatro pisos, una oscuridad apelmazada
en el patio del vecino. El viento de
Catamarca levanta polvo, dobla árboles, deshojándolos, desvelándome con ese
rumor que no es completamente extraño. Prevalece un silbido cuando las tablas
cesan de quejarse, me ubica en noviembre, los vientos de temporada en la ciudad
de Guatemala despeinándome sobre la terraza, la imagen de mi hermano y su amigo
volando barrilete, ‘dale hilo, Paco’, el cometa cada vez más remoto, indistinguible,
la tensión cortando el hilo, y el silencio expectante, contemplando cómo
precipita, cómo cae en un barrio lejano, volviéndose irrecuperable. Y ya no me
dejo impresionar por la tempestad afuera, sé que mi hermano construye una
farola que la soporte. Mi pieza de pronto tapizada de papel de china y varas de
bambú. Cuando amanezca saldrá a probarlo, a darle hilo, sirviéndose del
vendaval que recién ayer me aterrorizó. Mientras tanto dejamos que el viento sople, que
la madera cruja, que los pasos circulen por el pasillo, su barrilete nos
protege, es un amuleto, una promesa de que mañana el miedo será aprovechado.
miércoles, 3 de septiembre de 2014
Amigos de recreo
La conexión vía
Panamá, esa escala necesaria donde debo atravesar el aeropuerto de punta a
punta. Al umbral del sanitario, un bebedor dividiendo a las personas por género: caballeros aquí, damas allá. El agua bebible gratis desentona con los precios exorbitantes en dólares, y miro con desconfianza la cartelera, sintiéndome ridículo por multiplicar todo por ocho, transformándolo a quetzales que no saben si volar despavoridos o encogerse en mi bolsillo ante las cifras absurdas. Bebo y me siento mejor,
más acompañado, porque es imposible no asociarlo con el bebedero de mi antiguo
colegio, la fila tras él luego de recreo, todos sedientos después del fútbol
con pelota de plástico, de las correderas por los patios donde tropezábamos con
niños mayores que nos ofrecían caramelos para que no llorásemos, la añoranza
insinuándome que esa época fue mejor, menos complicada, más alegre, porque nada
nos repugnaba, ni siquiera que el de adelante sorbiera poniendo sus labios directamente en el grifo,
y al parecer en el aeropuerto sólo yo bebo ahí, los turistas han de temerle al
cólera del trópico, y así se curan en salud comprando agua embotellada. Luego
de saciar mi sed busco mi puerta de abordaje, pero ya no voy solo, me siguen
mis amigos transpirando, contentos por estar nuevamente reunidos, por esa risa
que contagia, donde era y es imposible sentirse miserable.
martes, 2 de septiembre de 2014
¿Víctor?
Un hombre se aproxima
y me pregunta ‘¿Víctor?’, durante un momento pienso decirle que sí, cómo cuesta
encontrar personas en el aeropuerto, que me dé el itinerario de Víctor, las
llaves de un auto que yo no renté, dirigirme bajo la lluvia hacia una casa
donde no me esperan, hacia la habitación de hotel que yo no reservé, hacia una
mujer que quizá me halle un aire familiar, pero ella jamás ‘¿Víctor?’, y en ese
titubeo el hombre percibe mi desamparo, el desorden de mi equipaje, y se
convence que no soy Víctor.
Luego de la aduana
pago un boleto de ómnibus que me llevará a Aeroparque, y cuando salgo a la zona
de espera busco mi nombre en los carteles que levanta la gente hacinada, sé que
no es posible que alguien aguarde por mí, pero aún así busco con convicción,
quizá un milagro, un delegado, un enviado especial, aunque sea un ‘¿Víctor?’
que me dé permanencia, la impresión de ser bienvenido.
Salgo del aeropuerto
y me dirijo a un grupo de taxistas que fuman recostados en la pared, se
incorporan suponiendo que rentaré un taxi pero pregunto por el portal B, de ahí
saldrá el ómnibus que ya pagué. Se me cruzan tanto las palabras, la desolación
revolviéndome las ideas, el desencanto casi quebrándome ante ellos, y se me
ocurre que quizá estén acostumbrados a gente desesperanzada, porque el de
aretes en ambas orejas se incorpora aún más y me palmea en la espalda, ‘todo
bien, el fondo a la izquierda’, y en su ternura dosificada supo reconstituirme,
otorgarme la fuerza para afrontar lo que vendría en Aeroparque, lo que todavía
no acaba.
Me fastidian las 10
horas que faltan para mi próximo abordaje. Diez horas que no pueden ser
consumidas caminando por el aeropuerto, observando a la gente que regresa, la
que se va por primera vez, un desfile que no podría entretener a alguien con
tantas maletas. 5 meses de ropa contenidas, arrastradas hasta una fila de
sillas desocupadas, donde pienso acomodarme, amarrar el equipaje entre sí para
que cualquier arrancamiento me despierte, del sueño que pretendo conseguir y en
el fondo sé que no llegara, porque el rumor desquiciante de las ruedas de los
maletines, las pisadas desorientadas de gente conmovida, golpeada por el cambio
de horario, y las tres horas que en ese momento no significan nada para mí, que
seguramente me repercutirán en los próximos días. Y de pronto ese insomnio
acompañado por los relatos de ‘Stereo Offset’ se sorprende ante la llegada de
dos mujeres, un hombre y una niña que ocupan los asientos restantes de la fila.
Se ubican, acoplan sus cuerpos y logran dormir. Los envidio por un momento, lo
que dura un cabeceo que me imagina devuelto a casa, entre la oscuridad de mi
cuarto, las luces que apenas se filtran a través de las persianas, lo que
parece un sueño y más bien es un zancudo que no zumba, que son miradas
perturbadoras, duermevela vigilada y no se posan en mí directamente, sino en la
escena dramática de una familia varada en un aeropuerto, la nena aferrada a los
brazos de su madre, la tía casi en cuclillas en un extremo, el padre con el
cuello contorsionado para atrás, y lo que podría ser el tío entreabriendo los
párpados, asegurándose que nadie perturbe el sueño de los suyos, de la familia
que logró ser por casualidades de itinerario y mala suerte, esa familia que lo
acoge, que no se extraña con su presencia, aunque alguien se desperece y lo
encuentre al lado volviendo a leer a Pablo Bromo, levantándose a estirar las
piernas, a darle un descanso a las nalgas tullidas de tanto asiento ergonómico,
apurando vanamente al reloj de su celular, exigiéndole al reloj digital del
aeropuerto que pase rápido o que le permita dormir nuevamente, esta vez en el
suelo, un poco ajeno a la lástima que sienten otros pasajeros que procuran
hacer más silenciosos su tránsito ante la imagen conmovedora, ante su propia
conmiseración sin propuesta, sin alternativa, simplemente una anécdota o ni
siquiera eso, apenas alguien recordará que la niña despertó sollozando, le
habrá dolido la espalda, habrá presentido que su tío ya habrá encontrado su
destino en la cartelera de vuelos, marchándose sin cruzar una palabra, sin
prometer volver a verla, sin darle un beso en la frente para tranquilizarla.
domingo, 24 de agosto de 2014
Javier Marías, haciendo sendero
Hace unas semanas he venido pensando en la inconveniencia de escribir sobre experiencias propias que involucran a terceros. Es decir, los problemas que esto acarrea: recriminaciones, desaires, incluso afrenta directa. Quizá si esto sucede es porque debo reconsiderar mi ética al narrar o porque estoy haciendo algo correcto. Siempre se ha visto la polémica como algo favorable, sustanciablemente mejor a lo que apenas causa simpatía. Sin embargo en la "falsa novela" 'Negra espalda del tiempo' de Javier Marías, muchas de mis dudas se despejaron, marcándome un camino.
En la página 53 aparece el siguiente párrafo. Copio textual:
"Al fin y al cabo, es más humillante no ser motivo de inspiración que serlo, no ser digno de la ficción que serlo, aunque sea a costa de alguna indiscreción y de mala manera, para dar vida a un personaje depravado o ridículo. Lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo".
También en la página 65 aparece esto que viene al caso:
"A un escritor de ficción, de hecho, nada se le puede imponer, y ni siquiera ha de pedir permiso para introducir ahí, en su ficción, a cualquier persona o episodio real que conozca, y si decide hacerlo nada ni nadie se lo podrá impedir".
Entonces, si alguien se siente implícita o descaradamente mencionado en esta entrada o en las anteriores espero no llegue a molestarse, más bien le pido que lo celebre porque de alguna forma está siendo preservado contra el olvido, puesto en conserva.
En la página 53 aparece el siguiente párrafo. Copio textual:
"Al fin y al cabo, es más humillante no ser motivo de inspiración que serlo, no ser digno de la ficción que serlo, aunque sea a costa de alguna indiscreción y de mala manera, para dar vida a un personaje depravado o ridículo. Lo peor es no figurar allí donde hubo posibilidad de hacerlo".
También en la página 65 aparece esto que viene al caso:
"A un escritor de ficción, de hecho, nada se le puede imponer, y ni siquiera ha de pedir permiso para introducir ahí, en su ficción, a cualquier persona o episodio real que conozca, y si decide hacerlo nada ni nadie se lo podrá impedir".
Entonces, si alguien se siente implícita o descaradamente mencionado en esta entrada o en las anteriores espero no llegue a molestarse, más bien le pido que lo celebre porque de alguna forma está siendo preservado contra el olvido, puesto en conserva.
lunes, 28 de julio de 2014
Boulevar 5 de mayo
A los publicistas les encanta que leamos en el
cine, en una valla, en un envase de agua gaseosa, cualquier cosa que se pueda
vender, que viene resultando ser todo, metáforas sobre la vida: la vida son los
días de verano (bloqueador solar), la vida es un parpadeo (cámara fotográfica),
la vida son los reencuentros (aerolínea). Incluso comete el descaro de
desentenderse de la metáfora, porque se olvida del “como”, de la imagen que
insinúa una semejanza, más bien define, porque la vida es eso que pasa mientras
se brinda con la mejor cerveza del país, nuestra cerveza, el producto otorga
identidad, un nacionalismo que es borrachera y cebada, con himnos y bandera,
cuánta oscuridad en una cerveza clara.
Cómo huirle a los lugares comunes, si estos son una
contradicción, porque ninguno es habitable, todos habitan, se instalan en la
mirada que no divisa más allá del horizonte, en lo que llaman arte y no tiene
nada de búsqueda, en los dedos que no encuentran otra ruta para la caricia, en
la palabra que se restringe a nombrar una sola cosa, en los libros que son
proyección y no insinúan un camino, ni siquiera una puerta a través de la cual
salir. El lugar común es cómodo, mejor dicho, se acomoda a mí, a lo que escribo
y apenas siento, lo que surgió como una idea y no un sentimiento, Bukowski habrá
de juzgarme, pero doy mi excusa para quien quiera leer, porque uno no puede
sentir demasiado en el transporte público, a lo bien fastidio y rutina,
asentándose en el semblante, en la mirada que se extravía en el instante
después de haber abordado, para no reconocer a nadie, y éste no nos pueda
reconocer, las pupilas clavadas en un espacio indefinido entre el pasillo y la
ventanilla del chofer.
¿Se pueden elegir a los protagonistas de nuestra
vida, de nuestras historias? Una pregunta que me hace bajar la guardia, el
gancho izquierdo en el mentón, la lona está fría, y la multitud ruge, y
aparecen de nuevo los libros de motivación personal, el discurso cursi que
corroe, que me hace temerle a las palabras: somos seres pensantes que sentimos
qué es correcto y quién no, podemos elegir quienes se quedan en nuestras vidas,
y quienes salen por la puerta de atrás o por la entrada principal (imaginemos
eso: una entrada por la cual se sale). Cómo sacudirse esa sensación ilusoria de
suciedad, la mierda embadurnándonos las manos, entre las uñas, la felicidad de
escaparate, de anuncio de coca cola no nos limpia, ni siquiera es el consuelo,
la corriente de viento que mitigue el hedor, que haga casi soportable la
impresión. En realidad, mi realidad, la gente irrumpe en mí, sin preguntar, los
protagonistas aparecen, asaltan, a veces ni miran a los ojos y exigen todo, la
permanencia, hacerse inolvidables, dejar una huella donde más duela, en el
sitio más evidente, en mi prosa para que pueda releerlos. Hay personas que por tener
muchas caras no tienen ninguna, es la ventaja del anonimato, ningún registro
personal, el estado no puede hacerme parte de sus estadísticas, ningún diario
puede escribir que formo parte del 50% de la población que no pasa hambre,
instalándome en la clase media, donde mi única preocupación es resistirme a no
tirar todo a la chingada, aguantando despertar 5 días a la semana a las cuatro
de la mañana, levantar a los niños, llevarlos a la escuela, entrar al trabajo
con la somnolencia en los párpados, sin expectativas reales de superación,
sobreviviendo en función de la quincena, el cheque que no ilusiona, ya todo está invertido.
Desvarío, ya hablé del chofer, no de él, fue
referencia posicional para una mirada abstracta, es decir, fue más anónimo que
nunca, pero ahora ya aparece su silueta, no diré nada de sus rasgos, de su
barba de tres días, el cabello negro peinado hacia atrás, su negación a usar
las gafas que su esposa le compró el mes pasado, su camisa de vestir blanca,
manga larga, bien planchada, sus zapatos mal lustrados, y el cigarrillo que
enciende cuando el tráfico de Puebla le posterga el día, alargándole la ruta de
siempre. Y aquí puedo caer en la tentación de la metáfora, destapar una cerveza
en el lugar común, que la ridiculez me subsidie la mecanografía, decir y
arrepentirme al instante: la vida es como el servicio de transporte público, mi
asiento es ante el volante, soy el conductor del autobús. Entonces, me peino
hacia atrás, plancho la camisa blanca que no tengo, aprendo a fumar, a darle el
golpe al cigarrillo, personifico para no quedarme afuera, para no ser
deshonesto narrando en tercera persona, lavándome las manos, mandando a otra
persona al matadero, a la ru(t)ina. Dejo que las preguntas surjan cuando me
niego a pasar un momento más sentado, cenando de pie, escuchando el regaño de
mi esposa por no usar las gafas, me quedaré sin trabajo, arriesgo la vida de
los tripulantes, quiénes, desde cuándo me importan, soy un servidor público por
mucho que me insulten el resto de conductores en el Boulevard 5 de mayo, les
abro la puerta de adelante y abordan mi ruta, tocan el timbre y bajan, sin
aspavientos, sin despedidas, acaso un ‘muchas gracias’, un improbable ‘pase buen turno’. Pagan por el
servicio, no completamente, está subsidiado por la municipalidad, pero tengo
que estar yo, con gafas o sin ellas, para que puedan cumplir con sus
compromisos diarios, pero qué significo para ellos, quién soy para todo el que aborda o los que
se quedan con la mano estirada en el camino y no recojo por no aguardar en una
parada autorizada, en qué me transformo cuando me pagan el pasaje y esperan
equilibrándose a que les dé el vuelto mientras arranco de nuevo; no tengo
respuestas pese a ser yo también un
usuario del transporte público, calzo los otros zapatos y no me es posible
pensar en mí como un salvador, un milagro navideño que aparece en el camino
para darme el aventón que necesito para llegar a mi trabajo, a recoger a mi
hijo a la guardería, a comprar las medicinas de mi madre, anudo destinos, reúno
y alejo gente, todo tan trascendental, pero nadie está agradecido sinceramente,
si no soy yo será otro, alguien tiene que ocupar el puesto, el sueldo será poco
pero la miseria no regatea, soy fácilmente sustituible, como todos, en todo.
Lo que me desvela es sentir desde el manubrio,
mientras dejo que suene ‘El listón de tu pelo’, los Ángeles Azules acortándome
el camino, dándome la expectativa de la noche con mi esposa, la cumbia
conmoviéndome el alma, el erotismo que puede inhibirse ahí, entre tanto bocinazo,
no sólo a mí, más de algún pasajero la sabe, un salvavidas para el
hacinamiento, la tararea, la canta para olvidarse de la ciudad que reclama más
en la calle, y así, oyendo cómo alguien más canta, me acuerdo de los
tripulantes, cómo suben sin pudor, es su casa y yo les abro, acaso me saludan,
tampoco les correspondo con un ‘bienvenido, bienvenida’, demasiado drama, basta
una venia, una sutil inclinación con la cabeza para reconocerles la gentileza,
autorizándolos a utilizar la unidad, buscar un asiento y acomodarse, pero quién
verdaderamente impacta en mí, qué usuario es capaz de calar, quién deja un
rastro, quién es memorable para que yo lo recuerde cada vez que paso por su
parada. Acaso el tipo que viene de un centro de rehabilitación y vende rosarios
para mantener a sus hermanos que quieren salir del vicio, quizá el niño payaso
que cuenta los mismos chistes provocando las mismas risas, la señora que apenas
puede subir por los tanates que lleva en las manos y la cabeza, el joven de
lentes oscuros que parece no reconocer a nadie, la muchacha que sube en un
llanto silencioso que no encuentra consuelo en la ventana, el vendedor de
paletas que sube arrastrándose para que el escáner del bus no lo contabilice,
el trovador que le pide permiso a los pasajeros para entonar una versión
acústica de “El ruido de tus zapatos”, o una de su propia autoría, el anciano
que sube con su carnet de la tercera edad, aguardando el descuento, los dos
pesos que son la mitad de otro pasaje que lo llevará a otro sitio, el muchacho
que se queda en la parada mientras su novia aborda la unidad, y se queda ahí
hasta que el bus se pierde en una esquina, esperando en vano una mirada, un
vaivén con las manos que le mitigue un poco el dolor de la despedida. Entonces,
mi metáfora de vida, la que vine anticipando, esos pasajeros, su abordaje son
los chistes de la nostalgia que repiten risa, la que entonamos en solitario, el
desentendimiento de estar casi ciegos, la persona que reza por nosotros, que se
faja por nuestro pan diario, la dulzura que nunca es gratis y siempre viene en
un envoltorio que sugiere un paraíso, la forma en que nos aprovechamos de
nuestra condición cuando nos conviene, regateándole a la sociedad, al sistema
que nos jactamos de detestar, el desconsuelo que nos sorprende cuando nos
observamos en el espejo, las canciones que son un salvavidas, contándonos
nuestro dolor e historia en una melodía, versión acústica, las despedidas en
las paradas de bus, es mejor no buscar la mirada mientras se aleja, voltear,
darle la espalda a la parte nuestra que se fuga, y caminar, paso a paso, con la
prisa de una alarma atrasada.
viernes, 25 de julio de 2014
Preservativos en la guantera
“Situación sentimental: En una relación seria con Jesús, cada día de mi
vida”. Cómo contener mi sentido del ridículo luego de leer esto, el que se pega
una carcajada, convencido que Luisa sí está loca, que es capaz de exhibir su
fanatismo en el Facebook, escribir
ahí sobre religión para que la gente se percate que es una apóstol, un prodigio
espiritual. No soy ateo, puede que atraviese una crisis pero no soy escéptico
respecto a todo y todos; hay enseñanzas que me conmueven, ‘el que esté libre de
pecado que tire la primera piedra’, un par de nombres bíblicos por los cuales
me habría gustado ser inscrito en el registro público (Jacobo y Lucas) y las
posadas donde cumplo mi fantasía frustrada de ser músico de percusión con el
caparazón de una tortuga. Eso sí, no creo en los milagros, en la fe cimentada
en pasos sobre el agua, ciegos iluminados (ah, las metáforas), cerdos
suicidándose, resucitaciones pronosticadas; pero puede que un día la moneda dé
vuelta: enfermedad terminal, desamparo en desierto financiero, y ahí sí, el
peregrinaje hacia el mal trago de vino improvisado.
La verdad pensé que me mandaría antes a la chingada. Sé que tomó mal que
nos besáramos en el bar y no la llamara o le mandara un mensaje a su celular al
otro día, a los dos días, a los tres meses. No está acostumbrada a los
desaires, se siente pretendida, incluso tuvo la ostentación de colgarle la
llamada a dos tipos diferentes mientras tomábamos nuestras cervezas, mientras
caía poco a poco, siendo seducida por la proximidad y el alcohol, la penumbra
con propósito de las lámparas. Los tiempos no están para que la haya buscado
solamente por un par de besos de su boca, una que fue frenética, despectiva,
que me acusó de aprovechado. Ahí tomé la decisión de no buscarla de nuevo, pero
la soledad instiga, enciende focos, ata, sumerge, picana eléctrica en el centro
de la sonrisa, obligándome a comerme recalentadas mis palabras, a que la
buscase con una excusa absurda, exponiéndome, dándole la oportunidad para que
esta vez yo fuese el desairado, atreviéndose a escribirme que ella sabía que la
volvería a buscar, en ese momento creí que era intuición, no sospeché ningún
trasfondo bíblico, ninguna supuesta intervención divina.
Quizá su nueva actualización de Facebook
no es una indirecta, quizá no se dirija a mí dándome la espalda, sin
oportunidad de réplica, enseguida puede lavarse las manos y asegurar que lo
hace por ella, así ratifica lo que piensa y siente, lo que no cedió en su interior
cuando le insinué que me atraía mucho, pero que no podía ofrecerle una relación
estable, mucho menos una interacción sin deseo; habré sido malinterpretado o
bien entendido, habrá creído que mi intención se refugiaba en la oscuridad
traslúcida bajo sábanas, en la guantera junto a los preservativos, en el cajón
de su lencería. Su superioridad moral escribe para todos, muestra sus palabras en
un escaparate donde seguramente no recibirá pedradas, likes que la agasajan, comentarios apoyándola, caritas que le
sonríen a la pésima metáfora del deseo como la sed, el hombre lujurioso como el
hombre sediento, ambos perdiendo el interés, alejándose del objeto, como si
éste no quisiera derramarse por las comisuras de sus labios, escurrirse en cada
poro, confirmando vida y temblor. Da entender que el deseo no es para ella, que
una fuerza divina obró sobre su cuerpo para no sentir el pálpito de la
proximidad, lo que bulle en la sangre, en cada estertor, cuando los besos ya no
son suficientes.
Los últimos días he entrado a Facebook
con el único propósito de leer lo que escribe Luisa; antes buscaba una
risa fácil, un motivo de burla, ahora encuentro un escozor por el lado del
miedo. Asegura que sólo Dios basta, que la felicidad no se consigue con fiestas
y sexo, es la consecuencia directa de encarar a Jesús. Continúa santificándose,
siendo mártir de sus propios impulsos; puede que su dios no sea el mismo que el
mío, uno que entiende que hay tiempo para todo, para la juventud y las fiestas,
para el sexo y el amor, para la sabiduría que es resultado y aplomo ante lo que
falta por encarar cuando llegue el momento. Porque poner todo (las riquezas y
miserias del mundo), la vida misma, en función de un encuentro con Dios, es un
propósito mercenario. El paraíso es la nada amueblada para los cobardes.
‘Ah, los cuates, sólo para chingar sirven’, lo pude haber dicho sólo
para mí, pero mejor que quede constancia de ello entre un sorbo de ron y otro,
lo bien que se está en la mesa charlando pese a la sinceridad, hoy me señala y
no me siento incómodo, bromean sobre los mensajes que le envié a Luisa, ¿cómo
supieron?, ¿quién les contó?, lo malo de tener amigos en común, sobre lo que
sube a Facebook, donde grita mi
nombre entrelíneas. Puede que todos riamos, pero mi risa está en otro sitio, me
quedé en las palabras de Francisco, en su testimonio cuando la acompañó a un
micro-retiro en su iglesia: gente levantando las manos reclamando la gracia, Luisa asegurando que se le habían concedido los dones del espíritu santo, él golpeado
por la perturbación, saliendo a tomar aire. Todo era un estruendo, habían
lágrimas, se tapó el rostro y la mesa se dibuja ante él, luego el vaso vacío,
‘servime otro trago, con más hielo’. Ahora entiendo el sentido de “sabía que me
volverías a buscar”, no lo atribuía a su intuición, lo tomó como una profecía,
una manifestación de su don espiritual. Acaso ya es imposible no verme
involucrado en su delirio, atestiguando a través de Facebook cómo su vida cotidiana pierde simplicidad, cada acto, cada
pensamiento era una explicación, un designio divino. Ninguna casualidad,
ninguna destreza ordinaria: el consejo lanzado al aire proviene del don de la
sabiduría; la salud de sus pacientes ya no de tantas horas de estudio sino el
carisma de curación; su manejo de inglés el don de diversidad de lenguas. Así
puedo enumerar mi miedo, viéndome cada vez mejor definido en una profecía que
no veo cómo puede terminar bien.
Tengo la intención de cerrar mi cuenta de Facebook, ya lo he hecho antes y lo cierto es que me he depurado de
tanto exhibicionismo, opiniones personales que buscan la aprobación del
prójimo, el sinsentido de subir fotos para que los demás se enteren que estoy
viviendo, que me he cambiado de corte de cabello, que tengo nuevos amigos. Sin
embargo, esta vez una inquietud me lo impide, la necesidad por bajar en las
publicaciones de mis contactos, sin detenerme hasta encontrar el estado que
debía aparecer, la continuación de esa pesadilla que poco a poco impone su
contorno, hoy Luisa cita al Padre Pío: “El ser tentado es signo de que el
alma es muy grata al señor”. Vuelvo a leer y no contengo esta indignación
temblorosa que me dificulta escribir, esto que entiendo y puede ser mi
exageración, o el ego que se complace en este tipo de adversidad, sé que yo fui
esa tentación superada, esa puesta en jaque que ella supo sortear bien. ¿A qué
la habré seducido?, ¿a qué caminos la habré exhortado a dar el primer paso?
Noches largas murmurando mi nombre, deseándome ahí, en su habitación a oscuras,
el roce que quema, que enceguece, que no puede ser otra cosa que la gloria sin
portones dorados abriéndose.
Porque conmigo se habría desmoronado la posibilidad de un noviazgo
santo, esa interacción asexual de manos recatadas, labios sin pasión ni sed,
ojos enfermos que sólo miran hacia futuro, hacia el lecho de casados sobre el
cual puede que nos desconozcamos. Ella quiso o supo ver en mí ese emisario del
pecado, una oportunidad para ser puesta a prueba, para ser mejor hija de Dios.
¿Habrá obrado en ella su don de discernimiento de espíritus?, divisando en mi
horizonte, en la resonancia estetoscópica de mi corazón, la tiniebla que gira
mis pupilas hacia atrás mientras creo dormir, mientras me resigno al ulular
nocturno de las palomas, poblándome por completo cuando las imprecaciones ante
el tráfico matutino, cuando el desfogue deprimente en la pornografía violenta, cuando
pienso en Luisa rezando por mi alma en tribulación.
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